sábado, 24 de noviembre de 2007

El aburrimiento

1.

SMS para Drdm. “Hola. Me aburro. Escríbeme.”

SMS para Iván. “Hola. Me aburro. Escríbeme”.

SMS para S. “Hola. Me aburro. Escríbeme.”

SMS para Tlñ. “Hola. Me aburro. Escríbeme.”

SMS para E.V. “Hola. Me aburro. Escríbeme.”

SMS para Drdm. “Hola. Me aburro. Escríbeme.” (bis)

SMS para I. “Hola. Me aburro. Escríbeme.”

SMS para A. “Hola. Me aburro. Escríbeme.”

SMS para C. “Hola. Me aburro. Escríbeme.”

SMS para Marta. “Interesante experimento psicopático. Acabo de enviar aleatoriamente el mensaje hola me aburro escríbeme. ¿No es patético? Besos.

2.

SMS de Iván. “Qué malo eres. Pero algún día me echarás de menos. Jaja.”

SMS de Marta. “Sí, una mica patético. Acabo de llegar de shopping. Compré un vestido en ataque de optimismo desbocado. Lo devuelvo casi seguro. Patético también, n´est-ce pas? Beso.”

SMS de Tlñ. “Si te aburres, imagina mi vida: estoy corrigiendo una bibliografía del siglo XIX. ¿Era esta orden que has enviado un mensaje para toda tu agenda a ver quién contestaba?”

SMS de I. “Hola, ¿estás bien? Yo hasta las pelotas. Necesito otra vida. ¿Por qué no puedo nacer otra vez? Prometo hacerlo mejor.”

SMS de A. “Cabrón.”

SMS de C. “Si te aburres, sal por la televisión digital terrestre, que es viernes.”

SMS de Marta. “Si hasta compré braguitas con guitarras, jajaja. El patetismo muy extendido.”

SMS de I. “Pues yo soy la persona más aburrida del mundo y la que más se aburre también.”


3.

SMS para Iván. “Ya viste lo rojo que soy? La vida me aburre. El mal me entretiene.”

SMS de Iván. “Te veo muy nihilista. No irás a hacer nada raro? Se te está pegando lo peorcito de Chueca.”

SMS para Iván. “¿Qué es lo peorcito de Chueca?”

SMS para Tlñ. “Sí. Es un experimento. Divertido. Malvado. Como decirte que si quedamos algún día. Pura maldad aleatoria.”

SMS de Iván. “Te lo puedes imaginar. Maricas malas!!”

sábado, 17 de noviembre de 2007

D.Y.C.

Esto es que espero. En la calle Fuencarral hay un recuadro de acera, un área de boulevard, un espacio con olivo y Starbucks, un sitio para darse citas y gastar el dinero y, justo ahora, dejar que te pinchen la sangre y te digan si sida sí o sida no, porque puedes tener el sida y no saberlo, folla uno tanto y tan sin condón y tan a la buena y sobre todo a la muy mala de dios que vete tú a saber si no te pegaron las siglas o lo que viene después de las siglas o la tontería, que es un virus no registrado que le saca ya muchas cabezas a todos los demás. V.I.H. No me acuerdo qué significa.

La plaza no tiene nombre o al menos no colgando. No encuentro placa que me diga qué nombre se le da a esta plaza. Veo carteles de tiendas de ropa y carteles de conciertos, de eventos sexuales pansexuales homosexuales, de nuevas aperturas y nuevos productos. El nombre de la plaza, no. Veo ventanas encendidas, llenas de lámparas de colores y siluetas que se mueven confusas tras las cortinas, y pienso si molaría vivir ahí, encima de una plaza sin nombre, y en cuánto costará el alquiler de ese apartamento y de ese apartamento, y en qué gente fuma en el bordecito de los ventanales de aluminio, y dónde compraron los muebles, tan modernos y tan iguales a los de su vecino, y por qué todos los apartamentos de la plaza se parecen por dentro y por fuera y en si en alguno de ellos vive alguien que yo conozca y pueda dejarme que suba y me asome. Y escupa.

Esperar me duele. Soy puntual como el punto y coma, que es un signo ortográfico que sólo usamos los sibaritas de la gramática, un signo perplejo, intermedio, que no pone fin ni pone pausa; pone inquietud.

Mi puntualidad es obediencia y relojes que no tengo. Mi puntualidad, para ser precisos, es ordenanza de la palabra, rigor de decir: si quedamos a las nueve quedamos a las nueve porque hemos dicho que quedamos a la nueve. Si quedamos a la nueve y no vienes a las nueve la palabra tampoco vale nada y entonces qué carajo vale algo. Dime tú, zorra que espero.

No viene. Su no venir es mi sí quedarme, mi espaciado deambular de esquina a esquina, de farola a olivo, de rostro a rostro. Miro todas las caras del mundo. Una a una, miro todas las caras del mundo. Soy incapaz de esperar para ser sorprendido. Si vienes y no te veo del susto me muero. Mándame un sms con cuándo llegas. Dime que estarás pronto en mí. No vengas violenta.

No viene y me siento chapero o puta o tonto al que dieron calabazas muy gordas. Miro y miro. Cuando me arranquen los ojos harán de mí un candelabro sin llamas. Nada veré y nada existirá. Todo lo que miro en realidad lo creo. Esto ya lo dije muchas veces pero uno no tiene todas las ideas del mundo: sólo dos, y hay que sacarlas de titular en todos los partidos.

Veo a un mendigo. Acaba de llegar y empiezo a inventármelo. Lo primero que pienso es: Los que mejor visten son los mendigos. Esto lo dije un diseñador, probablemente con casa en Miami; pero mientras acude a reclamar su autoría voy a creerme que la frase es cosecha propia. Viste: gabán de piel de camello, impecable, impoluto, imperial. Un lujo de abrigo. Viste: vaqueros, zapatillas, guantes de cuero: en la mano derecha, el de un motorista; en la izquierda, el de un caballero: negro, prieto, delincuente.

Lleva calada una gorra de béisbol y arrastra un carrito de supermercado lleno de cosas. El carrito, si lo suelta, se cae plaza abajo, y el mendigo, indolente, acude tras él como tras uno de esos niños a los que nunca acaba de pillar el autobús. Tiene más carritos, atados al olivo. Uno, también de supermercado; el otro, de esos que las amas de casa llevan a los supermercados: de tela plástica y con asa.

Sus posesiones están en el alcorque del olivo, ataditas para que no se las roben los ejecutivos de la Telefónica. Entre ellas se cuenta también (¡son tantas, joder!) un colchón blanco, doblado sobre sí como un kebab vacío. El mendigo lo coge, lo lleva a un extremo de la plaza y lo extiende. Luego, del interior de una enorme bolsa de El corte inglés, saca una manta. Se tira un buen rato haciéndose el lecho, con su abrigo y su gorra y sus guantes mixtos y, no lo dije, su barba extensa y castaño claro. Barbitaheña, dizque dice el Quijote.

Como sea.

Es entonces, cuando ya todo él me parece Nueva York en harapos, cuando ya todo él es la frase del diseñador con casa en Miami y pienso seriamente en robarle el abrigo y la elegancia, es entonces, then, cuando veo bien su gorra, calada sobre sus mechones oscuros, sucios, metastásicos. Y sobre la gorra pone DYC, whisky de Segovia. Lo de whisky de Segovia lo sepo yo, tanto no pone. DYC. Pone sólo DYC. Y me sonrío. DYC. Por una letra no pone NYC, New York City. Por una letra la realidad no me ha dado la razón.

Pero he estado tan cerca, tan competente, que esperar valió la pena, y todo lo que vi me hizo bien.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Déjate

1.

El billete de avión cuesta 1.600 euros. La ida la realizo con AirFrance; la vuelta, con KLM. Voy a Tokio.


2.

Me toca un asiento de ventanilla, en una fila de sólo dos asientos, la más cercana que hay a los aseos. Mi acompañante fortuito está ya en su sitio. Es una mujer gorda y fea, mal vestida. Se levanta para dejarme pasar.

Saco El diablo en el cuerpo de mi mochila y lo pongo en la rejilla del asiento delantero. Luego coloco la mochila a mis pies. Intento encender la pantalla de televisión, pero aún no está operativa. Por los altavoces se oyen incontables mensajes triplicados; primero los enuncian en francés, luego en japonés, luego en inglés. Mi comprensión va de cero a todo, pasando por un poquito.

El avión inicia la marcha. Cuando los aviones ruedan sobre el suelo, sólo ruedan, como un coche o una bici, me dan ternura. Luego echan a volar y su prepotencia me los vuelve antipáticos.
Este avión ya está despegando. En la pantalla veo cómo se eleva. El punto de vista es la panza del aeroplano. La pista de despegue se hunde bajo nosotros y, entre nubes, entramos en el aire, que es un territorio sin fronteras, apolítico, donde soy feliz mientras duran las películas.

Primero veo La jugla 4.0. Luego veo Harry Potter 5. Luego veo Disturbia. Sirven la comida. Veo 300. Molesto a mi vecina para ir al baño. Uso el baño. Molesto a mi vecina para ocupar mi asiento. Abro el libro. Leo a Radiguet. Cierro el libro. Bajo la persiana de la ventanilla. Todo el mundo intenta dormir. Yo sigo viendo películas.


3.

Esperar tu maleta es como asistir a un reconocimiento de cadáveres. Todos los equipajes, baqueteados y llenos de pegatinas, irrumpen en la cinta transportadora, se aventuran en un circuito cerrado de manos amigas. Algunos aguardan su maleta en la boca de la cinta: son los impacientes. Otros se posicionan en el primer hueco que encuentran, como yo. Otros, curiosamente, esperan apartados, como si su cadáver les diera un poco igual.

La propia maleta tarda siempre mucho. Estresa pensar que la perdieron. Pero también da gusto. Que te pierdan la maleta es una favor que te hacen, porque las cosas que posees dejan de preocuparte por unas horas, mientras las encuentran y te las devuelven. Sin cosas, lo he visto muchas veces (siempre le extravían la maleta a alguien), uno se siente liberado de todas las convenciones sociales: llevo la misma ropa porque me perdieron la maleta, soy invulnerable a los problemas porque mi problema ya es que me perdieron la maleta, trátame con amor que, hostia, me perdieron la puta maleta.

A mí nunca me han perdido la maleta, y mira que tengo teorías en favor de esa tragedia. Aparece. Es azul, la misma de siempre. La tomo por el asa y tiro de ella como del cadáver de un hermano.

4.

El hotel cuesta 20.000 yenes la noche, unos 130 euros. Un joven con chaleco rojo trata de arrebatarme mi maleta. No le dejo.

Me registro. Me dan la llave, una llave de verdad, es decir, metal con filo de sierra. En este hotel todo es como hace cuarenta años. No tienen tarjetas en lugar de llaves. Seguramente el chaleco del botones siempre fue rojo.

Mi habitación está en la planta 30. El ascensor es grande. Tiene una pantalla en la parte superior donde veo imágenes de Tokio. Corre muy rápido. Aún así, reparo en el detalle tan japonés de que dispone de dos botones poco habituales en los elevadores de España. Uno para cerrar la puerta más rápido de lo que su sistema automático dispone; y otro para abrir la puerta en contra de lo que su sistema automático dispone. Es curioso que, cuando sólo hay uno de estos botones, en ascensores españoles por ejemplo, es el botón de cerrar la puerta, nunca el de abrirla.

A lo mejor es al revés, pero de ambas opciones pueden sacarse interesantes conclusiones.


5.

Veo rascacielos desde la ventana de mi habitación. Es una ventana que ocupa todo el frontal. Debajo hay una rinconera también muy larga. La cama es doble, sus patas tienen forma de tallo de copa, igual que las sillas, de plástico, que parecen cócteles abandonados sobre la moqueta. Me gusta.


6.

Coloco algo de ropa en el armario. Enciendo un cigarrillo y trato de no creerme que la vida es maravillosa. Cuando alguien te regala un viaje a Tokio (vamos por los 2.000 euros) es difícil no creer que la vida es maravillosa; muy difícil recordar que hay gente que trabaja 12 horas al día por 1.100 euros al mes y que en África se están muriendo de hambre. La verdad es que, que en África se estén muriendo de hambre, me importa muy poco. De hecho: nada. El concepto de gente, o niños, muriéndose de hambre en África ocupa en mi cerebro una parcela común con los Reyes Magos, el ratoncito Pérez y Auschwitz. Es decir, cosas en las que no creo. Estoy harto de los niños que se mueren de hambre en África. Que se mueran todos de una vez. Ya vale, joder.

Decía. Pensaba. Reflexionaba, con perdón. Que qué fácil es, pienso, venderse. Uno no le dice no a un hotel de cinco estrellas ni a toneladas de dinero. Es imposible. La resistencia está en no olvidar que eso no siempre fue así, que yo he estado aquí al borde de la indigencia y que, seguramente, hay todavía gente aquí al borde de la indigencia. Recordar, siempre, que la vida no es justa o injusta cuando es justa o injusta contigo; que somos muchos y hay muchas realidades; que nadie se merece nada; que yo no me merezco esto; que estoy aquí por la curiosidad de verme agasajado, pero que no pierdo de vista que todo lujo es una coordenada, es decir, tiene su antípoda miserable. Y que cuando uno se instala en el lujo, crea miseria.

7.

A ver el programa. Tengo que comer hoy en la embajada. Luego, por la tarde, tiene lugar el evento al que estoy invitado. Luego, tiempo libre durante tres días.


8.

La embajada española es un complejo con dos edificios principales. Uno, moderno, de construcción reciente, aloja las oficinas, las exposiciones, el maltrato a los ciudadanos. El otro es la residencia del embajador.

La cita era a las dos y yo he llegado a la una y cuarenta y cinco. Le digo mi nombre a un guardia de seguridad, que me deja cruzar la verja. Camino por un enorme patio arbolado. Al fondo, como la casa de Norman Bates, se va perfilando la mansión de nuestro diplomático cimero en Japón.

Llamo al timbre. Llevo una chaqueta de Adolfo Domínguez que me regaló mi lover, unos vaqueros de G-Star y unos zapatos color chocolate de corte deportivo que me gustan mucho. Y una camisa, a rayas, de Sfera.

Me abre la puerta una mujer con un caqui podrido en la mano. Lo lleva en la mano derecha, que mantiene estirada hacia un lado. Le digo mi nombre. Me dice que pase y se pierde por la sala. Enseguida una criada con cofia y traje de criada y andares de criada y voz de criada y arrugas, muy vieja, de criada me incita a firmar en el libro de visitas. Firmo.

La criada me habla en inglés. Me invita a pasar a otra sala. Le pregunto su nombre. Carmencita.

-¿Eres española?

Me dice que es filipina.

En el salón de té (¡por ejemplo!) hay mullidos sofases, turgentes sillones, plata en candelabro y platitos, alfombras persas (¿persas?), ventanales con cortinajes espléndidos, tupidos, sobrios, adjetivables hasta el final del párrafo. Y muchos tiestos de ikebana, “arte floral japonés”.

Vuelve la mujer del caqui podrido. Me levanto porque me senté. Si no me hubiera sentado, también habría tenido que levantarme. Es la mujer del embajador.

-Encantado.

Viste de negro, de un modo muy estrafalario. Sus zapatos están llenos de pinchos, como extraídos de puños americanos; lleva chaqueta de frac, con unos guantes negros cosidos en la solapa. Los pantalones también son de algún tipo de ropa de gala.

Hablamos de mí, de quién soy (ella es la mujer del embajador) y saco mi libro para que vea las cosas que hago para estar en su compañía. Ella coge el libro y enseguida lo deja sobre un velador. Luego, cuando se levanta y se pierde un segundo por los pasillos de la mansión, retomo el libro y lo guardo en mi mochila porque, honestamente, prefiero dárselo a otra persona. A alguien que no tenga un velador donde dejarlo, por ejemplo.


9.

La comida cuenta con la presencia del embajador y su mujer, varios modistos que han venido, como yo, al evento de marras; con una directora de y su ayudante; con el responsable de y su ayudante; con la directora de en Asia y con alguna otra persona que no sé qué dirige, pero seguro que algo de mucho interés.

Los cuchillos, los tenedores, las servilletas, por supuesto las cucharas, ni qué decir tiene que los platos, y las copas también, todo, vamos, lleva el escudo de España grabado, pintado, seregrafiado o directamente marcado a fuego. El menú está ante mis ojos, en una tarjeta prendida sobre un soporte que remata una pinza. Es: Marinado de gambas crudas, compota de tomate y yuzu, helado de aceite de oliva de Arbequina; Secreto de Ibérico, guisado de garbanzos, castañas y gingko, crujiente de shiso y salsa de pimentón; Crema al jazmín, crujiente a las especias, jalea de mandarina; Albariño Alba Rosa 2005; Viña Ardanza 1989; Freixenet Cordón Negro.

Seguimos el menú al pie de la letra.

10.

El instituto Cervantes es nuevo, muy nuevo, super nuevo. Y muy chic. Blanco casi todo, destacan los afanes rojos de los respaldos de las sillas, de algunas estanterías en la biblioteca y de la bandera española, que aunque no la he visto, en algún sitio debe de andar ondeando, tan nuestra.

La charla tiene lugar en un subsótano, en un paraninfo de paredes negras, sedosas, y patio de butacas colorista, lleno de cabezas conectadas a un traductor simultáneo.

En la mesa de ponencias estamos dos españoles y dos japoneses, y el director de la institución, que nos presenta brevemente. Tenemos nuestros nombres delante, en cartelitos blancos. Cuando uno tiene su nombre delante, en cartelitos blancos o de cualquier otro tipo, y se sabe nombrado para un público, es difícil, nuevamente, no creer que el mundo es maravilloso, y que uno tiene cosas muy brillantes que decir.

Hablan, hablo, hablamos. Yo digo lo primero que se me ocurre, que siempre es lo mejor que se me puede ocurrir. En realidad una japonesa nos hace preguntas y las vamos respondiendo, así que no hay posibilidad de discurso previo. Mientras hablo, acaricio con las yemas de los dedos la base del micrófono, y de vez en cuando miro hacia la parte alta del paraninfo, donde no hay caras sino una oscuridad que creo que me entiende.

Digo, entre otras cosas, que España no es un país de vanguardia. La pregunta era: ¿Qué movimientos de vanguardia se están llevando ahora a cabo en España? Algo así. La respuesta: en España no se está llevando a cabo ningún movimiento de vanguardia porque España no es un país a la vanguardia de nada, ni ha sido nunca un país a la vanguardia de nada, porque España es un país de seguidismo intelectual y copia buena, mala o regular, donde nadie hace nada original a no ser que lo haya visto hacer en Francia o Nueva York; en España, el artista, el intelectual y hasta el panadero nacen con un techo profesional no bajo, pero sí mucho más bajo que el techo de un panadero de París o un artista o intelectual de Viena; el techo de que nunca harán nada de vanguardia que le importe nada a nadie fuera de España; en España, primero vemos y luego hacemos como que estamos a la vanguardia; incluso para insultar, para provocar, para sacar coños en las películas, primero tenemos que ver que alguien lo ha hecho fuera, y luego ya entonces sí lo hacemos en España. España es un país que, la verdad, vale poquito. Opino.

Se oyen rumores.

11.

Me pagan 400 euros por decir que España es un país que, la verdad, vale poquito. Luego hay un cóctel.


12.

Tengo una copa de vino en la mano. Aquí no se puede fumar. Deambulo entre la gente buscando tías buenas. Hay unas cuentas.

No hablo con nadie hasta que, de pronto, una chica me asalta. Es rubia, pizpireta, bebe vino.

-¡Oye! Contigo quería yo hablar.

-...

-¡Te he visto en la conferencia!

-Guay. Gracias –bebo del vino, la miro de arriba abajo.

-Oye, ¿cómo se te ocurre decir...?

-Perdona, ¿tú nombre es...?

-Esther. Esther Hernando.

-¿Qué haces en Japón?

-Te lo tengo que decir, por eso quería hablar contigo. ¿Cómo se te ocurre decir, aquí, en el Instituto Cervantes, que España es una mierda?

-Yo no he dicho que España sea una mierda, jo.

-¡¡¡Que no!!! Yo es que lo flipo contigo, tío.

Me río.

-Oye, ¿te pagan por esto? Sería la hostia...

-Sí, claro que me pagan.

-¿Cuánto?

-...

-¿No me lo quieres decir?

Apuro mi copa. La suya está vacía. Se lo digo.

-¡¡¡No me jodas!!! ¿Te pagan ese pastón por esta mierda que has dicho?

-El mundo está super loco, tía. ¿Fumas o qué? ¿Se puede fumar aquí?

-No, qué va. Vamos fuera. Píllame una copa de vino y vamos fuera, anda. Voy a coger mis cosas.

Voy a por el vino. Pienso que he ligado. Aparte de que siempre lo pienso, es que ahora lo parece.

Vuelvo con las dos copas. Esther coge una. Abandonamos el cóctel. Cogemos el ascensor.

Seguimos hablando. ¿De dónde eres? ¿Qué haces entonces en Japón? ¿Hablas japonés?
Salimos del ascensor. Caminamos hacia la puerta principal, donde varios japoneses custodian un detector de metales.

-No pasa nada, tíos, luego metemos las copas.

-De acuerdo, Esther, pero no dejéis las colillas en la puerta –dice uno de los guardias-. Al director no le gusta.

-Tranquilo, tío.

Estamos en la acera, justo detrás del letrero de Instituto Cervantes. Fumamos. No paramos de hablar. Esther es muy simpática. Hay 5 tipos de mujeres. Esther es del tipo 3.

-¿Qué haces esta noche? –ella.

-No tengo plan –yo.

-¿Te vienes de copas? Vamos a ir a un club en Shibuya.

-Vale.

jueves, 25 de octubre de 2007

Algunas fotos salen rojas

DESVIAR LA EXPECTATIVA, de BELÉN GOPEGUI
(texto de la presentación de El talento de los demás)


Buenas tardes. Voy a empezar leyendo un párrafo de Alberto Olmos en donde cuenta por qué decidió hacer informes de lectura para una editorial:

Cuando un tipo mande su libro, una gran novela, grande no porque luego le vaya a importar tres cojones a ninguno de esos gilipollas que hacen los libros de historia, sino grande porque a los que leemos libros nos lo parece, cuando ese libro llegue y tenga que encontrar un defensor, un valedor, un lector que se ponga de su parte para que alguien lo publique, un lector que se la juega por ese libro, es entonces, precisamente entonces, cuando yo quiero estar ahí, y hacer posible la literatura.



Quiero dar las gracias a Alberto Olmos por haberme invitado a estar aquí, poniéndome de parte de una gran novela que ya está publicada, que se defiende sola pero a la que me es grato acompañar en esta presentación.

El mes pasado, en una entrevista, me dijeron: “Recomiéndeme un sitio o dos imprescindibles en Madrid”. Les recomendé un post de Hikikomori titulado Vagón. Se puede ir a algunos posts, como si puede ir a algunos blogs, como se puede ir a algunos escritores y a algunos libros. Yo hace tiempo que voy al escritor Alberto Olmos, si bien no le he conocido hasta ayer por la tarde.


Fui a su primera novela, A bordo de un naufragio, busqué y encontré luego Así de loco te puedes volver y Trenes hacia Tokio, frecuenté sus blogs y textos como “Yo quiero ser pobre un ratito” o “Cuaderno de escoria”. Sabía por Rafael Reig que iba a publicarse El talento de los demás, y en cuanto apareció compré el libro y lo leí. Me interesó mucho. Me interesó tanto que decidí pensar por escrito sobre los motivos por los que esa novela había llegado, como se dice de algunas personas, para quedarse. Unas dos semanas después me dieron otro ejemplar de la novela, dedicado por su autor, con la petición de que la presentara. Les cuento esto porque son pocas las ocasiones en que un texto de presentación de una novela puede escribirse en condiciones de libertad. Por lo común la cortesía, el género presentación, el hecho de estar “entre amigos”, los compromisos previos adquiridos con el autor o la editorial, etcétera, influyen, al menos en parte, en eso que, se supone, el presentador tiene que decir. No ha sido mi caso. El talento de los demás es la cuarta novela de un escritor a quien he seguido en la distancia. Y es una novela admirable. He aquí algunas de las razones.

Dice el investigador finlandés Pentti Routio: “Toda desviación de las expectativas transmite un fuerte mensaje; uno podría casi pretender que la desviación de las expectativas es el mensaje más fuerte que puede transmitir una obra de arte”. El estilo, decía Saussure, es una expectativa defraudada. Y quizá el estilo no sea más que el talento, o viceversa. Al menos el talento que algunos respetamos. Pues bien, la novela de Olmos trata de esto, cuenta la historia de alguien, Mario Sut, que descubre la necesidad de desviar la expectativa. Sut tocaba el violín, pero esto me parece secundario. Porque aprender a desviar la expectativa no es una tarea que incumba sólo a los músicos, o a los escritores, o a los pintores, sino que forma parte de las cosas con que uno se levanta por las mañanas; vivir consiste también en saber qué espejos y qué expectativas dejaremos, o no, que nos construyan.

La novela tiene tres partes, aunque casi prefiero decir tres módulos que se articulan como en una nave lunar. Durante la primera parte Mario Sut se enfrenta con la expectativa biográfica, con el destino personal que alguien y algo parece habernos reservado. Me gusta mucho, por cierto, que a diferencia de las personas, quienes solemos pensar y decir algunas cosas y sin embargo luego, a menudo, hacemos otras, este libro, en cambio, hace lo que dice. Para contar la historia de un tipo de talento digamos esperable, acude a una novela corta casi esperable, casi complaciente, escrita en la clásica tradición de historias sobre artistas o sobre jugadores de ajedrez. Sin embargo, al final, la novela entra en una zona extraña de programas de televisión con magos y da la impresión de estar perdiéndose, aunque en realidad ocurre todo lo contrario: lo que la novela está haciendo es construir la puerta por donde salir. Donde lo esperable impondría un suicidio, o un incesto, o una súbita recuperación del talento por parte del violinista fracasado, la novela acude a una especie de vulgaridad radiante, que nos deslumbra y nos permite dejar a Mario Sut libre para emprender una nueva etapa. He hablado de programas de televisión pero debo advertir que son todo lo contrario de costumbristas. Como saben, el costumbrismo no describe, no construye, sino que nombra y encadena los nombres a la complicidad del estereotipo flotante en cada momento. Un autor costumbrista habría dado el nombre de un par de magos que salieron en su día en programas de televisión y poco más. Olmos hace que esos programas, simplemente, existan.

La segunda parte del libro me cae muy bien. Después del de dónde viene Mario Sut de la primera, la segunda cuenta con quién está. Alguien decía que el verdadero talento empezaba por dejar de ser brillante para ser inteligente, pero que algo mejor que ser inteligente es ser entre la gente; la última etapa consistiría en ser humilde. Bien, ésta es la parte de entre la gente, y otra vez la novela hace lo que dice, esto es, no cuenta mediante un narrador que Mario está entre la gente sino que coloca a Mario ahí, entre las voces de las personas que le rodean. Voces que muestran tanto lo que nos hace distintos como lo que nos hace iguales. En esta segunda parte vemos en qué se parecen y en qué no, por ejemplo, una telefonista de telemarketing, un niño pijo, un camarero de la facultad.

Alguna vez esos autores que se ponen estupendos cuando hablan de sus novelas han asegurado que escribieron cuatrocientas páginas sólo para dar cabida a una imagen o a una cita determinadas. Creo que exageran; sin embargo, llevando su método a una escala menor, les diré que si hiciera falta -y no hace falta- justificar este friso de voces, bastaría con la presencia del personaje llamado Martín. Sólo para oír algunas palabras de Martín, pero oírlas de verdad, habría valido la pena esta segunda parte. Cuando digo oírlas de verdad me refiero a que las novelas no son la mera suma de sus frases; por el contrario, sus frases emiten más luz cuando se recuerda qué personaje las dice y, siquiera borrosamente, por qué. El talento de los demás es un libro y es también, esto no pasa mucho, una novela. Si leemos una frase aislada de Martín podrá parecernos punzante, demoledora, o cualquier otra cosa. Pero sólo cuando se ha leído en su boca adquiere su fuerza y su sentido. Aunque ya les decía que no hace falta justificar esta parte ni con Martín, ni con nadie. Los personajes que hay en ella la justifican de sobra, la sostienen, nos sostienen, causan, veces al mismo tiempo, ternura e irritación.

No sé cómo se lleva Alberto Olmos con la política. “Sobre política no voy a escribir nunca”, ha dicho, aunque es posible que en realidad estuviera diciendo todo lo contrario. De cualquier modo, cuando se publica un libro se ha de estar dispuesto a oír toda suerte de calificativos; a mí, por ejemplo, su novela me parece roja. Lo sería ya sólo por tratarse de una de las pocas novelas españolas cuyos personajes no son traductores, ni tienen condiciones laborales privilegiadas, ni ingresos o bienes inmuebles carentes de toda justificación, caídos del cielo.

No quiero olvidarme de decirles que estamos hablando de una novela muy bien escrita, cervantina, contemporánea, que tiene fuerza y hasta sus gotas de ambigüedad: el discurso literario dominante debería felicitarse por ella. Lo afirmo sin ironía; si bien las gotas de ambigüedad son lo que menos me interesa, creo que esta novela va mucho más allá de lo bien visto hoy, sólo que también demuestra que, si se pone, sabe pintar un caballo, por si alguien lo dudara. En cuanto a lo de cervantina, con ello me refiero a dos cosas: una cierta confianza en el decir, no una confianza ingenua sino, cómo diríamos, una confianza a pesar de todo y, en segundo lugar, una impugnación del narrador convencional que no es gratuita sino que asume que el público está dentro de la narración: ni la miseria moral ni la heroicidad ni la tristeza narradas son sólo un espectáculo para que el público mire, sino que son también aquello con que el público mira, sus ojos, sus deseos. Hay en El talento de los demás pasión por el idioma, esa necesidad de morder las palabras hasta que aflore la sangre bajo su piel. Hay inteligencia narrativa para el conjunto y pulso para cada página; las maneras con que Olmos hace, por ejemplo, salir de la nada cierto callejón con bicicletas provocan la envidia de cualquier escritor que se precie. Todo esto es importante, sí, pero no es lo más importante. El talento no está separado del fin, de lo que busca, y como bien cuenta la novela, en el talento el fin exige conocer el contra quién, el adversario. De eso trata la tercera parte que es a su vez un alarde, una especie de competición del narrador, y acaso del autor, consigo mismo.

Imaginen el típico combate de boxeo con tongo. Un boxeador acepta dinero para perder, y pierde. Pero el boxeador que juega con ventaja, el que gana porque tiene el combate comprado, no se conforma con ganar de un modo discreto. Vamos, que encima pretende tener pegada, saber bailar en la pista, etcétera. ¿Qué asco, no? Bien, la literatura, como la política, produce a veces esa sensación. Ademanes gratuitos, aspavientos innecesarios, recitales inútiles. Cursilería, en fin. La novela de Alberto Olmos no es cursi en absoluto, pero ayuda a detectar la cursilería ahí donde menos se la ve. Dime contra quién juegas y te diré como juegas. Dime contra quién escribes y te diré si no estarías mejor pintando lazos y caracolas.

En esta parte el talento deja de ser algo exclusivamente relacionado con “lo artístico” y se convierte en talento para lo que sea, para nadar hasta quedarte ciega por el cloro o para inventar preguntas con ingenio. A lo mejor esos tipos con ese talento preferirían hacer otra cosa, pero el gran escaparate donde elegir no es suyo ni son ellos quienes ponen los precios sino la clase dominante.

Calma, la novela no dice clase dominante. Aunque, pongamos, lo insinúa. Dice que cuando hay poco aire el talento sirve para ampliar la ración que a uno le han dejado. ¿Si no hubiera presión, si hubiera aire para todo el mundo? Entonces a lo mejor tener talento era indiferente, o a lo mejor no había que hacer nada especial para tenerlo. La novela no se mete ahí. Se mete aquí y cuenta que si la humildad hace falta, si hay que reconocer el talento de los otros, no es para ser bueno, bonito y barato, sino para dejarles respirar. ¿Dice entonces la novela que los privilegiados –los ladrones- no pueden tener talento? No, no lo dice. Pero lo que sí dice que es que el talento transparenta siempre a su rival.

Las novelas que lo son, las que no sólo cuentan la peripecia de su protagonista sino también algo más amplio, algo que es mayor que la suma de sus partes, esas novelas no necesitan textos de presentación. A veces lo que ocurre es lo contrario; a veces, después de haber leído, dan unas ganas ubérrimas de decir: ¿saben? he encontrado una novela que, en lugar de inclinarse ante quienes hicieron la lista del talento, les planta cara; desafía a los que, abusando de un poder ilegítimo, primero estipularon por qué motivos valía la pena escribir o tocar la armónica o hacer pintadas o llorar de rabia en la oscuridad, y después utilizaron esa lista para expulsar y admitir. He leído una novela que ha desviado la expectativa. He leído una novela que, al fin, se atreve a pelear no contra un tipo con las manos atadas, sino contra quien ató esas manos para que el escritor tuviera que estarle agradecido. Que ustedes la disfruten.

Muchas gracias por su atención.


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martes, 16 de octubre de 2007

Come as you are, as you were, as I want you to be, as a friend, as a friend, as an old enemy

Los lectores del Blog estáis invitados
a la presentación de

El talento de los demás

presentación a cargo de
BELÉN GOPEGUI

24 de octubre a las 19.30
HOTEL KAFKA (Madrid)
C/ Hortaleza, 104

Os espero...

jueves, 11 de octubre de 2007

Aplausos

El bandido doblemente armado es un pub ubicado en el número 3 de la calle Apodaca, en Madrid. Como pub, sirve copas; como bandido o doble o, quizá, sujeto armado y peligroso, también vende libros. Los libros están en un escaparate y también sobre una larga mesa; y también en las numerosas estanterías que cubren las paredes del fondo.

Nada más entrar, está la barra, a la derecha. La atienden dos camareras con el pelo cortito. Los taburetes tienen un tacto de teclado nuevo: plástico negro y rugoso, suave, delincuente. Hay algunas mesas, en las mesas algunos clientes, en una balda estrecha decenas de folletos y el casco de una moto.

Empiezo a fumar. Marta saca la cámara y me hace fotos fumando. Pido un vino y una cerveza. El vino está muy bueno. Pido dos vinos y la camarera retira el vaso de Marta, sin apurar. El vino, muy bueno.

El dueño del pub es un tipo alto y simpático. Me saluda.

-¿Nervioso?

-Necesariamente –yo.

-No te preocupes.

Marta saca fotos de mis nervios, que están reverdecidos como las ramas de esos árboles que van creciendo en la esperanza de que, ya talluditos, alguien decida ahorcarse de ellas.

La jefe de prensa de la editorial se me acerca.

-¡Hola!

La saludo; se saludan ella y Marta, hablamos de todas esas veces precedentes en las que nos hemos saludado y es que la vida con los otros es todo saludarse y dejar de saludarse, hasta que un día ya no te apetece saludar a alguien y te das cuenta de que todo lo que tienes que decir a alguien es “hola”, la única palabra que nos negamos a nosotros mismos. En los días tristes yo me digo adiós.

No hay mucha gente, y de la gente que hay poca sabrá que hoy aquí leo mi libro y que otro escritor lee también su libro entre copas y novelas a la venta y siendo martes en todos los capítulos y cuentos y pasajes y palabras: martes es otra palabra que ya se sabe de sobra.

Marta le hace una foto a mis conclusiones.

-El miedo es el entorno –mis conclusiones-. En realidad nadie espera nada de mi lectura; nadie va a llegar al orgasmo con mi lectura –mis conclusiones-. Pero el esfuerzo que me supone estar aquí, en público, con mi voz y mi ropa y mi mano que tiembla, me hace entender que sólo ese orgasmo en los otros sería la reacción exacta que merece la torsión de mi voluntad, que lo único que quiere es que lea otro –mis conclusiones- y yo me ría de él.

-Ya –el dueño del pub, Diego.

-Jo –yo.

El punto de lectura es un mueble de madera con un micrófono encima. Al lado hay un tabutere con tacto de tecla.

-Empiezas tú, A.

-Casi mejor.

-Empiezan siempre los autores españoles.

-No me traje la bandera.

-Yo te presento, digo algunas tonterías y, sin más, a lo tuyo.

-Genial.

Me siento en una silla, junto a otros autores que leerán después de mí porque en su pasaporte dice que no son españoles, sino espontáneos de una patria. Diego me presenta.

-Buenas noches, amigos –miro y cuento y amigos hay unos veinte-, hoy está con nosotros...

Yo. Que si he ganado no sé cuántos premios y publicado no sé cuántos libros. Que si leeré del último algunos pasajes. Que si dale, man.

-Hola, buenas noches a todos –inicio-. Gracias por venir -¡menos mal que me acordé de decirlo!- Voy a leer algunos fragmentos de la segunda parte de mi novela, que está compuesta... que... bueno, son monólogos y eso... –trago saliva-. Se trata de unos personajes de mi edad que trabajan casi todos en trabajos... En labores, digamos, marginales... Como telefonistas y eso. Bueno. Que voy a leer tres o cuatro extractos y... Empiezo.

Leo las páginas 151-152. “Decidí dejar de ver a Carlos...” Me oigo desde fuera y desde dentro, como es habitual, pero desde fuera mucho más por el micrófono y los altavoces. Me trastabillo en los polisílabos, que son casi todos porque escribo todo lo pedante que puedo; casi me caigo en la coma; me acelero y luego me lo tomo con calma y llego al punto final y alzo la vista y nadie mueve un músculo.

-Bueno –continúo; me gustaría llorar pero la cosa es que continúo-, ahora os voy a leer una especie de manifiesto... marxista... –con dos cojones: ¡marxista!- que escribe uno de los personajes. En él se expresa la idea de que las personas que quieren hacer algo artístico con su vida son marginadas laboralmente... Algo así. Se titula: “Decidme si esto es un castigo” –miro a Marta, que me hace otra foto.

Leo las páginas 157-159. Hay muchos más polisílabos que antes (“almibarados”, “potentados”, “inverosimilitud”, “pantagruélicos”) y el texto entero es en cursiva. Sin embargo, me da todo igual y leo sabiendo que ese texto dice algo, que es una alocución limpia, honesta, razonada.
“...y que en casa no le espera actividad terrorista alguna como pintar un cuadro, escribir un poema o hacer hablar una guitarra...”

Termino la lectura. Alzo la vista. Rompen los aplausos.

Vagabundea mi vista por el auditorio: aplauden.

Miro a Marta. Ha dejado la cámara sobre su regazo. Aplaude.

-Gracias –digo-, muchas gracias.

Respiro hondo. Mientras los aplausos se extinguen, busco en el libro la siguiente página con una esquinita doblada.

martes, 2 de octubre de 2007

Bolsas

En el Día de la calle Infantas un señor te abre la puerta cuando entras y también cuando sales. Es un mendigo. Con una mano tira del picaporte y con la otra tira de tu caridad. La puerta la abre siempre con éxito; la caridad se le resiste.

En el Día de la calle Infantas hay sólo dos cajeras y una cola muy larga. Llega hasta los yogures. La forman los ciudadanos del barrio de Chueca, muchos de ellos con prisa por pagar y el elástico de la bragas a la vista, el móvil en una oreja y en brazos poca compra para tanta espera. Yo he comprado muchas cosas porque no quiero un tiempo de supermercado sino un tiempo que no le dé dinero a nadie.

Está difícil pasar el tiempo sin hacer ricos a los demás. Salvo para el mendigo, me paso las horas, o tengo esa impresión, haciendo caja para otros. El mismo alquiler me ha vuelto ya consumidor irredento: puedo decir que no hay un solo segundo de mi vida en el que no esté gastando dinero. Sólo hay una cosa que iguale en constancia al gasto: la propia vida; y es triste pensar que el gasto habrá de sobrevivirme, al menos hasta final de mes.

He comprado naranjas. Y muchas más cosas. Pero las naranjas es lo único que compro con entusiasmo. Son pequeñitas, vienen en bolsas de red y me encanta sacarlas de la red rompiendo con las yemas de los dedos esa malla debilucha. Hago zumo con ellas. Con dos tengo para un vasito. Las corto por la mitad y las vacío contra un exprimidor Ufesa, que me hace temblar la mano como un asesino de niñas. Luego me bebo el zumo sin pestañear, casi de un trago, porque en realidad del zumo sólo me gusta la zeta.

La cola sigue avanzando. La chica que tengo delante, la de las bragas sobresalientes, ha recordado varios olvidos en los últimos metros. Me pide que le guarde el sitio y se va a buscar algo. Vuelve. Repite la operación varias veces. Cada vez que regresa, reviso su compra. No ha comprado más, ha comprado distinto; ha cambiado carne de pollo por carne picada, o al revés; es una compradora ociosa, no como yo, que soy un comprador absolutamente profesional, es decir, que no disfruta.

Llegamos a la bifurcación. Una parte de la cola se dirige a la caja de la derecha y la otra a la caja de enfrente. Las dos están atendidas por latinoamericanas bajitas, oscuras y feas. Trabajan a toda prisa. Venden las bolsas y pesan las frutas; dan el cambio y el tíckett lo echan a volar. Algunos clientes adictos al tíckett de sus compras son capaces de coger el papel al vuelo, y luego hacer como que suman, para asentir finalmente con la cabeza.

Yo he puesto mis naranjas sobre la cinta, y luego lo demás. He dejado la cesta roja sobre un montón de cestas rojas y he pedido dos bolsas. La cajera pasa los productos por el lector y yo los voy metiendo en las bolsas, sopesando cuando habré de empezar con la segunda. Luego me canta lo que le debo y yo le pago como quien desenfunda un Colt: llevo el billete en la mano.
Me da el cambio.

Agarro las bolsas y me dirijo hacia la puerta. A través de los cristales sucios y llenos de pegatinas, veo asomar la nariz del mendigo. La puerta empieza a abrirse. Salgo por ella.

-¿Una ayuda por favor?

Sigo por la calle Infantas hasta la plaza Vázquez de Mella. Me pesan las bolsas y hago una parada para cambiármelas de mano.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Sonido

1.

He llamado al telefonillo de la puerta y la voz era femenina.

-¿Ya? –la voz.

-Sí.

Oigo la puerta cerrarse detrás de mí. El vestíbulo tiene el techo muy alto y un portero metido en un cuartucho diminuto, allá al fondo. El portero está leyendo un libro.

-Hola –saludo.

-Buenas tardes –responde.

Subo al ascensor. Es uno de esos elevadores antiguos, con varias puertas de reja en cada piso. No tiene memoria y si aprietas el cinco el ascensor sólo irá al cinco. La memoria es una particularidad de la tecnología digital; la tecnología mecánica, como las ruedas y los imperdibles, es muy tonta, no se acuerda de nada y te hace estar siempre encima de ella. Yo creo que por eso nos despierta tanta ternura. A todos nos caen bien los imperdibles y las ruedas, los sacapuntas, porque a veces uno también tiene el día tonto, y cansa mucho toparse a cada rato con cosas que son más listas que tú, y con tantos móviles.

El ascensor es lento, y la cadena que tira de él hacia arriba hace un ruidito que da mucha tensión al viaje. En la puerta del cubil han adherido unos mensajes. Leo uno y luego leo el otro y resulta ser el mismo mensaje, fotocopiado o impreso dos veces y pegado dos veces en la parte interna de la puerta del ascensor, una copia en cada batiente. POR FAVOR ASEGÚRENSE, DE QUE LA PUERTA DEL ASCENSOR, QUEDA CERRADA.

Espero que no lo haya escrito nadie de la editorial.

2.

Vengo mucho por aquí. Doy besos. Cuando gente de oficina te da besos no puedes considerarte un empleado. Aquí han publicado dos libros míos, hay contratos y un par de firmas en los bajos del folio; pero yo no soy un empleado. No soy capaz de interpretar la distancia laboral de este asunto. Cuando me rechacen un libro me habrán despedido. Pero si me aceptan otro, el siguiente, volverá el contrato y esas firmas en todas las páginas, abajo del folio. No sé quién depende de quién; Marx no me encaja en esta relación contractual; en realidad no he leído a Marx, así que no es extraño que no sepa ubicar los medios de producción en su lugar correcto. Yo produzco la novela; ellos producen el libro. No sé. Le preguntaré a Belén Gopegui.

-Hola, A. ¿Preparado?

-Sí. Listo para decir gilipolleces.

-Genial.

La jefe de prensa me acompañará. Viste de verde. Está en su mesa dándole al teclado del ordenador. Enfrente de ella está Tlñ. Tlñ es una chica simpática, alta, fibrosa. Me gusta hablar con ella de chocolatinas. A los dos nos gusta el Twix.

-¿Qué tal, Tlñ?

-Muy bien.

-Hace mucho que no compartimos un kit kat.

Sonríe.

-¿Tenéis un chicle?

Hoy fumé mucho; me sabe mal la boca.

-Yo sí –Tlñ.

Se levanta y va hacia su bolso. Mientras busca el chicle en el fondo le miro los vaqueros. Son bonitos, le sientan bien.

-Toma.

Me tiende un paquete Orbit, Menta Peppermint.

-Joder, tía, tenemos los mismos gustos. Yo también compro estos.

Masco el chicle. Es una grajea rectangular, de esquinas redondeadas, que enseguida se convierte en un entretenimiento solvente.

-¿De qué marca son tus vaqueros? –pregunto.

Tlñ se acaba de sentar. Me echa una mirada cómplice.

-No te lo voy a decir... Luego piensas que soy...

-¿De TopShop?

-Sí –sonríe-, buena memoria.

Rkl siempre compra los vaqueros en TopShop porque no tiene que meterles el largo. Me lo dijo el día que descubrimos nuestra mutua pasión por el chocolate.

-Te quedan muy bien –recalco.

-Gracias.

Lo pequeño es la conversación que prefiero.



3.

La jefe de prensa es jefa de sí misma y un poco de mis horas de ocio. Me manda a sitios a los que no quiero ir y a los que finalmente voy porque promete acompañarme.

-¿Vienes conmigo? –pregunto siempre.

-No –contesta siempre.

Luego viene conmigo porque si no me da corte y miedo y un poco de asco. Las entrevistas.
Me gusta sacarle frases que me hacen sentir especial. Mi favorita es ésta:

-Eres el autor más pesado de todos.

Hoy toca radio. La radio no me gusta porque tengo la sensación de que la gente habla como si no supiera que la están escuchando, como esas personas que te saben cerca y aprovechan que tú crees que no te han visto para decir cosas feas de ti, y luego ponerse falsamente incómodas.
Ya son más de las siete y cuarto.

-¡No sé para qué cojones vengo en punto, joder!

-Voy a llamarles.

Vamos a un programa que se llama La ciudad invisible. Todo el mundo lo conoce menos yo. Me han ido poniendo nervioso poco a poco, sobre todo con el anuncio de que, al final de la entrevista, me preguntarán por mi ciudad invisible favorita.

-¿Cuál vas a decir? –Tlñ.

-No entiendo la pregunta... Ciudad invisible... Me da igual. Me pregunten lo que me pregunten voy a decir que la FNAC no tiene mi libro en las mesas de novedades. Luego, cuando me hagan otra pregunta, voy a decir que la puta FNAC no tiene mi puto libro en la mesa de novedades. Que así no hay manera, joder. Ni de ser escritor ni de tener ilusión ni de nada. Luego, cuando me pregunten que cuál es mi ciudad invisible, les voy a decir que es la FNAC, ardiendo.

-Eso le vendrá de maravilla a esta editorial.

4.

Esperamos al coche. Ha habido cierto problema de coordinación y vamos tardísimo y la jefe de prensa me confiesa que ella odia a los choferes, sin tilde. Llega el coche. Subimos, yo detrás, la jefa delante. Le digo hola al conductor y el conductor me contesta. Cuando la jefa da las buenas
tardes, el chófer es ya chofer y su respuesta átona resulta explosivamente fría.

No hablamos durante todo el trayecto.


5.

Radio Nacional de España está en Pozuelo, que es donde están todas esas empresas que se lo tienen muy creído, como Telemadrid y Talleres Gómez. La sede es espantosa, clínica, gris.

-Esto parece una facultad –digo.

Seguimos a una mujer por los pasillos. Me hace mucha gracia que hay gente en la tele y en la radio cuyo trabajo es guiar a los invitados por los pasillos. Quiero decir que hay cosas mejores que hacer con tu sentido de la orientación, como irte a explorar el África negra o abrir un tenderete de brújulas.

-Es aquí –dice la guía.

Miramos por una ventana y vemos la sala técnica del estudio, que no sé cómo se llama. Sala técnica. I dont know. Al otro lado de un cristal están los micrófonos y el cocedero de voces. Veo a una chica rubia revisando papeles, ahora están poniendo música, me indican que doble la esquina al fondo del pasillo, que allí me esperan.

Voy solo. Nada más volver la esquina veo a un tipo sentado sobre un inacabable mueble que recorre la pared. Tiene la ventana abierta, y la mano perdida al otro lado. Fuma.

-Hola –digo, y me fijo que el mueble alargado tiene rejillas por las que sale aire.

-Hombre, A., ya habéis llegado...

-Sí, hubo... sí, ya estamos aquí.

El presentador del programa apura su cigarrillo y se baja del mueble. Luce perilla, bigote, patillas boscosas. Es muy simpático.

Me dice que le ha encantado mi libro. Sé que no pueden decir otra cosa, pero mi vanidad es mucho más grande que mi inteligencia, y me lo creo a pies juntillas.

-Bueno, entremos.

Le sigo. Me presenta a su compañera de programa.

-¿Dónde me pongo?

Me indican mi asiento. Lo ocupo y empiezo a tocar el micrófono. Los micrófonos de las radios pesan un montón. Lo cojo en vilo y lo pongo enfrente de mí. No me gustaba tenerlo a la izquierda.

-Espera, espera –dice la presentadora del programa, y se me acerca, y no deja de mirar al técnico.

Coge mi micrófono y lo vuelve a poner en su sitio. Me siento muy tonto. Así que extraigo un vaso de plástico de un pequeño apilamiento de vasos de plástico y me sirvo agua de una botella de Bezoya, casi vacía. Bebo.

Los presentadores hablan entre ellos, revisan el guión, miran al técnico. Luego callan.

Me pongo a tocar los cascos que hay sobre la mesa. Sigo con la mano el cable de los cascos y cuando llego a la clavija me entran unas ganas enormes de sacarla de su sitio. Pienso que si la saco voy a desenchufar Radio Nacional de España, toda entera. Quiero decir que lo pienso realmente.

El silencio se prolonga. Miro por todas partes una cosa que diga on air o en el aire o algo. Me siento amordazado, lo cual es curioso porque en realidad no me apetece decir nada.

Levanto un dedo.

-Dime –la presentadora.

-Oye, ¿se puede hablar? Es que no veo ninguna luz ni nada...

Se ríe.

-Sí, claro. Mira –me señala un aparato sobre la mesa, con una luz verde y otra roja-. Esto nos lo indica.

-Ah.

Se puede hablar, pero yo no digo nada.



6.

Preguntas y respuestas. Me las sé todas porque soy un profesional. No de la escritura, sino de mí mismo.

7.

-¿Estás enfadada?

-No, no, ¿por qué? –la jefe de prensa.

-No sé, te veía seria. Sobre todo cuando dije que los escritores que afirman no ir a los saraos literarios en realidad no van porque no les invitan.

-Yo esperaba que dijeras lo de la FNAC, que son unos hijos de la puta y todo eso.

-¡Se me olvidó! Mierda. ¿Sabes que me ha encantado?

-Sí, te noto pletórico...

-Estoy feliz.

Los presentadores aparecen en el pasillo. Él me pide que le firme el libro.

-Ponme algo brillante –me anima.

-¿Sabéis lo que dice Woody Allen? –en realidad la cita me la estoy inventando-, que todo el mundo espera siempre de él que sea supergracioso, y que parece que le van matar si no suelta un chiste cada cinco minutos. Pues esto es igual. No puedo escribir así al momento y sin más ni más una dedicatoria que mole. No puedo. Cuando tenía 23 años, sí; escribía cosas geniales como si nada, joder. Pero ahora no voy tan sobrado.

Escribo una completa memez. Le doy el libro y nos despedimos.

8.

La guía para salir es distinta de la guía que nos introdujo en Radio Nacional de España. Más joven, no española, interesante. La jefa de prensa me deja a solas con ella. Ha ido al baño.

La miro. Estoy animado.

-Perdona, ¿tú eres venezolana?

-No, boliviana.

-Ah. Conozco pocos bolivianos. En España, digo. En otro momento de mi vida sí conocí bastantes.

-Pues hay muchos en España, no creas.

-¿Trabajas aquí?

-No, no, bueno, estoy de becaria.

-¿Qué estudias?

Me dice lo que estudia.

-Ah.

-Pronto me vuelvo a mi país. Ya terminé aquí.

-¿Dónde vives?

La boliviana mira hacia la puerta.

-Perdona, voy a pedir el coche.

-Genial.

Se aleja. Me quedo dando vueltas sobre mí mismo.

Vuelve la jefa de prensa. Mientras se me acerca extiendo los brazos en señal de culpa y de reincidencia y de súplica de perdón.

-Le dije que si quería follar conmigo y se marchó. ¡Ya ves!

-¡Deja de joder, A.!

viernes, 21 de septiembre de 2007

Público

"No vamos a tener editoriales porque sólo tenía sentido en el siglo XIX cuando no había la libertad que hay ahora. Las opiniones las tienen las personas, no las personas jurídicas, pero sí tenemos línea editorial y columnistas como Javier Ortiz, Manuel Saco, el Gran Wyoming, Alberto Olmos y más. Casi ninguno es político".

Público

jueves, 13 de septiembre de 2007

Pamplona

Curso Literatura de Viajes
Un doble extrañamiento

Pamplona, 14 a 16 de septiembre de 2007



Programa del curso
En el taller «Literatura de viajes, un doble extrañamiento», Alberto Olmos propondrá algunas ideas sobre los libros escritos por viajeros. A partir de referencias y bibliografía clásica (de Herodoto a Bruce Chatwin) se analizarán las particularidades de escribir sobre lo visto en un viaje, con especial atención a los conceptos de «extraño conoce extraño», los prejuicios pre-viaje, la distancia que existe entre la literatura de viajes y las guías turísticas-exotismo, y los clichés culturales del viaje.
El taller se completa con actividades prácticas y participativas, y con una mirada crítica sobre los best sellers de viajes.
Este curso se dirige a todos los interesados por la mirada del viajero, por esa distancia entre el texto literario y la realidad que retrata, y por el conflicto cultural que surge de considerar que existe algo realmente exótico.


Viernes:

16 a 18 h

Presentación. Blaise Pascal-Xavier de Maistre-Bruce Chatwin.

Presentación de los alumnos.

¿Qué esperas de este curso?

Entrega del programa. Lectura del mismo.

Entrega de las lecturas.

Debate: ¿Qué es la literatura de Viajes? ¿Autores? ¿Obras de referencia?

Introducción al autor Lawrence Sterne.

Lectura del extracto de “Viaje sentimental”, de Lawrence Sterne.

1. Qué es un libro de viajes:
A. Guías de viajes. Baedeker.
B. Novelas de viajes. Lawrence Sterne. Xavier de Maistre.
C. Libros de historia, descubrimientos y testimonios. Herodoto.
D. Libros del viajero: su personalidad es el viaje. Viaje de autor. Bruce Chatwin.
E. El viaje periodístico.
Debatir la lista. Sumar títulos y autores. Especular sobre las diferencias entre uno y otro tipo de texto.




Sábado:

11 a 14 h

Repaso de la lista anterior. Historia de las guías de viaje.

Ejercicio: Escribir una guía de Pamplona. Un folio. Qué se puede visitar. Estilo “Guía de viajes”. ¿Características de estos textos?

Lectura de los textos.

¿Por qué son textos para guía de viaje y no textos literarios?


2. Expectativas del viaje

A. Viaje al pasado. Al origen. África.
B. Viaje al futuro. Asia.

Algunos autores y libros de testimonio histórico. Herodoto. Bernal Díaz del Castillo. La araucana.

Introducción al autor Xavier de Maistre.
Lectura del extracto de “Viaje alrededor de mi habitación”, de Xavier de Maistre.

y de 16 a 18 h

Práctica: Escribir viaje alrededor del aula.

Lecturas de los textos. El punto de vista.

3. El viaje periodístico. Oficinas de Turismo. Viaje organizado.

Lectura de extracto de “El corazón perdido de Asia”, de Colin Thubron.

Los best sellers de viajes. “El corazón de África”, de Javier Reverte.
¿Documentarse o no?

4. Teoría de las diferencias: soluciones distintas. ¿Existe lo éxótico?
Debate: el modelo estadounidense.



Domingo:

11 a 14 h


5. El viaje personal. Libros de viajero. Motivaciones y prejuicios:

-Blaise Pascal: “Toda la desgracia del hombre viene de una sola cosa: salir de su habitación.”
-Imágenes preconcebidas de los lugares a los que viajamos. Películas, cuadros, libros, boca a boca.
-”Aburrido como aquí”; de Baudelaire.
-”Los verdaderos viajeros son los que parten por partir”.
-La superioridad del viajero: los otros son bárbaros.
-”Uno es siempre el salvaje del otro”, Montaigne.
-Viajes a sitios que nos recuerdan el origen del mundo. Viaje al futuro. Tonga Tokio.
-Viajes para escapar. Rutina, clima.
-Viajar solo o acompañado.
-El viaje organizado.
-Ruta literarios: el Dublín de Joyce...

FICHA.
Dónde querrías viajar. Una ciudad o lugar donde no hayas estado.
Cómo te imaginas ese sitio.
Lista de referencias sobre ese destino. Personales (amigos, familia), sociales (televisión, periódicos), culturales (películas, libros, canciones...)
Lectura de las fichas. Comentarios.
Empezar a escribir...




BIBLIOGRAFÍA EMPLEADA

“El arte de viajar”, de Alain de Botton.
“La segunda mirada. Viajeros y bárbaros en la literatura”, de Jean Soublin.
“Escribir literatura de viajes”, de Morag Campbell.

BIBLIOGRAFÍA DE REFERENCIA

“Historias” de Heródoto.
“Historias”, de Tácito.
“Diario”, de Ibn Yubayr.
“Viajes de Colón”, de Cristóbal Colón.
“Naufragios”, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca.
“Los tres viajes alrededor del mundo”, de James Cook.
“Brasil”, de Montaigne.
“Unconvencional handbook of London”, de Charles Dickens.
“Viaje a Tahití”, L.A. de Bougainville.
“Cartas de España”, José Blanco White.

“A contra pelo”, de JK Huysmans”. (Viaje a Londres que al final no va.)
“Invitación al viaje”, de Charles Baudelaire.
“Viaje alrededor de mi habitación”, de Xavier de Maistre

“Del Orinoco al Amazonas”, de A. von Humboldt.

“Novelas del Oeste”, de Fenimore Cooper.
“Carmen”, de Prosper Merimée.
“El paseo”, de Robert Walser

“Nubia”, de JL Burchhardt
“El corazón perdido de Asia” de Colin Thubron.
“Diario del viaje a América”, Iñigo Abad y Lasierra.
“Tierra de murmullos (Argetina)”, de Gerald Durrell.
“La conquista del Polo Norte”, de Fergus Fleming.
“A través de Oriente”, de Ibn Yubayr.

“Los trazos de la canción”, de Bruce Chatwin.
“Al sur de Granada”, de Gerald Brenan.
“Cartas de viaje”, de Sigmun Freud.
“América día a día”, de Simone de Beauvoir.
“Cuadernos de viaje”, de Edith Wharton.
“Viaje a la Alcarria”, de Camilo José Cela
“La casa de una escritora en Gales”, de Jan Morris.


Otros autores: Evelyn Waugh, Peter Fleming, Jonathan Raban. Eric Newby. Manuel Leguineche. Luis Pancorbo.

Paraguay

En el cartel de la puerta dice que cierran a las siete y media y son las siete y veinte, aunque mi reloj, que es mi móvil, va adelantado 13 minutos y eso me hace sentir como en un eterno examen de matemáticas. Resto trece y suspendemos todos.

La copistería tiene un mostrador a dos metros de la entrada. Detrás, las máquinas fotocopiadoras, por fortuna mudas, jadeantes. Da mucho miedo cuando todas las fotocopiadoras funcionan a la vez, multiplicando por cientos contratos y poemas y tesis doctorales, con una indiscriminación y un desprecio desgarradores, sin importarles el sudor o el pavor que mancha con la tinta esos papeles, sin atender a la emoción que mecanizan por un precio proteico, viral. El joven dependiente se me acerca. No me saluda.

-Hola –digo, y saco unos folios de mi cartera.

Tengo un lío de la hostia. No sé qué fotocopiar ni cuántas veces. Me quedan veinte euros nada más. Hojeo mis cosas.

-¿Cuánto cuesta cada copia? –pregunto, para ganar tiempo.

-Hombre, pues depende de las que hagas...

Sigo hojeando; hago cálculos.

-Bueno... No sé...

-A ver, ¿cuántas copias quieres?

Alzo la vista. El joven tiene gafas, está algo gordo. Su mirada salta de mis ojos a mis papeles.

-Toma –digo-, doce copias de esto.

Le paso cinco folios. El joven se aleja, mete mi Curso de literatura de viajes: Un doble extrañamiento en una máquina y le crea doce clones. Mientras se produce el parto, hojeo fotocopias de libros: Viaje sentimental, Viaje alrededor de mi habitación, El corazón perdido de Asia... Un lío.

Vuelve.

-Este es el original y estas las copias. ¿Algo más?

-Sí –contesto-, a ver que miro...

Manoseo capítulos durante varios minutos. El joven no se aparta del mostrador. Tiene el ombligo subido en él.

-Pues.. hazme también doce de esto, por favor.

Lo toma y se aleja y lo pone en la máquina. Le sigo con la vista y, cuando se da la vuelta, nuestros ojos se encuentran. Me atrevo. Hoy tengo el día que me atrevo.

-¿Estás enfadado?

-... –el joven.

-Es que te noté... irónico... ¿Estás cansado?

-Sí, estoy con la selectividad... Y acabo de volver de unas supuestas vacaciones...

Su acento me llama la atención.

-¿Eres de Perú o algo así?

-No.

-Ah, me parecía. ¿Eres español, entonces?

-Del Perú “o algo así”...

-No sé. Perdona.

Al fondo se oye el runrún de la fotocopiadora.

-Soy de Paraguay. Muy lejos de Perú. No tiene nada que ver con Perú.

-Ah, ya. Perú está... lejos de Paraguay.

-Sí, no soy de Perú.

-Yo conocí a muchos paraguayos en... un momento de mi vida.

-... –incrédulo.

-Ah –he mirado un momento al fondo del establecimiento y lo he visto de casualidad-, je, je, ya veo que tienes el mate allí.

-Sí... –sonríe.

-Los paraguayos que conocí estaban todo el día bebiendo mate, con la bombilla esa, mate frío. También tocaban el harpa. Hablaban guaraní entre ellos y odiaban al doctor Stroessner.

-Veo que sabes algunas cosas de Paraguay.

-... –el listillo.

Sigo:

-Me gustó que uno de mis amigos paraguayos dijo que tu país era el único país mediterráneo de Sudamérica. Yo pensé, qué coño mediterráneo... mediterráneo es Italia...

-Mediterráneo quiere decir que está rodeado de tierra...

-Sí, sin salida al mar. Pero entonces me sonó... gracioso. Paraguay es un pais mediterráneo. Yo qué sé.

El joven vuelve a la máquina. Saca mis copias. Vuelve con ellas.

-Aquí tienes.

Luego se pone con la calculadora. Dice algo en voz alta.

-¿Perdona?

-Nada, te voy a cobrar un precio más barato.

-Ah.

Se me acerca.

-Siete con ochenta.

Saco la billetera. Tengo el billete de veinte, pero también uno de cinco. Miro las monedas en los bolsillos. Dos euros y diez céntimos. Le doy el billete de veinte.

El joven acude a la caja registradora. Oigo el racarraca de la caja registradora.

-Oye, ¿no tienes ochenta?

-No, no, lo siento.

El joven baja la vista. La alza de nuevo.

-Pero he visto que tenías un billete de cinco.

Me acerco.

-Sí –pongo el billete de cinco euros sobre el mostrador, también las monedas-, no me llega.

El joven me devuelve el billete de veinte euros y toma el de cinco, y los dos euros con diez.
-Es igual –dice-, estamos cerrando caja.

En ese momento, de la trastienda, sale una señora. El joven finaliza su operación y va hacia ella. Yo estoy demorándome en meter las copias en la cartera. Dentro llevo un ejemplar de mi libro. Me estorba y lo saco.

-Qué bien huele –oigo que le dice el joven a la señora.

-¿A qué huele? –pregunta la señora.

-Usted –dice el joven-, que huele usted muy bien.

Se separan. He metido las copias en la cartera y me he quedado mirando al joven, que está bastante lejos, junto a una mesa.

-Perdona –le convoco.

-Sí.

-¿Tú lees?

-...

Otra pregunta errónea, ruda.

-Libros, quiero decir. ¿Lees novelas?

-Claro.

-Entonces, ¿te consideras un lector habitual?

-Sí, sí.

-Pues toma –saco mi novela-, te doy esto.

El joven se me acerca.

-¿Qué es?

-Una novela. Mía. Espero que te guste.

La coge. La hojea un poco.

-Gracias. Muchas gracias.

-De nada. Hasta luego.

Salgo de la tienda. Camino hacia el Metro. Voy pensando en el chico de la tienda. Ironizo: no me extraña que Paraguay esté siempre al borde del abismo, con esa forma de entender los negocios...

Entonces empiezo a sentirme mal. No debería haberle dado mi novela. Ha sido un error. Ha sido prepotente.

Esta estación del Metro de Madrid se llama Rubén Darío.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Un mail (III)

Así que el talento de los demas eh.....y a 20 euros la pieza ( bueno
pensando que me cuesta la sauna 14 o que por una triste ronda de cubatas te
cobran eso y mas) lo apuntaremos como objetivo para este otoño.Al final seras mi
escritor de referencia ( lo cual no es muxo teniendo en cuenta lo que leo....) y
ya habré leido mas de ti que de Marx o de UmbralPor cierto el Manifiesto
comunista es un libro precioso de apenas 100 pags y que desnuda con precision
pasmosa lo que es el turbokapitalismo actual ( delque yo vivo y alimento) con
150 años de antelacion¿ No te lo hicieron leer los curillas , o es que Mein
Kampf era menos peligroso....????Ahora en serioQuizas me regalen unas entradas
para la fiesta del PCE que es el 21,22 y 23 si te aptece ir por alli algun
dia.Mi primo tiene mas cachet y se va a la del PCF ( que es el partido comunista
de francia) y donde van a tocar tu adorado manu chao, Iggy Pop o serge
gaisborough ni punto de comparacion en cachet jejePor cierto este supermensaje
es porque hoy es la festa nacional de Cataluña, esta gente es tan patetika como
los serbios o nosotros mismos los castellanos ( huy se me olvidaba que tu no te
consideras na de na) y celebran derrotas.Ademas de celebrarlas se dedican
selectivamente a olvidar parcialmente la historia.....y se quedan con lo que mas
les interesa para aliemntar su victimismo de gatos gordos.Y pa finalizar una
cita de your beloved Umbral " El PCE era como los gatos,sólo le brilaban los
ojos en los períodos oscuros...."

martes, 11 de septiembre de 2007

Belén de Chueca

Mi vecina pisa azulejos de colores y lleva un niño en brazos. Su buzón dice que se llama Vanesa. También dice el buzón que vive con Javier. Como no dice Javiercito uno puede pensar que es su novio, su marido: uno que a veces tiene un mal día. Pero Javiercito nunca tiene un mal día y del banco no le escriben. Lo que quiero decir es que Vanesa vive bien acompañada.

La veo desde la terraza. Su cocina es aburrida. Moderna, pero aburrida. Las cocinas por lo general son estancias tediosas, muy útiles eso sí, pero donde nadie entra a hacer otra cosa que lo que mandan los electrodomésticos y la comida en el frigorífico. Si hay carne, se cocina carne; pero si no hay carne la libertad se resiente. Yo en la otra casa no tenía aguacates ni exprimidor de naranjas: ahora que los tengo me doy cuenta de que antes vivía reo de microondas, en una cadena perpetua de frituras. Todo lo que me han dejado los antiguos inquilinos ha abierto el arco de mis libertades. Un rayador de queso, por ejemplo. Papel de cocina, por ejemplo. Pimienta. La Constitución es un Libro de recetas.

Vanesa no sé qué cocina. A su hijo muchas veces parece que lo va a echar al fuego. No lo suelta. Tiene un par de años. Cocinan juntos la cena y Vanesa le habla. Luego salen de la cocina y la luz se apaga y sus secretos tendrán.

Está muy sola, Vanesa. Cuando una mujer lava los platos sola, es que realmente la soledad se agarró fuerte y es difícil de sacar. Lavar platos, aunque sean sólo dos y el niño espere ahí al lado viendo el telediario de Iñaki Gabilondo, procura mucha angustia. Yo lo sé. La cabeza gacha, sobre el fregadero, y las manos emporcadas de Mistol; rasca que te rasca la grasa; tenedores y cuchillos, siempre al final; aclarar la espuma y pasar la bayeta por la boca del fregadero: todo impecable, pero mañana hay que volver a hacerlo. Volver a agachar la cabeza y pensar. Lo malo de lavar platos es que uno piensa mucho. Piensa sobre un sumidero cenagoso de verduras y trocitos de carne. Luego retiras con la punta de los dedos ese empozamiento. Siempre hay un suspiro al acabar. Mañana, pescado.

Vanesa vive puerta con puerta con unos gays. Tienen el mismo sexo y el mismo nombre, pongamos que Luis. Los Luises. Los Luises son muy igualitos en todo, y se han trabajado los músculos en la misma dirección, de modo que no sé si he visto a los dos o sólo a uno, varias veces. Vanesa habla mucho con ellos. A veces llama a su puerta para decir, eh, sólo quería que supierais que ya estoy aquí. Y los Luises saben que está aquí y le dan conversación de descansillo. Las conversaciones de descansillo, al contrario de lo que dictaminó un científico ahora en decadencia, no caen escalones abajo, sino que suben. Hasta el cielo.

Vanesa pregunta: ¿A qué temperatura tienes el frigorífico? Un Luis responde que a 5 grados. Vanesa pregunta: ¿A qué temperatura tienes el congelador? A menos 16 grados. Conversación de descansillo.

Es jueves. Me he puesto unos vaqueros de Springfield y una camiseta, también de Springfield. He salido de casa. Al bajar los primeros escalones, les oigo. Acaban de empezar una nueva charla de rellano.

-Hoy está malito.

Tras el recodo, me los encuentro. Vanesa está a la izquierda, con Javiercito en brazos. La puerta de su casa está todavía cerrada. A la derecha, un Luis, en calzoncillos. Está completamente depilado y es muy musculoso. Se apoya garbosamente en el marco de su puerta, entreabierta. Durante un segundo, congelo la estampa. La luz del descansillo, amarillo estrella, los atrapa en su caída como la tela de araña de una catedral. Me acuerdo de esos belenes donde siempre falta Dios.

Dejan de hablar.

-Hola –saludan.

-Hola –contesto.

Los dos me miran de arriba abajo.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Lucía Etxebarría

Mi televisión no sintoniza Antena 3. En la primera hay una película y en la 2 hay una película y en Telemadrid hay una película y en la Sexta hay una película y en Localia hay un película y en los pequeños canales emiten películas pequeñas de actores muy conocidos que cuando rodaron esas películas pequeñas no eran nada conocidos.

En Cuatro hay una película.

Sigo sin sintonizar Antena 3. Me intriga qué pueden estar emitiendo. Le doy algunos golpes a la televisión pero sólo consigo barajar rayas grises, rearmar el caos. Si tuviera un periódico, si tuviera internet, saldría de dudas: en Antena 3 emiten una película. Pero como no tengo periódico ni internet, el tercer canal es el único canal que me entiende. No me da entretenimiento, me da que pensar.

¿Qué coño están poniendo en Antena 3? Y, sobre todo, ¿cómo se llama el director de esa película?

Apago la tele.

Abro un libro. Leo veinte páginas y luego me asomo programáticamente por todas las ventanas de la casa para ver las ventanas de las casas vecinas, casi siempre cerradas o demasiado pequeñas para que quepan grandes coitos o abiertas e iluminadas a cocinas anodinas donde lo más interesante que puede suceder es que a alguien se le vaya la mano con la sal.

Leo otras veinte páginas. Recibo un sms.

“¿Algún vecino que pueda darme alcohol? Me dejó colgada este pavo. Primo, ¿bajas? Muy borracha.”

Estoy en pantalón corto, uno de hacer deporte, negro, y descalzo y sin camiseta. Contesto que bajo. Me pongo los vaqueros sobre el pantalón corto, localizo las llaves de la casa, me enfundo una camiseta blanca bastante sobada que dice Nasty y Born to be number on en el pecho. Meto los pies en los zapatos y salgo sin atarme los cordones. Voy al rescate.

En la calle hay muchos hombres solos y algunas parejas de masculinidad doble. De un local llamado The Paso entran y salen música y muertos, la danza de la noche. Doblo una esquina y me siento un blanco fácil para el camión de la basura y el asesino sin víctima. Doblo otra esquina y la calle es toda barbas y barrigas. Las barbas se besan y las barrigas llevan más tiempo que yo en el barrio: están cómodas y llevan dinero y si te fijas bien puedes ver sus zapatos de marca con los cordones bien atados. Yo tengo una llave para volver a casa y no tengo dinero y salí sin atarme los cordones porque no sabía que toda esta gente iba a estar ahí esperando mi caída de payaso. La calle está en obras y en mi camiseta dice Nasty.

Suena el móvil. Dónde estás. Calle Pelayo. Voy.

Veo a mi rubia al final de la calle. Alzo el móvil y nos encontramos sobre arena de obra y vallas de hierro y todo va muy deprisa a mi alrededor.

-Toy borracha.

-Yo estoy aterrado. Mira cómo salí. ¿Te vienes a mi casa?

-Vamos a La Fábrica.

-Jo. Salí sin dinero.

-Tengo veinte pavos.

-Mira: no me até los cordones. Qué sustos me das. Estoy incómodo.

-Estás muy guapo, vamos.

Marta se me echa al cuello y me lleva a La Fábrica de pan. Doblar esquinas es como abrir puertas. Ahora hay muchas chicas guapas y esos flequillos que llevan los que usan Parking de pago. La Fábrica de pan tiene portero y Marta le dice hola y yo voy a prometerle que nunca más volveré a entrar en su bar sin atarme los zapatos, pero él tiene cosas más importantes que considerar.

La Fábrica de pan está llena de gente. La gente que hornean aquí, que se hornea aquí, que, ummmm, se amasa aquí, tiene más de treinta años y una casa superbonita. La mujeres llevan el pelo largo, brillante, moreno o rubio pero siempre listo para desparramarse sobre el hombro cuando Iñigo las llame desde una mesa libre. Hay tipos con camisas impecablemente planchadas y el cutis color tabaco, en la muñeca un reloj de esfera máxima y algunas pulseras de colorines. Hablan mucho todos estos y la música casi no se oye. Yo creo que hablan de negocios y del dinero que les deben en algún país pintado de rojo en el mapamundi. Cuando la gente habla de su trabajo en un bar la música siempre se acompleja. Yo soy la música, anyway.

-Estoy enamorada de la camarera de aquí –Marta, la cara vuelta hacia mí, el cuerpo empotrado en la barra, sus rodillas en parada atlética –Es tan guapa...

-¿Cuála camarera?

-Esa, esa que está ...

-Ah, qué mona.

Las camareras siempre son monas.

-Es preciosa... Qué carita...

-Sí, sí...

Se me pasó la timidez y ahora escucho los halagos de Marta a la camarera con indisimulada pereza.

-Es...

-¡Que si, coño!

Marta ha pedido dos cervezas y nos vamos con las cervezas al fondo del local, donde hay una sala más amplia que la sala de barra y unos sillones y unas sillas y lamparitas y creo que una chimenea o algo. Hay chicas, chicos, un señor que parece Eduardo Punset por el pelo de felicidad que se mesa, y un tipo en bermudas.

-¿Qué pasó?

Marta quedó con un amigo y el amigo le vino tan borracho que le sacaba cuerpo y medio de ventaja, y el medio ya lo tenía casi encamado y a la botella de vino ya se estaba subiendo el embozo, distancia a casa elidida.

-Cabrón. Tú te crees. Venirme medio borracho. ¿Eso es una amigo, primo?

-No. Muy mal –bebo de mi cerveza, enciendo un cigarrillo-. Yo soy un amigo.

-Joooo, no, primo...

-No podemos ser pareja anymore, darling.

-Hagamos un trío. Tengo muchas ganas de hacer un trío...

-Ummmm, vale.

-Qué bien. Nos falta uno.

Alzamos nuestras barbillas como cazadores en Kenia. En este bar las tías están buenísimas.

-¡Esa! –propongo.

-¿Te gusta?

-Sí... Y ésa...

-¡Anda ya! Yo quiero a la camarera...

-Mira a tu izquierda.

A la izquierda de Marta hay una mujerona rubia, ajadita de tiempo y guapa en sus cuarenta. Sus tetas son enormes.

-Buenas tetas –telepática Marta.

-Y esa...

-Fuuuuu, primo, aquí no haber chicos monos...

-¿Quieres un chico o una chica?

-Un chico.

-Egoísta.

-¿Y tú qué quieres?

-Una chica.

-...

-Bueno, me da igual.

-Te va a dar igual...

-Creo que deberíamos empezar por la chica, no sea que te asustes de ver tantas pollas.

-Con la del otro sólo habría una polla y media en juego...

Me río.

-Puta.

Se acabaron las cervezas, el tabaco nunca se acaba, uno puede fumar todo el tiempo aunque sea de prestado, pero para beber siempre hay que echar cuentas.

-¿Tenemos para otra? –yo.

-Voy.

Vuelve con dos botellas marrones. Las pone sobre la mesa. Se sienta conmigo en el sillón. Me aplasta.

-Qué guapa es la camarera, en serio A, estoy enamorada.

-¿Nos follamos a Eduardo Punset?

-No. No hay chicos guapos. Anda, ve y dile a la camarera que se venga...

-Claro.

-No te atreves. No me atrevo. Fooo, primo, qué depresionante...

-Sí me atrevo. Fácil. Voy y le digo, oyes, te vienes un sec que te quiero decir una cosa... Mira, perdona, ¿cómo es tu nombre?, Laura, mira, Laura...

-No, no, Laura es nombre de frígida...

-¿Cristina?

-Cristina, genial.

-Cristina, mira, somos Marta y A., yo vivo ahí mismito, una buhardilla, justo al lado, me preguntaba, bueno, nos preguntábamos si te apetecía venirte con nosotros, a pasar un rato agradable y tomar algo, cuando acabes, claro, te esperamos. ¿Qué te parece?

-Díselo.

-Sí, si me dice que no, o pone cara rara, digo, ¡era una broma! Podemos probar así con, no
sé, quinientas personas.

-Venga.

-Mmm ¡no me atrevo!

-Mejor probamos con Eduardo Punset.

-Sí, por lo menos es famoso.

-Bah, es super feo el pavo... Me da igual si es famoso.

-A mí no. Ser famoso es muy atractivo...

-¡Qué dices! No tiene nada que ver...

-¿Cómo que no? Vamos a ver, siendo famoso follas más, porque mucha gente se te acerca.
-...

-Jo, Marta, no me digas que no. Lees un libro de alguien, te emociona el libro y enseguida te lo quieres tirar...

-Yo no. No tiene nada que ver.

-¿Cómo que no? Y sin que te guste el libro. Es puro branding. El nombre, el nombre, el nombre. Da morbillo...

-A ver, A., primo, ¿tú te follarías a Lucía Etxebarría?

-Claro.

-¿Claro? –Marta mira para los lados- ¿Y yo me he acostado contigo? ¡Qué asco! Un tipo que follaría con Lucía Etxebarría... Pero si es un horror... ¿No te acuerdas que la vimos, en el cine, con Almodóvar?

-A Almodóvar también me lo follaría.

-¿Estás loco?

-¿No harías un trío con Almodóvar?

-Ni de coña, chaval. Cero sexy.

-A ver, Marta, ES Almodóvar. Tiene derecho a hacerse un trío con todo el mundo.

-Yo no lo veo así. Mira el cantante de Radiohead, me emociona su música que me muero, me pone los pelos... Pero no me lo follaría.

-Mientes.

-¡Que no!

-¿No te follarías a Woody Allen?

-¡Anda ya! ¡Por favor!

-¡¡¡No!!! Pero si ES Woody Allen. ¿Cómo no te lo follarías?

-Es un viejo. No me transmite sexo por ningún lado...

-En serio, Marta, en este debate tan filosófico creo que estoy de parte de la mayoría y que tú eres la excepción. Todas las chicas que conozco, inteligentes y eso, se acostarían con Woody Allen encantadas de la vida.

-Bah.

Callamos. Bebemos. Fumamos. Lo que se conoce como: divertirse.

La clientela varía. Entra un tipo calvo.

-Ese tipo es sexy –yo.

-No.

-¡No nos vamos a poner de acuerdo nunca, joder!

-No. Tú y tu Lucía Etxebarría. Qué asco que me das...

-Jo. No es que esté loco por acostarme con ella, sólo te digo que, en un momento dado, de hecho, muy dado, sería un honor inmiscuirme en su intimidad y poder morirme pensando que me acosté con una escritora que ha cambiado el curso de la literatura en Mozambique. ¿Vale?

-Gilipollas.

Nos levantamos. Marta casi se cae y la tengo que agarrar para justificar ese adverbio en la locomotora de esta frase.

-Que te caes, prima.

Salimos de La fábrica de pan. Vamos abrazados por las calles de Chueca, donde ya se desagua la noche de un viernes más, cuando son las tres y cierran los bares y la gente parece como abandonada por la providencia. Hay una sensación, a esta hora legalmente inhabilitada para beber, de broma pesada, de fiesta a la que queríamos ir con muchas ganas pero que al final alguien canceló sin dar el telefonazo preceptivo, detallista.

Me paro en mitad de Augusto Figueroa.

-¿Qué haces? –dice Marta.

-Me voy a atar los cordones de los zapatos. Vuelvo a casa.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Un niño solo

En el buzón hay un sobre. Es uno de esos sobres acolchados, que sugieren fragilidad. Lo saco sin necesidad de abrir el buzón, porque la fragilidad que se me remite es una fragilidad abultada, lo suficiente como para quebrarse si se le impone la tortura de pasar entera por la estrecha boca del buzón, que durante toda la mañana estuvo amordazada por este envío pionero.

Ya en casa, abro el sobre. Dentro hay una postal y tres chupachups. La postal es antigua, un fotomontaje con Coca cola, un negro sentado en una silla y una mujer exuberante, rubia. Los chupachups son de Strawberry & Cream. Leo la postal mientras saboreo un chupachups.

“Mi querido y peligroso A:
No te escribo desde la arena, como estaba previsto, porque ya sabes que todo se me torció un poco. Quería escribirte, a pesar de todo una postal, un algo para que te sientas más en casa en tu nuevo barrio. Quería desearte suerte con el libro, con los cambios, la vida, blablabla. Ya sabes dónde pedir azúcar, si la necesitas. Te mando chupachups (son mejores que las pastillas). Besos y besos. M.”

Dejo la postal sobre una mesa. Me levanto. Recorro el salón con el chupachups en la boca. Las paredes son amarillas y hay marcos de cristal por todas partes, vacíos. Tenían figuras geométricas de colores, recortadas de cartulinas, pero las tiré. Ahora, tras el cristal del marco, sólo se ve el marrón cenobita del tablero, y los ganchitos, y los restos del celofán que usaron para adherir esos collages de cartulina al tablero.

En el salón hay una estantería para 400 cedés y no me traje ningún cedé. También hay una estantería para libros dónde ahora sólo hay libros míos. Veo mi cara en el lomo del libro, en los lomos de los libros, de los siete ejemplares que aún me quedan de mi novela. Me digo hola siete veces. Y una vez más digo hola, a mi otro libro con mi cara, distinta, en el lomo. De los siete libros, seis deben desaparecer. Son seis regalos para seis personas a las que quiero. El contrato editorial dice que yo quiero a catorce personas, y un poco a mí mismo. De momento he mostrado mi afecto a siete personas. Les di el libro con una dedicatoria en las primeras páginas. Cuando me quede sólo un ejemplar habré cumplido mi misión amatoria. Me alegro de que el contrato editorial no me obligue a querer a mucha gente. No estoy tan sobrado.

Vuelvo a la mesa. Releo la postal y dejo sobre el cenicero el chupachups. No me lo acabé. Cuando chupas este caramelo, cuando lo jibarizas con la lengua, al final te topas con el palito de plástico, un palito acanalado, con ánima, y al poco empiezas a sorber aire por el palito. Es desagradable.

Enciendo un cigarrillo. Me paseo por la casa, mirando cada detalle. A pesar de ser una buhardilla, es difícil cabecear vigas. Están muy altas. Sin embargo, no faltan peligros capitales: la puerta que da al dormitorio es muy baja, y es seguro que me noqueará un par de veces antes de que le tome la medida. La puerta de la cocina, sin embargo, parece para cabezudos: la remata un arco de medio punto. No tiene puerta, sino una cortina, y la estancia culinaria es acogedora, moderna. Abro armarios, el frigorífico. Yo no compré nada, pero hay muchas cosas, comida y detergentes, cucharas, un exprimidor de naranjas. Hay paños y papel, servilletas, botellas de alcohol. Bolsas para la basura en un saquito de tela debilucha que cuelga del techo, como una crisálida. Sartenes, aceite de oliva, sal. Lo único que no encuentro es azúcar.

No me ha noqueado esta vez, el dormitorio. Agaché la cabeza lo suficiente y ahora miro mi cama, la mesilla, los armarios empotrados, con alma de cal y grieta antigua. El baño está dentro del dormitorio. Tiene puerta corredera, con un pino tope de goma. También se me presenta dotadísimo: papel higiénico, champú, gel, pastillas de jabón, desinfectante... Me miro en el espejo un momento. Tengo que afeitarme, pienso.

Salgo a la terraza. Tiene una mesa verde y una mesa negra. También dos sillas verdes y dos sillas negras. En una esquina, cepillos, la fregona, un recogedor y el cubo de la fregona. La terraza da al patio interior. Tiene una barandilla de hierro bastante alta, solapada por un entramado de cañas todavía más elevado. A través de las cañas veo la ventana de mi vecino, en el tercero izquierda. Es la cocina. Una mujer trastea con la compra y abre portezuelas. Rondará los cuarenta.

Me siento en el sofá. Tengo una televisión pequeña sobre un mueble con ruedas. En una de las baldas hay una caja de cartón con las piezas del ajedrez. No tengo tablero. Tampoco tengo con quien jugar. El mando a distancia de la tele me queda lejos.

Miro la mesa. Tomo la postal de Marta y me doy cuenta de que no escribe las mayúsculas. Me encanta que al azúcar lo vea femenino. Para firmar le ha bastado una M minúscula, como deshilachada.

Me levanto y coloco la postal contra el lomo de mis libros. La miro durante un buen rato.

Esta es mi casa.

Libro Tercero de Hikikomori: de cómo me fui a vivir a Chueca y de las cosas que me pasaron y me dejaron de pasar

jueves, 6 de septiembre de 2007

¿?

¿Volveré a escribir para este blog?

Ay, me gustaría...

Poco tiempo, menos ganas...

Les pido perdón a mis cuatro lectores.

jueves, 9 de agosto de 2007

Sí, sí, sí; no, no, no... probando

El HP Pavilion tiene muchas pegatinas. Cuando escribo, las tapo con las manos. Una, precisamente, son unas manos. Ahora voy a levantar las mías para ver qué dice la pegatina.

Dice: NEW HP IMPRINT FINISH.

Las manos son verde lima y las palabras son como azul cobalto, salvo las dos últimas (imprint, finish) que están recortadas sobre la pegatina y lucen de color plata, como el portátil.

Las manos están trazadas en un gesto que creo que en algunas puertas de algunas cárceles, una vez en la tele, quería decir: Aborto libre.

Luego, debajo de estas manos, hay tres pegatinas más. Una dice: QuickPlay; otra HP remote control; la tercera, 5-in-1 CARD READER.

Luego, en el lado derecho, hay una pegatina que dice: Inter centrino Duo; y otra que dice: Windows Vista, y otra más (menuda) que reza: Hightscribe direct disc labeling.

No entiendo nada.

Yo he escrito a mano, con lápices y bolígrafos Bic de color azul. Con rotuladores. Con tiza en la pizarra. Luego he escrito a máquina. Luego he escrito en máquina electrónica. Finalmente llevo muchos años tecleando en ordenadores, en teclados blancos y teclados negros, en teclados siempre excesivos, con más teclas de las necesarias y muchas efes que nunca he sabido para qué sirven. Cuando le doy a Escape nunca escapo de ningún sitio ni pasa nada. Desconfío de teclas que no sirven de altar a una letra del alfabeto o a un signo ortográfico. En realidad no desconfío: simplemente hago poco caso a su existencia, no las presiono ni pregunto a nadie qué pasaría si las presionara. Están ahí para nada, como el 90% del ordenador.

Estoy probando a escribir mi primer texto con el nuevo portátil. El talento de los demás lo escribí en un portátil, así que tampoco me miréis con esa cara de suficiencia. Era un Vaio super pequeño que me gustaba mucho. Por lo heroico. Os lo cuento un poco: resulta que el ordenador era viejo y fue comprado de segunda mano. Tardaba como quince minutos en encenderse, salvo algunos días en los que no le daba la gana de encenderse. Hablaba japonés de primeras, yo le cambiaba el idioma y empezábamos a entendernos. Lo calzaba con un libro, normalmente de bolsilo, para que el teclado se acomodara mejor a mis manos (acabaré haciendo lo mismo con éste: qué incómodo, me duelen los tendones del antebrazo...). Y nada, en el Vaio escribí las 100.000 palabras que componen El talento de los demás. Haber escrito 100.000 palabras todas seguidas, encadenadas por alguna lógica narrativa, es milagroso. Ahora, por ejemplo, llevo muy poquitas y ya estoy deseando acabar.

Lo que más me gusta de los ordenadores, de escribir en uno y eso, es lo de contar las palabras. Me gusta, cada tanto, conocer la cantidad de palabras y de caracteres que he escrito en un día o en un periodo más amplio. Hemingway, que escribía a mano y de pie y, como es lógico, no especialmente bien, apuntaba el número de palabras producidas en una hoja, al final de cada día de trabajo. Tipo: 456, y luego: 786; y un sábado: 591. Esto es una chorrada tremenda, y probablemente una gran mentira. No puedo imaginarme al señor Hemingway escribiendo sus cuentos y, cuando ya tenía bastante, tomar de nuevo el bolígrafo o la pluma para, con la puntita, ir contando como una vieja cada palabra escrita. Es subnormal. A lo mejor lo hacía, pero yo lo pongo en duda porque todos tenemos cosas mejores que hacer que contar palabras, la verdad.

Bueno, qué más. Nada. Esto es como las orquestas de los pueblos y su equipo de sonido. Probando, vamos. Es complicado cambiar de herramienta. En general, va a ser complicado cambiar: cambiar de ciudad, cambiar de pareja, cambiar de peinado. Cambiar de trabajo. Cambiar de sufrimientos o adicciones o prejuicios. Yo soy un gran enemigo de los cambios. Te obligan a reinventarte.Con lo mucho que te costó ser algo.

lunes, 6 de agosto de 2007

Portátil

1.


-Perdone, ¿me puede dar cambio para tabaco?


Le tiendo al camarero cinco euros. El camarero me devuelve cinco euros. Así, por escrito, parecen los mismos; pero no son los mismos. Ahora ruedan.


-¿Me activas...?


Me la activa. Compro Fortuna. Cojo el paquete y el cambio y salgo del bar.


Estoy en la plaza del Carmen. Voy a la FNAC. Hace sol. Fumo mientras camino. Esto tiene cierta complejidad. Te ahogas y le quemas los dorsos de las manos a las personas con las que te cruzas. Además el humo queda detrás de ti y dejan de ocurrírsete grandes ideas; porque cuando estás sentado y fumando, y miras el humo ascender ante tus ojos, por lo menos intentas tener grandes ideas. Si el humo queda detrás, no hay manera de postular para genio, ni siquiera para interlocutor locuaz . Aparte de que uno se siente prófugo de su propio vicio.


He sentenciado el cigarrillo debajo de mi pie derecho, a las puertas del centro comercial. En el vidrio pone: EMPUJAR.


2.


-Perdone, quiero un portátil. Me gustan estos tres. ¿Cuál me recomienda?


Un HP, un VAIO, un Siemens Fujitsu. El dependiente es con chaleto y chapita. Se llama Marcos la chapita. El chaleco, también. Y Marcos, con toda seguridad.


-Sin duda, el HP –Marcos.


-Pues ya está.


Acompaño a Marcos. Se sitúa detrás de un mostrador.


-Lleva esta factura a caja, pagas y luego recoges el equipo donde pone Recogida.


-Lo entendí todo. Muchas gracias.


3.


La chapita y el chaleco se llaman Rosa.


-Hola, Rosa.


-...


Le tiendo la factura.


Le tiendo mi tarjeta de crédito y mi documento nacional de identidad. Rosa comprueba; me devuelve el DNI; pasa la tarjeta por la ranura.


-No funciona.


Me devuelve la tarjeta.


-Puede ponerse en contacto –recita- con su banco y pedir que le aumenten el saldo disponible. También puede acudir a un cajero, sacar una cantidad considerable y luego pagar el resto con la tarjeta –separa ambas manos financieramente-: el crédito disponible en los cajeros y el crédito de pago con tarjeta no están vinculados.


-Lo entedí todo.


4.


En el cajero del Banesto de la Plaza de Callao pido se me den 1.100 euros. El cajero del Banesto de la Plaza de Callao sólo me quiere dar 600 euros. Le digo que bueno.


-Toma 600 euros, Rosa.


Le doy mi tarjeta. Dudo si darle también mi documento identificativo. No, no te lo doy: acuérdate de mí, jo.


Rosa se acuerda de mí. Pasa la tarjeta por la ranura. Me tiende el recibo para que firme. Me tiende un tíckett.


-Acude a Recogida y ahí te lo dan.


-Muchas gracias.


5.


Salgo de la FNAC con mi bolsa de la FNAC y mi portátil HP. Con la otra mano fumo.


6.


-Perdone, ¿me pone una jarra de limón con cerveza, por favor?


Me senté en la terraza de un bar que hay junto a los cines Ideal. Es un bar que tiene nombres de películas por todo el menú. Veo pasar a la gente. Llevan chanclas y planos. Me traen la jarra.


-Cuatro euros y cincuenta céntimos, por favor.


La jarra es enorme. Tengo sed.


-Sí.


Hago ademán de sacar mi cartera: recuerdo que no tengo billetes. Hago ademán de sacarme monedas del bolsillo: recuerdo que sólo tengo 2,35 euros.


-¿Aceptáis tarjeta?


-Sólo por pagos superiores a 10 euros.


-Vale.


Agarró el menú. Paso el dedo por toda la filmografía del menú.


-Tráeme 5,5 euros, por favor.


-Ensalada Ben Hur. Okey.


7.


Ahora estoy nervioso. Como no tengo 4,5 euros voy a pagar 10. Es rara la sociedad del consumo. Yo, la mayor parte del tiempo, no acabo de cogerle el truco.


No sé si mi tarjeta tiene crédito. Empiezo a pensar que el Banco Nacional de España no me va a dar dinero para mi ensalada Ben Hur. Empiezo a pensar qué hacer. Seguramente podré pedirle al camarero permiso para ir a un cajero; pero creo que ya saqué todo lo posible por hoy. Me acuerdo de las películas. Para pagar una cuenta se friegan platos. Luego miro mi HP portátil dentro de su caja y su bolsa.


8.


La tecnología da mucho gusto. Encendí el portátil sin mirar las instrucciones. Ahora lo estoy toqueteando. Es muy sexy el Windows Vista. Muevo el ratón con el dedo y aprieto botones y saltan pantallas y las cierro dando a la X y luego las vuelvo a abrir.


Estoy muy contento. Casi lloro al encender el portátil. Espero tener un hijo antes de morir para que Bill Gates no sea el responsable del momento más feliz de mi vida. El portátil tiene DVD y wordpad. Y pilotitos azules. Quince. Y web cam para grabarme mientras me masturbo.


Es negro.


9.


Metí la calderilla en el vaso de la calderilla. 2,35 euros. Me daba asco tener monedas junto al portáil. Era como tener mucha gentuza en tu boda. He salido de casa porque tengo que ir al aeropuerto a esperar a mi hermano.


En el metro, voy leyendo Egipto. Va de un tipo que vale un carajo, un tipo que sale con una chica que gana “cuatro o cinco veces” más que él. Me recuerda mucho a mí.


No tengo dinero. Ni un duro. Me doy cuenta en Sainz de Baranda. Mi tíckett de metro tiene aún cuatro viajes más. Seguimos en Sainz de Baranda. O sea que puedo recoger a mi hermano y volver a casa sin hacer ningún gasto. Seguimos parados y me miro la hora en el móvil. A ver si voy a llegar tarde... Una voz destornillada nos ordena abandonar el tren. “Este tren no admite viajeros”, dijo. Y añade: “Por problemas con una puerta, este tren no admite viajeros.”


Salgo del vagón pensando que “No admite viajeros” es un buen título. Voy a hacer un cuento: “No admite viajeros”. Una novela: “No admite viajeros”. A lo mejor a los lectores no les hace tanta gracia como a mí. Eso pienso un poco.


En el siguiente tren, que sí admite viajeros, no puedo leer Egipto. Me doy cuenta de que en la parada de metro del aeropuerto, para salir, y para entrar, te piden un suplemento de un euro. Me estoy poniendo muy nervioso. Cuando me pongo nervioso pienso mucho en lo nervioso que me pongo. No puedo solucionar nunca ningún problema porque estoy muy ocupado analizando por qué me pongo tan nervioso. Desde Manuel Becerra no dejo de pensar en la pequeña aventura que me aguarda.


10.


Pienso, desde Manuel Becerra, que no voy a poder salir del metro Aeropuerto. Porque no tengo un euro para el suplemento. No tengo ni cinco céntimos. Entonces mi hermano va a salir por la Sala 2 cansado de su viaje y nadie le va a dar la bienvenida. Se pondrá triste y mi familia será el hazmerreír de los operarios de Barajas. Luego vendrá hacia el Metro. Yo no habré dejado de mirar pasajeros aéreos que quieren ser pasajeros subterráneos. Quizá no lo vea, a mi hermano. O sí. Entonces le explicaré todo y le diré que lo siento mucho.


Me arrebato. Cómo no me van a dejar salir del Metro, por favor. ¿Esto qué es, una sociedad sin caridad? Le contaré al guardia, me entenderá. Y si no me entiende (me arrebato) pues salgo a la fuerza del Metro. Sí, salgo a lo bruto. Qué van a hacer, ¿pegarme? ¿Meterme de nuevo en el Metro? (Me echo a reír en Avenida de América.) ¿Llamar a la policía por un euro?


No sé.


11.


Hago trasbordo en Nuevos Ministerios. De pronto todo el mundo arrastra maletas con ruedas. Subo a un tren.


Pienso. Pero luego tengo que entrar en el Metro, otro euro. Mi hermano no tiene euros porque viene de un país con otra divisa. Necesito dos euros para entrar en el metro. Me doy cuenta de que pagar 1.100 euros es mucho más fácil que pagar 1 euro. Me duele un poco la cabeza.


¿Y si espero a que sean las 12 de la noche, las 12 y 1 minuto para que, siendo otro día, empiece de nuevo a contar mi crédito de 600 euros del cajero? Sí, eso haré con mi hermano. Esperar junto al cajero 4B de la parada Aeropuerto. Esperar con sus maletas y su jet lag, junto al cajero. Y en cuanto den las doce sacaré 600 euros del cajero y pagaré el suplemento del aeropuerto a todos los pasajeros del Boing 747 Chicago-Madrid.


Sí, a todos.


12.


Aeropuerto. Abandono el vagón. Sigo a los demás viajeros hacia las escaleras mecánicas. Divisamos un cartelón en la superficie.


SUPLEMENTO AEROPUERTO 1 EURO.