martes, 27 de marzo de 2007

Eslovaquia

Camino por la Puerta del Sol al tiempo que escribo un mensaje en mi teléfono móvil. “A ver si quedamos algún día. Soy A. Me estoy leyendo Zubizarreta Zubizarreta. Saludos.” Busco Juan entre mis contactos-vip y aprieto Yes. El mensaje asciende, disparatado, hasta el cielo, se detiene, calibra un buen puñado de opciones empíreas, mira finalmente hacia el horizonte, adopta la forma de una flecha, y parte, rectilíneo.

Me guardo el teléfono móvil en la chaqueta y tiro un poco de la correa de mi cartera Porter, made in Tokyo. Dentro llevo Zubizarreta Zubizarreta, la segunda novela de Juan; La chica sobre la nevera y otros relatos, de Etgar Keret, y Nueve cuentos, de JD Salinger. También llevo grajeas de Gelocatil, en un bolsito, un cedé de Ali Farka Toure, en un apartado transparente, y facturas de hotel por un importe total de 405 euros.

Voy a la FNAC. La calle Preciados está llena de gente que no tiene más remedio que comprar algo, aunque sea ilegal, porque si no la policía los detiene. Eso me dice un negro acuclillado junto a una tela. “Compra algo antes que la policía te detiene.”

En la FNAC, primero de todo y antes del fin, miro si tienen mi libro. No lo tienen. Entonces me siento muy tranquilo (hasta me apoyo en una enorme pila de libros de Eduardo Mendoza), respiro profundamente, y sonrío con satisfacción. Menos mal, joder.

Empiezo a mirar novedades. Las novedades son libros que acaban de inventarse. La gente que escribe, los escritores y eso, no paran de inventarse libros todo el tiempo, y los libros que se inventan hoy cada minuto superan con mucho a los que se inventaron, por ejemplo, en todo el siglo XVI. De ahí que en la FNAC no haya libros del siglo XVI, porque en el siglo XVI hubo poca inventiva, al menos si la comparamos con la inventiva de los Talleres Gráficos Liberduplex, en Barcelona.

Las novedades, curiosamente, van casi todas del siglo XVI. Cuentan historias del siglo XVI y recuperan personajes del siglo XVI. Algunas tienen números romanos en la cubierta. De nosotros hablarán en el siglo XXXVI, pienso, y dirán que tuvimos poca inventiva y no supimos ver nuestro potencial literario. ¡Y tendrán razón!

Me paro ante un libro con una faja roja. Las fajas rojas son a los libros lo que las fajas rojas son a las mujeres: una prenda para que saquen pecho. La faja dice: La mejor novela de 2006. Inmediatamente compro la mejor novela de 2006.

15 euros con veinte céntimos cuesta la mejor novela de 2006. La mía cuesta 16 euros con noventa y cinco céntimos. ¡Por qué poco!

La mejor novela de 2006 se llama Nocilla Dream y tiene un cartel de Belle and Sebastian en la cubierta. También tiene a una chica probándose un bikini ante un espejo. Y pantallas de televisión, sintonizadas en la palabra OPEN, pero sin la O. La mejor de 2006.

Salgo a la calle Preciados. Saco mi móvil. Escribo un mensaje: “Acabo de comprarme Nocilla Dream. No tengo personalidad. Saludos.” Busco Miguel Beige entre mis contactos-vip y doy al Yes. El mensaje sube y sube, imperturbable, hasta el cielo de Madrid, hace visera con una mano y busca su camino; no lo halla, me mira, me suplica le brujulee; le digo: ¡un bar!, y el mensaje adopta la forma de una flecha y parte, zigzagueante, hacia un bar.

Yo también parto, zigzagueante, hacia un bar. El Pepe Botella de la plaza de 2 de mayo. Está difícil encontrarlo. Tardo tanto en llegar que, cuando arribo, todas las chicas ya están allí, inconsolables.

-Perdonadme, perdonadme –a las chicas-. Un café con leche, por favor –a la camarera.

Me senté a una mesa de mármol, junto a dos estudiantes norteamericanas que tienen su tablero lleno de papeles, un enorme ejemplar de El Quijote sobre el regazo, cerrado. Están muy tristes las dos, tomando notas en sus cuadernos y cambiando de sitio los folios. Enfrente de mí, hay otras dos chicas. Una viste de verde. La otra fuma. La chica de verde me mira un momento. Contesta de hecho a su amiga sin dejar de mirarme. Luego vuelve la vista, sigue hablando con su compañera; y es entonces cuando siento de verdad su mirada. Y se me ocurre algo ingenioso que decirle. Me traen el café.

La flecha ha esperado a que le abrieran la puerta. Ha sido un chico muy guapo, con mochila al hombro, sin afeitar, que ahora busca a alguien entre la clientela. La flecha, por su parte, ya me encontró, y se clava sonora sobre el corazón de mi chaqueta. Ring, ring, ring. Un mensaje.

“Estoy en Eslovaquia. Vuelvo el miércoles. Zubizarreta Zubizarreta está bien, pero la mejor es la última! Hablamos cuando regrese. Saludos. Juan.”

Eslovaquia, pienso. Busco el sobre del azúcar pero no me han puesto sobre del azúcar. Eslovaquia, pienso, estoy en Eslovaquia. Veo un frasco con azúcar sobre la mesa. Lo empuño, lo pongo boca abajo, y el azúcar cae generosamente sobre la espuma del café. Eslovaquia.

Remuevo la taza con la cucharilla. ¿Qué querrá decir Juan con que está en Eslovaquia? ¿Desde cuando alguien está en Eslovaquia, un domingo? No entiendo nada. No me puedo creer que alguien esté en un país que no sé dónde queda. ¿Dónde queda Eslovaquia? En mi cabeza, no, desde luego.

Ah, querrá decir que está fumado. Sí, eso será. Estoy en Eslovaquia... Jajajajaja: muy bueno, Juan (bebo un poco de café); estoy en Eslovaquia, tú siempre tan genial (enciendo un cigarrillo), Eslovaquia is´t on fire brotha...

A no ser que, realmente, Juan esté en Eslovaquia...

Reanudo la lectura de Zubizarreta Zubizarreta. Es un libro que se lee muy aprisa. Cuando me quiero dar cuenta, ya es un libro leído, es decir, un libro que me estorba en las manos. Lo meto en la cartera y saco Nocilla Dream. Me quedo mirando la foto del autor, tomada en Carson City, NV. Lo pone al pie: Agustín Fernández Mallo, Carson City, NV, 2006.

¿NV?

¿Qué país es NV?

¿Quedará cerca de Eslovaquia?

Creo que no voy a entender este libro.

lunes, 19 de marzo de 2007

Del rosa al amarillo

Llevo la misma camisa que mi editor. Es una camisa de Desigual, de color azul turquesa, con muchas letras escritas en el costado derecho, el punto final bordado directamente sobre el corazón. La camisa me gusta mucho y las letras no se ven por la chaqueta, que también me gusta mucho. Es de Danielle Alessandrini. Los vaqueros son de G-Star y también me gustan mucho. Mi amante está muy enfadada conmigo porque siempre le miro la marca de la ropa que se va quitando. Ella deja la falda sobre la silla y yo le miro la marca. Luego deja la blusa sobre la silla y le miro la marca. Luego me da un beso y yo echo de menos la marca. El amor no es una marca, sino un stock de invierno. La piel suda logos.

El caso.

Que estoy a las puertas de la editorial. Con mi camisa. Acabo de apretar el botón del telefonillo y no contestan. A mi espalda aparece de pronto Miguel Beige, ya sabéis, ese escritor que no se llama Miguel ni se apellida Beige pero al que pongo este nombre para no hacer promoción de su libros, tan, tan, tan jodidamente leídos: que no sea gracias a mí.

-¿No están? –Miguel.

-No contestan –yo.

-Estarán cambiándose.

-A lo mejor.

Miguel agarra el móvil y llama a su novia. Tiene una novia. Yo a su edad también quisiera tener una novia. De momento me conformo con el amor.

-Hola, estoy aquí con A. Sí, sí, trataré de... Sí, no se alargará mucho... Aunque luego ya sabes... A lo mejor te llamo desde la habitación de un hotel a las cinco de la mañana con una rubia despampanante al lado...

Miguel, a su novia.

Cuelga.

-Saludos de mi novia.

-Gracias. Oye –esperamos a la puerta de la editorial-, me ha encantado lo que escribiste el otro día.

Nota: realmente me ha encantado.

-Gracias.

Hablamos de lo que hablan los escritores entre sí. Ahora que soy escritor y hablo con escritores me doy cuenta de lo poco que me sorprende lo que hablan los escritores entre sí. Los escritores, entre sí, hablan de lo mismo de lo que habla todo el mundo: de sí mismos.

-Yo y mi libro –yo-. Mi libro. La crítica de mi libro en El cultural. Has leído mi libro. No está en la FNAC. No está en ninguna parte, mi libro. ¡No está en la FNAC mi libro me cago en Dios!

-Está en el escaparate de El bandido doblemente armado.

-¿Ah, sí? Jo.

-Sí, cabronazo.

Llega el editor. Lleva traje y corbata. Es el editor. Miguel no lleva corbata. Yo no llevo corbata. No editamos libros, sólo se los damos al señor de la corbata. Para que haga millones con ellos.

-¿No hay nadie? –el editor.

-No.

Abre la puerta. Subimos al ascensor. Llegamos al quinto piso. Entramos. Hace un calor infernal.

-¡Qué calor! –yo.

-Sí –el editor-, nadie se acuerda de... Mira que se lo digo: apagad la calefacción. Nada. Ni caso. Algún día van a venir a decirme: el culpable del cambio climático es usted. ¡Y tendrán razón!

Abrimos una ventana.

-¿Bebemos algo? –el editor.

Los que no editamos decimos que sí.

Bebemos ron en vasitos con hielos. Nos sentamos en una sala con sillones de cuero y muchos libros por todos lados. El editor nos enseña uno que recopila las portadas de Penguin.

-¡Qué buenas son! –yo.

Suena el timbre. Voy a abrir. Me gusta eso de abrirle a alguien la puerta de una editorial.

-Pasad, pasad –yo, ufano.

Son escritores y aledaños. Los aledaños llevan falda y enseguida se quitan los abrigos.

-Seguid quitandoos ropa, por favor –Miguel Beige, novelista con novia.

-... –yo, sin novia.

La jefe de prensa, que llevaba en su día el mismo abrigo que mi hermana pequeña, se me acerca.
-A, le regalamos una camisa igual al editor por su cumpleaños.

-Ah. Qué curioso.

Me deprimo. No quiero llevar la misma camisa que la gente va por ahí regalando a los editores independientes. Me pongo otro ron. Estoy muy deprimido porque mi camisa de Desigual es igual a una camisa que tiene mi editor en su casa, quién sabe junto a qué manuscritos rechazados.

-No le valía –aclara la jefe de prensa.

Eso no me hace más feliz, pero me hace más delgado.

Llega más gente. Escritores. Uno es David Torres, que creo que se llama así y si no se llama así ya no hace falta inventarle un pseudónimo. Por supuesto, no lleva corbata. También hay un chico muy delgado que traduce escritores checoeslovacos. Sólo por eso, no pienso hablar con él. Luego hay un escritor efectivamente checoeslovaco al que habrá que ir traduciendo poco a poco todos sus gestos. Un rollo.

Luego hay más chicas de la editorial que se quitan los abrigos.

Finalmente, tres escritores jóvenes: uno con corbata de rayas negras y blancas en horizontal, otro con sudadera con capucha y otro que se ganó un premio. Salimos.

Y vamos en mancha hacia el Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde pomposamente se entrega el premio Lara a la mejor novela del año pasado. El premio lo ha ganado esta mañana Eduardo Mendoza y todavía no se puede decir. La verdad es que a casi todos nos da una pereza de la hostia decir que el premio lo ha ganado Eduardo Mendoza, por lo que no hace falta que nos amordacemos los unos a los otros con las invitaciones. Eduardo Mendoza: mi más sentida enhorabuena.

Mi editor me llama a un escaparate.

-A., mira –apunta dentro de la librería del Círculo de Bellas Artes-. Ahí está tu libro, para que luego digas que tu libro no está en ningún lado.

Veo mi libro.

-Ah, sí, ya nunca más diré que mi libro no está en ningún sitio. Lo juro por Dios.

Entramos en el Círculo de Bellas Artes. Hay un mogollón de gente asquerosa y Jesús Ferrero se me transfigura durante cinco minutos en Pedro Juan Gutiérrez.

-¿Es –pregunto a un escritor premiado en noviembre- Jesús Ferrero o Pedro Juan Gutiérrez?

-Es Ferrero.

-Ah, pues por la cara parecía escribir mejor –yo.

Suena mi móvil. Es un mensaje. Hago una llamada y digo: Sí, sí, ya estoy en esto, nada, la gente viste fatal, mucho peor que tú, pero fatal, no hay nadie famoso, uno que se cree Pedro Juan Gutiérrez y poco más, sí, sí, no miraré la marca de las bragas de nadie, no te preocupes, stock de amor, besitos. Cuelgo.

Entonces subimos las escaleras hasta un piso elevadísimo donde ponen canapés. Estoy muy a gusto con el escritor premiado en noviembre, que se llama Juan, y hablo con él de lo amarillo que son nuestros libros.

-Son muy amarillos –él.

-No tanto, tío. Son amarillo flan, pero amarillo de la parte de arriba del flan. Amarillo caramelo, casi naranja.

-No, joder: son amarillo chillón, de canarios, de canarios que vuelan y no de canarios con volcanes. Amarillo demasiado amarillo.

-No sé...

Entonces un tipo como Groucho Marx pero que, por necesidades necrológicas, no es precisamente Groucho Marx nos toma una foto como de paparazzi. Cuando le descubrimos ya tomó la foto, vamos.

El paparazzi dice mi nombre. Le doy la mano.

-Me gustó mucho tu libro. En abril sacamos una reseña.

-Ah, gracias –yo, entusiasmado.

-A mí nunca me sacáis –Juan.

El paparazzi desaparece.

-Vamos hacia allá, que hay menos gente –yo.

Tomamos otra cerveza de una bandeja y ocupamos un espacio poco poblado del salón. En alguna parte debe de haber gente de tronío, pero nos trae sin cuidado.

Hablamos de entrevistas en medios de comunicación impresa.

-Lo único que importa es la foto y el titular: lo demás da igual –Juan.

-Ah. A mí me han hecho unas entrevistas superidiotas, joder.

-Da igual. Foto y titular: luego que pregunten lo que quieran. No te molestes ni en leerlas.

-¿Que qué hacía yo en Japón? ¿Tú te crees, en una entrevista?

-Sí...

-Yo hago y he hecho entrevistas. A Miguel Beige. No sé. Me las curro. Me preocupo. Hago preguntas exclusivas. Te hago una entrevista, si quieres.

-Sí, quiero.

-Vale. Dame tu móvil.

Juan saca su móvil y empezamos el proceso telefónico.

-Mira, dice, para esto sirven estas cosas: para conseguir entrevistas.

Me río.

-Ya ves.

Ya tengo su teléfono. Nos convocan a bajar escaleras y sentarnos para la cena.

-Oye –Juan, en los escalones-, pero tú haces preguntas muy inteligentes. Que te he leído.

-Bueno, no sé –me derrito de vanidad.

La cena. Mesas redondas. Juan y yo nos sentamos juntos. A mi derecha está un escritor que se llama Luisgé Martín. Luego de él, el escritor de la corbata negra y blanca en rayas horizontales, luego la jefe de prensa, luego varias personas hasta Cristina Cerrada, luego Pedro Maestre, luego el editor que quita comas, luego Juan, luego yo. Vuelta a empezar.

Leemos el menú. Juan saca su móvil y le cuenta el menú a alguien. Luego la jefe de prensa dice una frase que me encanta (como me encanta eso de “vamos todos en mancha al Círculo de Bellas Artes"):

-Mirad, ¡Juan está reporteando la carta!

La carta/menú se hace realidad sobre los platos. Sí, sobre los platos, va depositándose con precisión bíblica lo que dice el cartón del menú. Sopa. Lubina. Postres. Café. Ya está.
Entre una cosa y otra le han dado un premio a: uno que escribe sobre catedrales, a: Eduardo Lago, y a: Eduardo Mendoza.

-Eduardo Mendoza –exclaman con ironía inegablemente literaria varios escritores de mi mesa-: ¡qué sorpresa, joder!

Eduardo Mendoza hace un discurso desde una pantalla de televisión. Dice: “Aunque pueda parecer lo contrario, los escritores consagrados también necesitamos que nos premien.”

¡Qué cojones tiene Eduardo Mendoza!: esto lo pienso yo en exclusiva.

Al fondo, en una mesa cualesquiera, veo a Care Santos. Me apetece decirle hola pero no le digo nada. Luego veo a Spido Freire, a la que realmente no me apetece nada saludar. Luego veo a Pere Gimferrer. Luego veo a Alberto Ruiz Gallardón y a Esperanza Aguirre. También veo a una como Rosa Regás y a otra como Carmen Posadas y a otra como, no sé, Carmen de Burgos. Es decir: señoras. Luego veo a una jovencita preciosa vestida de rojo.

-¿Quién es?

Me dicen quién es.

-Está buenísima –yo.

-Si quieres te la presento –alguien.

-Está buenísima –yo.

-Su libro va de Colón –alguien.

-Está buenísima –yo.

-Lo publica... –alguien.

-Está tan buenísima... –yo.

Si no fuera porque voy embalado, aquí dejaría un espacio en blanco. Pero no: lo que sigue es un bar llamado Cock. Están todos los que estaban en la cena salvo los que tenían cosas mejores que hacer. La jovencita preciosa vestida de rojo no tenía nada mejor que hacer.

-Está buenísima –yo, imperdonable.

-¿Quieres que te la presente o no?

-...

-¡Pues cállate!

En el Cock hago corrillo con Juan y Pedro Maestre. El editor de comas también está con nosotros.

-Para mí tú eres un icono literario –le digo a Pedro Maestre-. Junto a Ray Loriga y José Ángel Mañas. Te lo digo en serio.

Pedro Maestre es muy tierno y nos cuenta lo de su premio Nadal. Un montón de cotilleo. En el fondo el cotilleo no sirve para nada: me doy cuenta luego.

A continuación hago una defensa cerrada de la calidad literaria de Ray Loriga. Esto lo digo por si Ray Loriga quiere en algún momento hacer una defensa cerrada de mi calidad literaria. No por otra cosa.

Vemos a Eduardo Lago hablar con la jovencita preciosa vestida de rojo.

-Yo también quiero ser director del Cervantes de Nueva York –yo.

Las horas que siguen van llenándose de opiniones literarias tajantes. Cada día me molestan más las opiniones literarias tajantes y hago propósito de nunca más decir nada tajante sobre ningún escritor. En un momento u otro, un argentino rapado al cero y con gafitas y chaqueta está hablando en nuestro corrillo. Como la cosa va del premio Nadal, sale a relucir el nombre del último ganador. El argentino con gafitas dice:

-Benítez Reyes es de los pocos autores españoles que respeto.

Me dan ganas de vomitar. Miro al argentino y no dejo de pensar que este tío “respeta” a Benítez Reyes. Me pregunto si a mí, de leerme, me “respetaría”; es fascinante lo mucho que temo que este tío no me “respete”; si no me “respeta” este tío creo que me arrancaría las manos y las dejaría en un banco de Lavapiés; necesito su “respeto” tanto como que me den por el culo: lo necesito mucho; el “respeto” que este argentino con gafitas profesa o no profesa a los autores vivos me debería ser reporteado a menudo, en un newsletter bautizable como “los autores que respeto y los autores que no respeto YO”, porque si él me “respeta” entonces vamos bien; pero sí este tío no me “respeta”, jo, me cago en mi madre, no puedo dormir por las noches y sí por los días, para no tener presenta a la luz del sol que este tío me “respeta” o no me “respeta”; ¿me “respetará” este tío?, es algo que aún hoy, a esta hora en la que escribo, en la que recuerdo que “respeta” a Benítez Reyes, me ando preguntando con lancinante curiosidad.

domingo, 4 de marzo de 2007

Noruega

La jefe de prensa lleva el mismo abrigo que Elena Anaya y que mi hermana. Es algo que me hace feliz un poco. Yo elegí un abrigo similar para mi hermana y la jefe de prensa ha elegido un abrigo similar para ella misma. Las personas son distintas pero los abrigos, muchas veces, son iguales. Esto me hace pensar en que si juntamos a Elena Anaya, a la jefe de prensa y a mi hermana en una habitación con sus abrigos idénticos puestos, todas serían hermanas mías. Lo malo es que todas se quitarían los abrigos enseguida, para tener personalidad cada una por su parte, y yo de inmediato me convertiría en pariente de un guardarropa.

-Hola, A. –la jefe de prensa.

-Hola, jefe de prensa –yo.

La librería está cuajadita de gente. La librería se llama Tierra de Fuego y vende guías de viaje. También vende novelas pero, sobre todo, merca con guías. Las guías están en sus anaqueles, ordenadas y evidentes. La guía titulada Japón va de Japón. La guía titulada Estados Unidos va de Estados Unidos. La guía titulada China de Portugal no va, claro. No apetece ni hojearlas.

-¿Ha venido el autor? –esta pregunta se la hace una chica a la jefe de prensa.

-No. Todavía no –la jefe de prensa saca su móvil y empieza a ignorarme. Me alejo.

Al fondo de la librería hay un pasillito y una persona con folletos. Es una mujer que sonríe. Me da uno cuando paso a su lado. Superado el pasillito encuentro una sala con sillas de tijera que miran hacia un estrado con mesa y sillas de tijera tras la mesa. En las sillas mayoritarias hay muchos noruegos. En las sillas escasas, tras la mesa, no hay nadie.

Veo a la jefe de prensa ir y venir por la sala con el móvil pegado a su impaciencia. “No sé dónde está...”, oigo que dice.

Veo una silla libre y pido a un señor muy robusto que me deje ocuparla. Me deja. Me siento con el abrigo puesto y enseguida me muero de calor. He colocado mi cartera entre mis piernas y ahora hojeo el folleto que me dio la persona sonriente. Leo el nombre del autor y leo que nació en Noruega, como si eso me fuera a impresionar a estas alturas del atlas. Luego leo el título de su libro y lo que la crítica ha dicho de sus libros anteriores. El autor noruego es un genio, como comprenderán. Luego leo el texto que da inicio a su nueva novela, en cuya presentación me hallo.

Meto el folleto en un bolsillo de mi cartera. Estoy por sacar El buen soldado, de Ford Madox Ford, pero me parece de mal gusto leer en mitad de una presentación literaria. Es como utilizar el ipod en mitad de un concierto. No tengo ipod.

El señor de mi derecha, el que dije que era robusto y sigue siéndolo, huele con intensidad. Debe de tener 50 años. Huele como paternal. Simplemente, en este instante, pienso que no quiero envejecer y que prefiero, de hecho, cabalmente, morirme mañana.

Dejo de oler al señor y empiezo a escucharle. Me habla.

-Yo me voy a ir... Llevo desde... ¡Desde las siete!

-Vaya –me veo obligado a replicar.

-Sí. Se me paró el reloj, es de esos... De esos que... Me lo quité y se retrasó una hora.

-¿De esos que funcionan con el pulso?

-Me lo puse y llegué a las siete. Una hora aquí. Como no venga... ¿Sabe si va a venir? Yo es que me voy.

-El autor parece que se retrasa. Pero supongo que vendrá.
-¿Usted conoce la editorial que lo publica?

El señor me señala en el folleto el nombre de la editorial que también me publica a mí.

-No –digo.

-No la había oído nombrar.

-...

-Pero está bien que publiquen cosas nuevas, ¿verdad? Las de mi tiempo ya no son lo que eran.

-Sí. Ahora sólo publican medianías y liliputienses mentales.

-¿Decía?

-Nada. Mire: un noruego.

El noruego es el autor y camina con decisión hacia la mesa-estrado. Es alto. La gente por aquí es muy alta y muy noruega.

La presentación se inicia con una presentación de la presentación. Esto corre a cargo de alguien de la librería Tierra de fuego. Luego continúa, la presentación, con la presentación de un editor noruego, que presenta en términos generales. Luego, la presentación da paso a un presentador del autor que presenta al autor, al libro nuevo del autor y a Noruega. Este presentador es muy exitoso y dice cosas muy chispeantes. Miro mi reloj y han pasado cincuenta minutos de presentaciones de la presentación. Entonces el escritor noruega se presenta a sí mismo y a su novela y lee un cuento sobre arte contemporáneo y barcas bamboleantes. Aplausos.

-¿Te ha gustado la presentación? –la jefe de prensa, ya en la librería propiamente dicha, donde empiezan a servir salmón y champán en vasos de plástico.

-Sí, me ha gustado mucho.

Una señora empieza a distribuir, con ayuda de una bandeja, los vasos de plástico con champán. Otra provee a los asistentes a la presentación de canapés de salmón noruego cien por cien literario. Se habla mucho y se señalan guías en los estantes.

-¿Me pasas un vaso de champán, A.? –la jefe de prensa.

-Sí –yo.

Tengo a la distribuidora de vasos de plástico con champán a mi lado. Estiro la mano, declino la tentadora cercanía de una vaso con poco champán y me decido por uno lleno hasta arriba. Lo levanto de la bandeja, muevo el brazo horizontalmente para hacerlo llegar a las manos de la jefe de prensa y el hombro de la distribuidora de champán en vasos de plástico intercepta mi servil misión y hace que el vaso caiga al suelo, donde el champán forma un charco enorme, no parecido formalmente a Noruega en lo más mínimo.

-¡Mi puta madre! –pienso.

Me acuclillo para alzar el vaso vacío del suelo. Lo pongo sobre la bandeja.

-Perdón. Lo siento mucho. Le suplico su perdón.

La distribuidora de champán en vasos de plástico no me perdona.

-Ahora habrá que limpiarlo todo... Psché... Ahora... –y mira hacia el fondo de su librería.

La jefe de prensa se ríe de mí mucho.

Me voy.

Me recluyo en el pasillito, donde el autor noruego muy alto y que hace cuentos sobre barcas bamboleantes está firmando ejemplares de su libro a fanáticas de su obra. Me miro los zapatos y los tengo constelados de gotitas de champán.

-Muchas gracias. Muy amable –el autor noruego.

Una nueva fanática le pide la firma.

Yo dejo de mirarle y dirijo mi atención hacia el gentío canapetista. El salmón circula como glóbulos rosas por toda la sala. La distribuidora de champán va y viene. Veo el abrigo de la jefe de prensa colgado del bolso de un hombre que me da la espalda. Entran más personas en la librería y la masa de asistentes se remueve un poco para integrarlos. Todo es ajeno.

Abro una guía titulada Dinamarca. Hojeo la guía durante quince minutos. Juraría que de Dinamarca no va.