jueves, 9 de agosto de 2007

Sí, sí, sí; no, no, no... probando

El HP Pavilion tiene muchas pegatinas. Cuando escribo, las tapo con las manos. Una, precisamente, son unas manos. Ahora voy a levantar las mías para ver qué dice la pegatina.

Dice: NEW HP IMPRINT FINISH.

Las manos son verde lima y las palabras son como azul cobalto, salvo las dos últimas (imprint, finish) que están recortadas sobre la pegatina y lucen de color plata, como el portátil.

Las manos están trazadas en un gesto que creo que en algunas puertas de algunas cárceles, una vez en la tele, quería decir: Aborto libre.

Luego, debajo de estas manos, hay tres pegatinas más. Una dice: QuickPlay; otra HP remote control; la tercera, 5-in-1 CARD READER.

Luego, en el lado derecho, hay una pegatina que dice: Inter centrino Duo; y otra que dice: Windows Vista, y otra más (menuda) que reza: Hightscribe direct disc labeling.

No entiendo nada.

Yo he escrito a mano, con lápices y bolígrafos Bic de color azul. Con rotuladores. Con tiza en la pizarra. Luego he escrito a máquina. Luego he escrito en máquina electrónica. Finalmente llevo muchos años tecleando en ordenadores, en teclados blancos y teclados negros, en teclados siempre excesivos, con más teclas de las necesarias y muchas efes que nunca he sabido para qué sirven. Cuando le doy a Escape nunca escapo de ningún sitio ni pasa nada. Desconfío de teclas que no sirven de altar a una letra del alfabeto o a un signo ortográfico. En realidad no desconfío: simplemente hago poco caso a su existencia, no las presiono ni pregunto a nadie qué pasaría si las presionara. Están ahí para nada, como el 90% del ordenador.

Estoy probando a escribir mi primer texto con el nuevo portátil. El talento de los demás lo escribí en un portátil, así que tampoco me miréis con esa cara de suficiencia. Era un Vaio super pequeño que me gustaba mucho. Por lo heroico. Os lo cuento un poco: resulta que el ordenador era viejo y fue comprado de segunda mano. Tardaba como quince minutos en encenderse, salvo algunos días en los que no le daba la gana de encenderse. Hablaba japonés de primeras, yo le cambiaba el idioma y empezábamos a entendernos. Lo calzaba con un libro, normalmente de bolsilo, para que el teclado se acomodara mejor a mis manos (acabaré haciendo lo mismo con éste: qué incómodo, me duelen los tendones del antebrazo...). Y nada, en el Vaio escribí las 100.000 palabras que componen El talento de los demás. Haber escrito 100.000 palabras todas seguidas, encadenadas por alguna lógica narrativa, es milagroso. Ahora, por ejemplo, llevo muy poquitas y ya estoy deseando acabar.

Lo que más me gusta de los ordenadores, de escribir en uno y eso, es lo de contar las palabras. Me gusta, cada tanto, conocer la cantidad de palabras y de caracteres que he escrito en un día o en un periodo más amplio. Hemingway, que escribía a mano y de pie y, como es lógico, no especialmente bien, apuntaba el número de palabras producidas en una hoja, al final de cada día de trabajo. Tipo: 456, y luego: 786; y un sábado: 591. Esto es una chorrada tremenda, y probablemente una gran mentira. No puedo imaginarme al señor Hemingway escribiendo sus cuentos y, cuando ya tenía bastante, tomar de nuevo el bolígrafo o la pluma para, con la puntita, ir contando como una vieja cada palabra escrita. Es subnormal. A lo mejor lo hacía, pero yo lo pongo en duda porque todos tenemos cosas mejores que hacer que contar palabras, la verdad.

Bueno, qué más. Nada. Esto es como las orquestas de los pueblos y su equipo de sonido. Probando, vamos. Es complicado cambiar de herramienta. En general, va a ser complicado cambiar: cambiar de ciudad, cambiar de pareja, cambiar de peinado. Cambiar de trabajo. Cambiar de sufrimientos o adicciones o prejuicios. Yo soy un gran enemigo de los cambios. Te obligan a reinventarte.Con lo mucho que te costó ser algo.

lunes, 6 de agosto de 2007

Portátil

1.


-Perdone, ¿me puede dar cambio para tabaco?


Le tiendo al camarero cinco euros. El camarero me devuelve cinco euros. Así, por escrito, parecen los mismos; pero no son los mismos. Ahora ruedan.


-¿Me activas...?


Me la activa. Compro Fortuna. Cojo el paquete y el cambio y salgo del bar.


Estoy en la plaza del Carmen. Voy a la FNAC. Hace sol. Fumo mientras camino. Esto tiene cierta complejidad. Te ahogas y le quemas los dorsos de las manos a las personas con las que te cruzas. Además el humo queda detrás de ti y dejan de ocurrírsete grandes ideas; porque cuando estás sentado y fumando, y miras el humo ascender ante tus ojos, por lo menos intentas tener grandes ideas. Si el humo queda detrás, no hay manera de postular para genio, ni siquiera para interlocutor locuaz . Aparte de que uno se siente prófugo de su propio vicio.


He sentenciado el cigarrillo debajo de mi pie derecho, a las puertas del centro comercial. En el vidrio pone: EMPUJAR.


2.


-Perdone, quiero un portátil. Me gustan estos tres. ¿Cuál me recomienda?


Un HP, un VAIO, un Siemens Fujitsu. El dependiente es con chaleto y chapita. Se llama Marcos la chapita. El chaleco, también. Y Marcos, con toda seguridad.


-Sin duda, el HP –Marcos.


-Pues ya está.


Acompaño a Marcos. Se sitúa detrás de un mostrador.


-Lleva esta factura a caja, pagas y luego recoges el equipo donde pone Recogida.


-Lo entendí todo. Muchas gracias.


3.


La chapita y el chaleco se llaman Rosa.


-Hola, Rosa.


-...


Le tiendo la factura.


Le tiendo mi tarjeta de crédito y mi documento nacional de identidad. Rosa comprueba; me devuelve el DNI; pasa la tarjeta por la ranura.


-No funciona.


Me devuelve la tarjeta.


-Puede ponerse en contacto –recita- con su banco y pedir que le aumenten el saldo disponible. También puede acudir a un cajero, sacar una cantidad considerable y luego pagar el resto con la tarjeta –separa ambas manos financieramente-: el crédito disponible en los cajeros y el crédito de pago con tarjeta no están vinculados.


-Lo entedí todo.


4.


En el cajero del Banesto de la Plaza de Callao pido se me den 1.100 euros. El cajero del Banesto de la Plaza de Callao sólo me quiere dar 600 euros. Le digo que bueno.


-Toma 600 euros, Rosa.


Le doy mi tarjeta. Dudo si darle también mi documento identificativo. No, no te lo doy: acuérdate de mí, jo.


Rosa se acuerda de mí. Pasa la tarjeta por la ranura. Me tiende el recibo para que firme. Me tiende un tíckett.


-Acude a Recogida y ahí te lo dan.


-Muchas gracias.


5.


Salgo de la FNAC con mi bolsa de la FNAC y mi portátil HP. Con la otra mano fumo.


6.


-Perdone, ¿me pone una jarra de limón con cerveza, por favor?


Me senté en la terraza de un bar que hay junto a los cines Ideal. Es un bar que tiene nombres de películas por todo el menú. Veo pasar a la gente. Llevan chanclas y planos. Me traen la jarra.


-Cuatro euros y cincuenta céntimos, por favor.


La jarra es enorme. Tengo sed.


-Sí.


Hago ademán de sacar mi cartera: recuerdo que no tengo billetes. Hago ademán de sacarme monedas del bolsillo: recuerdo que sólo tengo 2,35 euros.


-¿Aceptáis tarjeta?


-Sólo por pagos superiores a 10 euros.


-Vale.


Agarró el menú. Paso el dedo por toda la filmografía del menú.


-Tráeme 5,5 euros, por favor.


-Ensalada Ben Hur. Okey.


7.


Ahora estoy nervioso. Como no tengo 4,5 euros voy a pagar 10. Es rara la sociedad del consumo. Yo, la mayor parte del tiempo, no acabo de cogerle el truco.


No sé si mi tarjeta tiene crédito. Empiezo a pensar que el Banco Nacional de España no me va a dar dinero para mi ensalada Ben Hur. Empiezo a pensar qué hacer. Seguramente podré pedirle al camarero permiso para ir a un cajero; pero creo que ya saqué todo lo posible por hoy. Me acuerdo de las películas. Para pagar una cuenta se friegan platos. Luego miro mi HP portátil dentro de su caja y su bolsa.


8.


La tecnología da mucho gusto. Encendí el portátil sin mirar las instrucciones. Ahora lo estoy toqueteando. Es muy sexy el Windows Vista. Muevo el ratón con el dedo y aprieto botones y saltan pantallas y las cierro dando a la X y luego las vuelvo a abrir.


Estoy muy contento. Casi lloro al encender el portátil. Espero tener un hijo antes de morir para que Bill Gates no sea el responsable del momento más feliz de mi vida. El portátil tiene DVD y wordpad. Y pilotitos azules. Quince. Y web cam para grabarme mientras me masturbo.


Es negro.


9.


Metí la calderilla en el vaso de la calderilla. 2,35 euros. Me daba asco tener monedas junto al portáil. Era como tener mucha gentuza en tu boda. He salido de casa porque tengo que ir al aeropuerto a esperar a mi hermano.


En el metro, voy leyendo Egipto. Va de un tipo que vale un carajo, un tipo que sale con una chica que gana “cuatro o cinco veces” más que él. Me recuerda mucho a mí.


No tengo dinero. Ni un duro. Me doy cuenta en Sainz de Baranda. Mi tíckett de metro tiene aún cuatro viajes más. Seguimos en Sainz de Baranda. O sea que puedo recoger a mi hermano y volver a casa sin hacer ningún gasto. Seguimos parados y me miro la hora en el móvil. A ver si voy a llegar tarde... Una voz destornillada nos ordena abandonar el tren. “Este tren no admite viajeros”, dijo. Y añade: “Por problemas con una puerta, este tren no admite viajeros.”


Salgo del vagón pensando que “No admite viajeros” es un buen título. Voy a hacer un cuento: “No admite viajeros”. Una novela: “No admite viajeros”. A lo mejor a los lectores no les hace tanta gracia como a mí. Eso pienso un poco.


En el siguiente tren, que sí admite viajeros, no puedo leer Egipto. Me doy cuenta de que en la parada de metro del aeropuerto, para salir, y para entrar, te piden un suplemento de un euro. Me estoy poniendo muy nervioso. Cuando me pongo nervioso pienso mucho en lo nervioso que me pongo. No puedo solucionar nunca ningún problema porque estoy muy ocupado analizando por qué me pongo tan nervioso. Desde Manuel Becerra no dejo de pensar en la pequeña aventura que me aguarda.


10.


Pienso, desde Manuel Becerra, que no voy a poder salir del metro Aeropuerto. Porque no tengo un euro para el suplemento. No tengo ni cinco céntimos. Entonces mi hermano va a salir por la Sala 2 cansado de su viaje y nadie le va a dar la bienvenida. Se pondrá triste y mi familia será el hazmerreír de los operarios de Barajas. Luego vendrá hacia el Metro. Yo no habré dejado de mirar pasajeros aéreos que quieren ser pasajeros subterráneos. Quizá no lo vea, a mi hermano. O sí. Entonces le explicaré todo y le diré que lo siento mucho.


Me arrebato. Cómo no me van a dejar salir del Metro, por favor. ¿Esto qué es, una sociedad sin caridad? Le contaré al guardia, me entenderá. Y si no me entiende (me arrebato) pues salgo a la fuerza del Metro. Sí, salgo a lo bruto. Qué van a hacer, ¿pegarme? ¿Meterme de nuevo en el Metro? (Me echo a reír en Avenida de América.) ¿Llamar a la policía por un euro?


No sé.


11.


Hago trasbordo en Nuevos Ministerios. De pronto todo el mundo arrastra maletas con ruedas. Subo a un tren.


Pienso. Pero luego tengo que entrar en el Metro, otro euro. Mi hermano no tiene euros porque viene de un país con otra divisa. Necesito dos euros para entrar en el metro. Me doy cuenta de que pagar 1.100 euros es mucho más fácil que pagar 1 euro. Me duele un poco la cabeza.


¿Y si espero a que sean las 12 de la noche, las 12 y 1 minuto para que, siendo otro día, empiece de nuevo a contar mi crédito de 600 euros del cajero? Sí, eso haré con mi hermano. Esperar junto al cajero 4B de la parada Aeropuerto. Esperar con sus maletas y su jet lag, junto al cajero. Y en cuanto den las doce sacaré 600 euros del cajero y pagaré el suplemento del aeropuerto a todos los pasajeros del Boing 747 Chicago-Madrid.


Sí, a todos.


12.


Aeropuerto. Abandono el vagón. Sigo a los demás viajeros hacia las escaleras mecánicas. Divisamos un cartelón en la superficie.


SUPLEMENTO AEROPUERTO 1 EURO.

viernes, 3 de agosto de 2007

Mira cómo me hago el interesante hasta la última palabra

1.

No tengo tabaco. Cuando no tengo tabaco pienso en dejarlo. No fumaré más, me digo. Luego vuelco el vaso de las monedas y cuento calderilla hasta 2,55 euros.

Tengo un montón de monedas en un vaso. El vaso es alto, de cerámica, me lo regalaron en Japón. No vale nada. Las monedas llegan hasta arriba del todo, y son de cinco céntimos y de dos céntimos. Una mierda de capital. A veces me encuentro 10 yenes. Una mierda. Siempre que quiero comprar chicles o tabaco, cuento monedas pequeñas. Quiero vaciar el vaso y tirarlo a tomar por culo. Fumo que no veas y masco chicles como un loco. El vaso sigue repleto de monedas. No lo entiendo. Cada vez que veo el vaso lleno de dinero me deprimo. La calderilla me da asco. Cuantas más monedas de 2 céntimos tengo más me apetece ahorcarme. Me paso el día rebajando el vaso de las monedas de 5 céntimos y de 2 céntimos a base de compras menudas, como el tabaco y los chicles y a veces un barra de pan; pero luego, en cuanto salgo a la calle lógicamente sin mi vaso, y me compro cualquier cosa con un billete, resulta que me devuelven un cambio fracionadísimo y repugnante, y que me vuelvo a mi casa con toda esa quincalla y enseguida la tiro sobre la mesa con las llaves y el mechero y algunos papelitos de los chicles y del asco que me da ver las monedas pequeñas rueda que te rueda por la superficie de la mesa, y en caída libre, y por todas partes como insectos sin patas, las acabo por poner en el vaso japonés, que no se termina nunca de vaciar, y estoy a punto de enloquecer.


2.


Últimamente estoy de mal humor. De muy mal humor. Creo que mi modo de entender la vida se basa en extremos, y que necesito enfadarme mucho para que el enfado me haga efecto. Me enfado por gilipolleces, básicamente. El metro sobre todo no lo soporto. Cuando estoy en el metro sufro hasta ulcerarme. Odio a esa gente, cuanto hablan. Si alguien empieza a hacer resonar un anillo contra una barra me entran ganas de llorar. Si alguien habla de lo que ha comido o de la siesta que va a echar, me cambio de vagón. Antes me cambiaba mucho de vagón, recorría todo el puto tren del primer vagón al último vagón, sufriendo con entusiasmo. Me di cuenta, y dejo constancia de ello para pública enseñanza, me di cuenta de que, cuando te cambias de vagón porque alguien te molesta, en el siguiente vagón te van a molestar aún más. Cambiar de vagón es subir el nivel de exigencia contra la irritación. Si uno se cambia mucho de vagón, puede acabar sobre las vías.

3.


Lo más tierno que me ha pasado últimamente tiene que ver con el ticket del metro. Estaba en la Caracola, solo, un domingo como a las siete de la tarde. Paseaba por la calle de La Palma y me embriagó el aroma a hierbabuena. Me asomé a la Caracola y vi a la camarera deshojándola. Me senté y pedí un mojito. Estaba bien rico y me puse a leer entre sorbo y sorbo El bosque de la noche, de Djuna Barnes. Era feliz como un cubito de hielo. Cuando me cansé de la lectura, marqué la página y cerré el libro. Alcé la vista. La camarera, acodada en la barra, me miraba, sonriente. Me incomodó un poco pero luego hice un gesto que podría verbalizarse como: ¿Todo bien? Ella abrió su boca para decir: Yo también uso el tickett del metro.

Me enamoré un poco. También me hice muy fiel al local.

4.


Bueno, lo que quería contar aquí es lo que me pasó con un ciego. La verdad es que últimamente me siento muy inseguro acerca de mi competencia literaria. Esto suena falsamente modesto y nadie se lo cree y todos me auguran un futuro de la hostia y, buff, estoy super harto. No me veo capaz de escribir otra novela y menos de escribir otra novela potente. Ni siquiera estos cuentos que antes me salían como churros, prácticamente tardaba lo que se tarda en mecanografiarlos, me parecen actualmente accesibles a mi intelecto. Los escritores suelen no releerse por miedo a no gustarse; yo me gusto tanto que cuando me releo me doy complejo. Estar a la altura de mí mismo me agobia un montón. Me admiro mucho, en serio. Debe de haber pocos escritores en este país que, lo hagan bien o lo hagan mal, lloren tanto y rían tanto y crean tanto en lo que hacen como yo. Mi vanidad no es profesional: creo que hay un montón de gente que escribe mil veces mejor que yo. Mi vanidad es mi sangre: yo me estoy matando por esta mierda, joder.

5.

Lo del ciego. Pues, como decía más arriba con eso del tabaco, fui al bar de la plazuela a comprar un paquete. El bar es, en términos más exactos, un restaurante gallego, y tiene un montón de cuadros y bustos de Franco por dentro. Mola bastante. Quiero decir que un bar con retratos de Franco da mucho morbo y crea grandes conflictos morales. El restaurante es un éxito porque, como debería decirse cada día, la gente no vive en los periódicos o los libros de Historia y el 11 M y la guerra civil les importan tres cojones. Se come bien, ergo viva Franco.

El caso. Que al cruzar la calle por el mero medio un tipo da una voz, desde el paso de peatones, pidiendo ayuda. Es un señor gordo, con camiseta blanca y pantalones por debajo de las rodillas. No sé cómo se llaman esos pantalones. “¿Dónde está la calle San Basilio, por favor?”, dice. Y yo: “Ni idea.” Y entro en el bar.

Los camareros del bar de Franco son sudamericanos. Les indico que deseo uno de esos souvenirs tan simpáticos que rezan “Fumar mata” y activan amablemente la máquina expendedora. Compro Fortuna, me agacho y me siento muy sexy porque no llevo calzoncillos (cómo indiqué hábilmente en el primer párrafo de este texto; o en el segundo: da igual).

Salgo del bar, entonces. Y cruzo la calle por el medio y avanzo por la plazuela hacia mi casa. Hace un calor tremendo. Al llegar al otro lado de la plazuela me fijo en que el señor que preguntó a los cuatro vientos por una calle santa está platicando con un ecuatoriano. Me acerco. “La calle San Basilio... Ni idea”, el ecuatoriano. El preguntador callejero lleva gafas de sol y un bastón blanco. El ecuatoriano se aleja y el ciego sigue su camino. Da un montón de tumbos y casi le pilla un coche. Luego mete el pie en un socavón. Luego se queda en mitad de la calle.

-Anda, sígueme, que te vas a matar –le digo.

-¡Gracias!

Me echo a andar y el ciego me sigue. Luego me doy cuenta de que el ciego no puede seguirme porque no emito señales acústicas ni hago nada por ser localizado.

-Mejor ponme la mano en el hombro, ¿no?

Así vamos calle arriba, yo delante y el ciego a mi espalda, hasta que llegamos a una esquina.

-Espera aquí que voy a preguntar.

Le pregunto a todo el mundo por la calle San Basilio. Nadie sabe dónde está. Me vuelvo y veo al ciego, a unos 100 metros, hablando por su móvil. Luego cuelga y grita mi nombre.

-Dime.

-¿Sabes dónde está el Burger King?

-Joder, a tomar por culo de aquí. Sí que te han indicado bien...

-Allí me esperan...

-Vale, vamos para allá.

Posa su mano sobre mi hombro e iniciamos el peregrinaje hacia el Burger King.

Como está muy lejos, al ciego le da tiempo de hacerme un montón de preguntas. Ya le dije cómo me llamaba. Ahora le cuento qué edad tengo y mi estado civil. También me pregunta mi altura. Y en qué trabajo.

Él se llama Óscar y vende cupones. Se quedó ciego en un accidente de moto. Como su padre era español (su madre, peruana) pudo venirse para acá.

De camino a la hamburguesería, el ciego se va dando contra los espejos retrovisores de los coches aparcados.

-Lo siento –digo-, es la primera vez que guío a un ciego.

Su mano sobre mi hombre se vuelve sensual a cada paso. Me da que es gay. Me resulta bastante obsceno ir con un tipo tocándome el hombro durante veinte minutos.

Llegamos a la calle principal del barrio. Estamos cerca.

-¿Te puedo hacer una pregunta? –el ciego.

-Dime –yo.

-Espera que pase esta gente...

Nos cruzamos con un ruidoso grupo de chavalas.

-Es para que no me oigan...

-...

-¿Cómo llamáis aquí a un muchacho...? –se interrumpe.

Chaperos, pienso. Me gusta mucho contestar preguntas antes de que acaben de ser formuladas. Así, mientras terminan de preguntarme, puedo dedicarme a pensar en mis cosas.

-A ver, un muchacho que tiene el sexo... muy desarrollado.

-...

-¿Cómo lo llamáis en España? En mí país les decimos “aventajados”.

-En España no tienen nombre concreto, me parece.

Grandes pollas. Yo qué sé.

-Ah, vale.

-Oye, ahí está el Burger King...

El Burger King es el único restaurante de franquicia que hay en todo mi distrito. Mi vida sería más placentera si al menos nos pusieran un VIPS. Me gusta mucho el VIPS, las ensaladas y eso. Además que en el VIPS los vasos de la coca cola son muy chulos.

-¿Cómo reconocemos a tu amigo?

-Bueno, es invidente, como yo.

-Genial.

Miro en busca de invidentes. Un tipo acaba de dejar su coche en marcha en mitad de la calle y se baja. Entra y sale del Burger con sus gafas de sol puestas. Sube a su coche y se va. Luego veo a otro señor con gafas de sol; y a otro y a otro. Estoy haciendo ciego a todo el mundo. No localizo a su amigo.

Finalmente viene. Lleva gafas de sol y gorra verde. Ve un poco. De hecho, el ciego al que he guiado también me ha dicho en un momento dado que veía un poco. Eso no me parece nada serio, la verdad.

-Bueno, A., muchas gracias.

Le doy la mano al ciego; y a su amigo ciego, y me voy para mi casa.

6.

Bueno, eso era. Tenía que haber hecho un cuento ajustado, seco, de prosa descriptiva para contar lo del ciego. Pero al final conté lo de las monedas en el vaso y me di cuenta de que no me iba a salir. Las monedas en el vaso no tiene nada que ver con el ciego, así que el texto perdía fuerza desde el principio. En realidad tampoco sé qué hay detrás de lo del ciego. En otros cuentos sí lo veo claro: voy al grano, a la médula de la historia. Pero ayudar a un ciego tampoco me inspira tanto. ¿Caridad? ¿Que parezco un cabronazo pero tengo mi corazoncito? ¿Que el ciego quería follar? ¿Que todos somos ciegos en esta vida pero vemos lo suficiente para contar calderilla? Bah. Paso de retórica.

7.

También quería meter sexo crudo un poco. Todo el mundo se cree que follo un montón y mi amigo o algo Miguel Beige me lo recuerda cada vez que me ve. “Estás muy demacrado, A., qué pasa, ¿no comes?”, y se ríe el gran tipo de Miguel. Me halaga. Le contesto: “Bueno, puede ser todo mentira, lo que escribo”. Y él: “Me da a mí que no...”

Así que contemos algo de sexo. A ver, qué me invento. Ah, por cierto, que he notado últimamente que las chicas mienten un montón sobre su vida sexual. Siempre se tiran el rollo de que follan y han follado mucho, y luego te das cuenta de que nanai. Curiosamente a mí me pone mucho saber que hay otros detrás de ellas, así que no les cuestiono la estrategia. Pero luego me siento un poco engañado.

Bah, no cuento nada de sexo. A ver si hago una novela porno, como anuncié en su día. Una novela de sexo. Tenía algunos títulos: La bestia íntima, por ejemplo. No me gusta. Parece poesía. ¿De qué voy? La bestia íntima: qué puta basura. Otro título (yo tengo títulos muchos así para ir tirando): Mientras sube el tiempo sus escaleras. ¿Qué os parece? También demasié de poético. Por supuesto, es un endecasílabo. Me gustaría titular algo Intimidad, pero ya se me adelantó ese subnormal hindú que no me quiero acordar ni de su nombre. Qué subnormal. Intimidad. Titulón.

Por cierto, tampoco sé cómo titular este post. Como va un poco de todo... Primero iba a ser “Ciego”. Lo de titular los post con una sola palabra expresa, en realidad, cierta frigidez; o mejor: rigidez. Como miedo. Pones sólo una palabra y, zas, quedas bien. Un título de más de tres palabras tiene muchos riesgos.

Según iba escribiendo este texto, se me ocurrió “Irritación”. No sé. Lo curioso es que tú ahora que lo estás leyendo ya sabes cómo se llama, cosa que yo ignoro: aún estoy escribiendo.

Último párrafo. Este texto se va a llamar (se llama para ti), “Mira cómo me hago el interesante hasta la última palabra.” Una mierda. Estoy cansado.