jueves, 25 de enero de 2007

Dedicatoria

En la editorial, donde he ido a recoger los ejemplares justificativos de mi novela, me presentan a un ensayista uruguayo. Es oscuro. Lleva puestos dos jerseys. Oscuros. Fuma tabaco. Negro. Me invita a sentarme a la mesa. En un extremo. Le veo fumar y beber vino tinto; yo fumo y bebo agua. El ensayista tiene el codo apoyado en el tablero, la mano vencida por la muñeca, con el cigarrillo tintineante entre los dedos.

-¿Publicaste? –me dice.

-Sí –contesto.

-Mi más sentido pésame.

El ensayista da una calada a su cigarrillo. Yo trato de estar triste: lo consigo porque siempre tengo muchos motivos para no estar feliz.

-¿Viste la editorial? –pregunta.

-Sí, ya la vi –miro el vaso de agua-. Me ha gustado sobre todo el cuarto de lectura, con todos esos manuscritos encuadernados en espiral.

-Seguro te dan pena.

-Un poco, sí –carraspeo: trato de justificar que sólo soy “un poco” sentimental, con esto: -Hojeé algunos, me recordaban a mí mismo, enviando manuscritos todo el tiempo. Sin embargo, me llamó la atención, me dejó helado de hecho, ver que la gente envía sus manuscritos dedicados. Quiero decir: le ponen ya la dedicatoria. No lo entiendo. No sé qué dedican: la nada; para qué; es como coger una servilleta en un bar y firmarla. Yo creo que hay que dedicar la edición de un libro, no que el libro exista.

-No hay que dedicar nada –el uruguayo, ensayista, a lo mejor ninguna de las dos cosas, apaga su cigarrillo y se mancha de ceniza la punta de los dedos-. Te cuento, si quieres.

-Por favor.

-Yo he publicado doce libros, en distintas editoriales, con suerte variada y repercusión nula en la intelectualidad de tu país. Pero eso da igual. Yo he dedicado mis libros, siempre, con amor, casi con servilismo, como el mejor regalo que puede uno hacer.

-Eso es.

-Sin embargo, algo pasa, algo malo, con las dedicatorias de mis libros. El primero fue para mi novia, pero mi novia me dejó y ahora su nombre en mi primer libro es como un regalo que no ha querido llevarse consigo, una cosa que me estorba en casa, su nombre, un boomerang emocional: boom. Luego dediqué a mis padres: se murieron. Se murieron enseguida y no creo ni que acabaran de leer la dedicatoria entera. Era larga. Las dedicatorias tienen que ser largas, por cierto. Luego: dediqué a mi nueva novia. Me dejó. Dediqué a mi mejor amigo: me dejó. Dediqué a un eminente novelista argentino: ¡me denunció! Dijo que yo no le conocía a él. Entré en crisis, pensé que había una maldición. Cada nuevo libro que daba a la imprenta me exigía ser dedicado, yo no sabía a quién, dedicaba a voleo y aún así tenía problemas.

-Joder.

-Busqué causas, soy ensayista, lo mío es todo causa. Llamé a mis ex novias y ninguna contestaba al teléfono; las busqué, no estaban. Rastreé su vida como un perro de presa: realmente no estaban, se habían esfumado del mundo, como mis padres muertos y mis amigos preteridos. Así confirmé por fin mi teoría: mi dedicatoria es una maldición. Toda persona a la que dedico un libro desaparece de mi vida. Desaparece por completo.

-...

No sé qué decir.

-Mi próximo libro –concluye el oscuro ensayista uruguayo- me lo he dedicado a mí mismo.