lunes, 2 de abril de 2007

¿Haces zen?

Me la encuentro sentada en un taburete muy bajo, con las piernas cruzadas y las manos dormidas sobre el batín.

-Hola, ¿qué tal? –saludo.

-Hola, A. –me dice, y la comisura de sus labios se estira sutilmente.

Permanece sentada mientras yo dejo mis cosas sobre una silla junto al radiador. Luego ocupo el butacón. Cruzo las piernas a la altura de los tobillos (mis tobillos, entrechocándose a través de los calcetines, me entretienen como títeres), ubico mis manos sobre mi estómago y suspiro profundamente.

-¿Qué hacemos hoy? –pregunto.

La doctora, entonces, se levanta. He vuelto la cabeza para ver cómo coge el croquis de mi dentadura, que está sobre un mueble metálico. Lo mira apaciblemente, como una niña que aparta guisantes con el tenedor.

-Sí, sí –dice-, hoy seguimos con la grande.

-El empaste roto.

-Ajá.

Enderezo el cuello, miro por la ventana. Los edificios anaranjados, las ventanas de aluminio oscuro, con cortinas abiertas y vidas familiares destinadas a una cena, un rato de televisión, un tránsito de sueño.

Entra la asistente. La doctora está junto a mí, y el butacón me está poniendo horizontal al mandado de un botoncito verde.

-Está aquí Nuria –la asistente.

-Atiéndela –dice la doctora- la anestesia tardará bastante en dormirle. Abre la boca, A.

Abro la boca.

-De acuerdo –la asistente se marcha.

-Abre un poco más, así...

La aguja se me ha clavado en el fondo de la boca, en la raíz de la mandíbula. La doctora tira de mi labio superior y siento la anestesia hacerse un hueco en mi cuerpo. La doctora parece estar sacando poco a poco la aguja de la jeringuilla para que quepa toda esa adormidera.

-Ya está. Tardará un rato. ¿Quieres que te ponga recto?

-No. Así estoy bien.

-Puedes dormirte si quieres –bromea.

-Sí, jeje.

Por el rabillo del ojo, la veo ocupar de nuevo el taburete, cruzar las piernas y matar las manos sobre el regazo. Miro por la ventana, la luz. Me toco la mejilla con las yemas de los dedos, como si palpara en los bolsillos cosas que acabaré por extraviar.

Vuelvo la cabeza y miro a mi dentista.

-¿Haces zen?

-... –sonríe.

-Quiero decir, estás siempre tan tranquila. Eres super serena –y trazo con las manos un horizonte de serenidad –Así.

-No, no hago zen.

-¿Ni relajación ni nada?

-No. La procesión va por dentro. No te creas. Ya me lo habían dicho, que soy muy estable, pero no es así. Para nada.

-Ah.

Vuelvo de nuevo la vista al ventanal. Me toco la mejilla. Juqueteo con mis tobillos.
-Oye, esto es como el psicólogo, ¿eh? –yo.

La luz del día sigue ataviando la tarde. Veo una calle en cuesta, con coches y peatones. Nunca había visto esa calle como ahora, en mis visitas anteriores.

-Siempre que vienes tú es de noche, ¿verdad? –la doctora parece leer mis pensamientos.

-Sí.

-Con esta luz, parece que cunde más el día. Sales, y como no es de noche, te dan ganas de hacer cosas. ¡Es increíble la luz que hace!

-Cambiaron la hora –yo, metódico-, es que adelantaron la hora... O la atrasaron, no sé. Eso es.

-Cunde mucho más el día...

¿Qué haces luego?, pienso en preguntar. Me fascina cuando pienso algo y, durante un segundo, no estoy seguro de no haberlo dicho realmente.

-Mi asistente vendrá en un rato, perdona la demora...

No lo he dicho realmente. ¿Qué haces luego? No puedo decirlo.

-¿Tú lees?

Esta pregunta me sale siempre de manera muy fluida.

-Eh, sí. No mucho. Sólo en vacaciones.

-Ah.

-En el avión, sí.

-¿Y qué lees?

-Bueno, de todo.

-...

-Me gustan los libros que se pueden leer de un tirón. Me gusta terminármelos enseguida, aunque sean gordos.

-Los pilares de la tierra, por ejemplo.

-Sí. Bueno, en Navidad me leí fue La biblia de barro.

-De Julia Navarro.

-No recuerdo. Sí, estuvo bien. Luego me leí La sombra del viento. El último que leí fue Tokio Blues.

Se encienden todas las alarmas de mi cerebro, todos esos ganchitos, todas esas cadenas que arrastran conversaciones.

-De Haruki Murakami. Está bien, ¿no?

-Sí, bueno. Un paciente me dijo que era el mejor libro que había leído en su vida, pero a mí no me gustó especialmente.

-Yo escribo, ¿sabes? Acabo de publicar un libro sobre Japón. Está en la Casa del Libro. También está en El Corte Inglés.

Suficiente.

-Vaya. ¿Sí? ¿Y de qué va?

-Bueno, de Japón, un poco. Por encima. Por debajo no va de nada.

-Pero tendrá... una historia... y un final... y como... historias o así...

-No, no. Yo no hago ese tipo de literatura.

-Ah –la doctora sigue estática, sobre el taburete. Yo la estoy mirando gracias a giros intermitentes de mi cuello, torsiones puntuales que derrota el cansancio de un músculo, ahí junto al hombro, que no sé cómo se llama. – Pero, ¿a quién se parece lo que escribes?

-No sé. A Camilo José Cela, por ejemplo.

No parece que le aclare nada.

-Pero, ¿cómo se llama la literatura que tú haces? ¿No es bestseller?

-Se llama literatura de calidad.

-Literatura de calidad. ¿En serio?

-Sí. En serio se llama literatura de calidad.

-...

-La próxima vez que venga te traigo un ejemplar de mi novela, ¿vale?

-Vale. Muchas gracias.

Ha pasado un buen rato. Hemos seguido hablando. La asistente continúa despachando con Nuria, persona que de inmediato se ha hecho acreedora de todo mi afecto. La doctora responde a mis preguntas sobre su trabajo. Me interesa su trabajo. Me interesa todo de ella. Algunas preguntas la descolocan (“¿Donde vais los dentistas cuando necesitáis ir al dentista: u os lo hacéis vosotros mismos, con un espejo?”), otras son respondidas de manera muy precisa: “Trabajo aquí una tarde y dos mañanas a la semana. Mi trabajo es así, tienes que desempeñarte en varias clínicas, no sólo una, a no ser que abras la tuya propia.”

-Ah.

Llevo un buen rato que, cuando hablo, me pongo la mano sobre los labios. Me da cierto impudor no notar que los muevo, no saber qué postura adoptan, que ridículo perpetran, desmereciéndome.

Por desgracia, la asistente llega.

-¡Perdonaaaad!
-Vamos allá –la doctora.

Encienden la lámpara amarilla y me ciegan. Cierro los ojos. Toda está negro ahora, pero restallan aquí y allá, como galaxias que perecen, destellos rojos, verdes, alguno blanco.

-¿Sabes que A. es escritor? –la doctora, en la oscuridad. Y metiéndome herramientas en la boca –¿Verdad, A.?

Creo que estoy asintiendo.

-¡Qué pacientes tan literatos tenemos! –dice la asistente, que sujeta tubos y baberos del otro lado de mi cuerpo –Está Jorge, que siempre nos regala libros. Luego, ¿te acuerdas de la señora María? Dice que ha dejado de trabajar para escribir su novela. Y el señor Juan estaba escribiendo cuentos. Me los trajo el otro día, escritos a mano...

La oscuridad continúa. Compito con todos los desdentados del panorama literario de Arganzuela.

-¿Qué tal Nuria?

Las chicas me acribillan una muela, me la sustituyen y pulen sin dejar de hablar ni un momento.

-Deprimida. ¿Sabes lo de su hija?

-No.

-Pues dio a luz, ¿no?, y dice que no acaba de creerse que es madre. Que mira al bebé, tú te crees, y que no se cree que eso haya salido de su cuerpo.

-¿Eso no es el trauma postparto?

-No. Eso sólo le pasa a la hija de Nuria. Viven en un piso muy pequeño, además.

-Cómo el de José.

-No, no tan pequeño... Esa gente... Jolines... No sé cómo pueden vivir en treinta metros cuadrados... Es... como esta habitación o un poco más...

Yo, en la oscuridad, escucho. Escucho palabras y torturas bucales. Hay una extraña impresión de estar escuchando desde detrás de una puerta.

-Mujer, pues viven como viven. Se organizan. Tienen armarios hasta el techo, y las camas todas plegables. Se puede vivir.

-¿Sí? No sé. Yo no podría.

La asistente hunde más el tubo para aspirar un reducto arenoso que tengo adherido al velo del paladar.

-Con nosotras podrías escribir un montón de historias, ¿eh, A.? –me dice la doctora.

Trato de asentir, en vano.

-Mastica con fuerza. Casteñetea. Rechina los dientes. Abre.

Ha parado el ruido. El taladro. La sobrepoblación de fierros.

-Mastica con fuerza. Castañetea. Rechina los dientes. A ver.

Noto que la luz se apaga. Abro los ojos.

-Ya está. ¿Te molesta?

-No. No sé. No noto nada.

-¡Era un agujero enorme!

Suena un teléfono móvil.

-¿Ah, sí?

La doctora se marcha hacia la habitación de al lado. Por el camino, antes de volverse, estuvo moviendo la cabeza de arriba abajo.

-Bueno, ya te queda poco, A. –la asistente.

Me levanto. Me duele todo el cuerpo. Escucho a la doctora hablar por teléfono. Sigo escuchándola mientras, sin prisa alguna, doy los cinco pasos que me separan de la silla que soporta mi cartera y mi abrigo, mi bufanda. Me pongo primero la bufanda. Pero luego me la quito y me pongo primero el abrigo y luego la bufanda. Miro por la ventana. Tomo mi cartera. No dejo de escuchar la voz de la doctora. Parece que habla con un familiar, nunca un novio.

-Ven que te tomo nota –la asistente sale, dejando un rastro que he de seguir, para pagar y acordar cita nueva.

Sigo ese rastro como un caracol comatoso. Veo, seccionado, el perfil de la doctora, que sigue dale que te pego con su teléfono móvil.

Salgo de la habitación.

-Qué bien. Sólo te queda una visita –me dice la asistente, sentada a la mesa de papeles.
-... –yo.

-A ver qué días tenemos... –hojea la agenda.

¿Qué haces luego?, pienso. Luce un prendedor en lo alto de la cabellera, castaña. ¿Haces zen?

-Ya en abril, no se puede antes.

-¡Eh! A., que te vas sin despedirte –la doctora, ufana, acaba de asomar la cabeza por la puerta del quirófano.

-¡Perdona! –yo, niño-, como estabas hablando por teléfono...

-Si me traes tu libro la próxima vez, genial, ¿eh? Si quieres, ¿eh?

-Vale, el próximo día te lo traigo. Hasta luego.

-Adiós.

Y la ilusión ocupa su taburete, muy bajito.