viernes, 4 de mayo de 2007

Filipinas

En el restaurante donde como habitualmente no me hacen ni caso. Estoy en la barra, con un billete de diez euros en la mano, tratando de conseguir cambio para comprar cigarrillos. El camarero, que es como peruano, como ecuatoriano, como bantú, se la pasa poniendo cafés y mirando papelitos debajo de la barra. A mí, ni caso.

Salgo del restaurante con el billete aún en la mano. Diez euros. Mi salida coincide con la de los chavales del instituto. Las Juventudes de Chamberí, niños monos, niñas monas, con mochilas y móviles y muchas ganas de llamarse por teléfono para quedar en la esquina del fondo, un rato.

Localizo un bar. Entro y pido cambio. Me dan todo en monedas de 1 euro. El dinero, amén de ser sucio, pesa como pecados por cometer. Me acerco a la máquina expendedora de tabaco y espero que OFF cambie a ON. Cambia. Fortuna. 2,55 euros.

Salgo.

Ocupo un banco vacío, en la calle García de Paredes. Enciendo un cigarrillo, cruzo las piernas y hago como que estoy muy concentrado en los quicios del universo. Chirría Plutón, pienso; se nos descuajaringa la órbita lunar, propongo; un agujero negro no pega como regalo de Navidad, asumo. Dios tiene su morbo. Afirmo.

Mientras doy caladas a mi cigarrillo, veo pasar, por delante de mis ojos, alumnas de tres en tres. Esto me ha hecho dejar de lado mis cavilaciones intergalácticas y concentrarme en la recurrencia del tríptico adolescente.

¿Por qué van de tres en tres las muchachas? ¿Cuántos son ellos?

Un grupo de tres chicas se me aproxima. Y, cuando doy una de las caladas epigonales a mi cigarrillo, se detienen ante mí, lideradas por una muchacha que apenas alcanza, a mis ojos, los 12 años. Es morena, la nariz chata, gafas, ojos con serpentinas.

Me mira el cigarrillo. Sonríe.

-Perdone... -dice.

-... -yo.

-¿Tiene fuego?

Y saca un cigarrillo. Lo sujeta ante su cara, su cara de 12 años, y veo en los nudillos de su mano una palabra escrita, cada letra sobre un hueso. No entiendo qué pone.

-Pero... -yo, confuso-, pero ¿cuántos años tienes? ¡Por favor!

Se ríe, la niña. Sigue con el pitillo pegado a los labios.

-Darte fuego debe de ser ilegal, por lo menos...

-Porfa...

-Que no, que no...

La muchacha parpadea diecisiete veces seguidas, llenándome la cabeza de aire inocente.

-Toma, anda. Pero enciéntelo tú misma... Yo no quiero... Seguro que es ilegal...

Le paso el mechero. Enciende el cigarrillo. La miro.

-¿Tú tienes origen filipino?

-Sí -me confirma, con cierto orgullo transcontinental, y luego me devuelve el mechero-. ¡Adiós!

Se marchan. Ella, la niña filipina, y sus dos amigas, sosas y rubias y con padres en el barrio.

Enciendo otro cigarrillo. Miro la calle. Los quicios del universo me dan un poco igual; ahora sólo pienso en los nudillos de la chica, en esa palabra de cuatro letras que lleva boligrafeada en la piel, sin sentido.