viernes, 3 de agosto de 2007

Mira cómo me hago el interesante hasta la última palabra

1.

No tengo tabaco. Cuando no tengo tabaco pienso en dejarlo. No fumaré más, me digo. Luego vuelco el vaso de las monedas y cuento calderilla hasta 2,55 euros.

Tengo un montón de monedas en un vaso. El vaso es alto, de cerámica, me lo regalaron en Japón. No vale nada. Las monedas llegan hasta arriba del todo, y son de cinco céntimos y de dos céntimos. Una mierda de capital. A veces me encuentro 10 yenes. Una mierda. Siempre que quiero comprar chicles o tabaco, cuento monedas pequeñas. Quiero vaciar el vaso y tirarlo a tomar por culo. Fumo que no veas y masco chicles como un loco. El vaso sigue repleto de monedas. No lo entiendo. Cada vez que veo el vaso lleno de dinero me deprimo. La calderilla me da asco. Cuantas más monedas de 2 céntimos tengo más me apetece ahorcarme. Me paso el día rebajando el vaso de las monedas de 5 céntimos y de 2 céntimos a base de compras menudas, como el tabaco y los chicles y a veces un barra de pan; pero luego, en cuanto salgo a la calle lógicamente sin mi vaso, y me compro cualquier cosa con un billete, resulta que me devuelven un cambio fracionadísimo y repugnante, y que me vuelvo a mi casa con toda esa quincalla y enseguida la tiro sobre la mesa con las llaves y el mechero y algunos papelitos de los chicles y del asco que me da ver las monedas pequeñas rueda que te rueda por la superficie de la mesa, y en caída libre, y por todas partes como insectos sin patas, las acabo por poner en el vaso japonés, que no se termina nunca de vaciar, y estoy a punto de enloquecer.


2.


Últimamente estoy de mal humor. De muy mal humor. Creo que mi modo de entender la vida se basa en extremos, y que necesito enfadarme mucho para que el enfado me haga efecto. Me enfado por gilipolleces, básicamente. El metro sobre todo no lo soporto. Cuando estoy en el metro sufro hasta ulcerarme. Odio a esa gente, cuanto hablan. Si alguien empieza a hacer resonar un anillo contra una barra me entran ganas de llorar. Si alguien habla de lo que ha comido o de la siesta que va a echar, me cambio de vagón. Antes me cambiaba mucho de vagón, recorría todo el puto tren del primer vagón al último vagón, sufriendo con entusiasmo. Me di cuenta, y dejo constancia de ello para pública enseñanza, me di cuenta de que, cuando te cambias de vagón porque alguien te molesta, en el siguiente vagón te van a molestar aún más. Cambiar de vagón es subir el nivel de exigencia contra la irritación. Si uno se cambia mucho de vagón, puede acabar sobre las vías.

3.


Lo más tierno que me ha pasado últimamente tiene que ver con el ticket del metro. Estaba en la Caracola, solo, un domingo como a las siete de la tarde. Paseaba por la calle de La Palma y me embriagó el aroma a hierbabuena. Me asomé a la Caracola y vi a la camarera deshojándola. Me senté y pedí un mojito. Estaba bien rico y me puse a leer entre sorbo y sorbo El bosque de la noche, de Djuna Barnes. Era feliz como un cubito de hielo. Cuando me cansé de la lectura, marqué la página y cerré el libro. Alcé la vista. La camarera, acodada en la barra, me miraba, sonriente. Me incomodó un poco pero luego hice un gesto que podría verbalizarse como: ¿Todo bien? Ella abrió su boca para decir: Yo también uso el tickett del metro.

Me enamoré un poco. También me hice muy fiel al local.

4.


Bueno, lo que quería contar aquí es lo que me pasó con un ciego. La verdad es que últimamente me siento muy inseguro acerca de mi competencia literaria. Esto suena falsamente modesto y nadie se lo cree y todos me auguran un futuro de la hostia y, buff, estoy super harto. No me veo capaz de escribir otra novela y menos de escribir otra novela potente. Ni siquiera estos cuentos que antes me salían como churros, prácticamente tardaba lo que se tarda en mecanografiarlos, me parecen actualmente accesibles a mi intelecto. Los escritores suelen no releerse por miedo a no gustarse; yo me gusto tanto que cuando me releo me doy complejo. Estar a la altura de mí mismo me agobia un montón. Me admiro mucho, en serio. Debe de haber pocos escritores en este país que, lo hagan bien o lo hagan mal, lloren tanto y rían tanto y crean tanto en lo que hacen como yo. Mi vanidad no es profesional: creo que hay un montón de gente que escribe mil veces mejor que yo. Mi vanidad es mi sangre: yo me estoy matando por esta mierda, joder.

5.

Lo del ciego. Pues, como decía más arriba con eso del tabaco, fui al bar de la plazuela a comprar un paquete. El bar es, en términos más exactos, un restaurante gallego, y tiene un montón de cuadros y bustos de Franco por dentro. Mola bastante. Quiero decir que un bar con retratos de Franco da mucho morbo y crea grandes conflictos morales. El restaurante es un éxito porque, como debería decirse cada día, la gente no vive en los periódicos o los libros de Historia y el 11 M y la guerra civil les importan tres cojones. Se come bien, ergo viva Franco.

El caso. Que al cruzar la calle por el mero medio un tipo da una voz, desde el paso de peatones, pidiendo ayuda. Es un señor gordo, con camiseta blanca y pantalones por debajo de las rodillas. No sé cómo se llaman esos pantalones. “¿Dónde está la calle San Basilio, por favor?”, dice. Y yo: “Ni idea.” Y entro en el bar.

Los camareros del bar de Franco son sudamericanos. Les indico que deseo uno de esos souvenirs tan simpáticos que rezan “Fumar mata” y activan amablemente la máquina expendedora. Compro Fortuna, me agacho y me siento muy sexy porque no llevo calzoncillos (cómo indiqué hábilmente en el primer párrafo de este texto; o en el segundo: da igual).

Salgo del bar, entonces. Y cruzo la calle por el medio y avanzo por la plazuela hacia mi casa. Hace un calor tremendo. Al llegar al otro lado de la plazuela me fijo en que el señor que preguntó a los cuatro vientos por una calle santa está platicando con un ecuatoriano. Me acerco. “La calle San Basilio... Ni idea”, el ecuatoriano. El preguntador callejero lleva gafas de sol y un bastón blanco. El ecuatoriano se aleja y el ciego sigue su camino. Da un montón de tumbos y casi le pilla un coche. Luego mete el pie en un socavón. Luego se queda en mitad de la calle.

-Anda, sígueme, que te vas a matar –le digo.

-¡Gracias!

Me echo a andar y el ciego me sigue. Luego me doy cuenta de que el ciego no puede seguirme porque no emito señales acústicas ni hago nada por ser localizado.

-Mejor ponme la mano en el hombro, ¿no?

Así vamos calle arriba, yo delante y el ciego a mi espalda, hasta que llegamos a una esquina.

-Espera aquí que voy a preguntar.

Le pregunto a todo el mundo por la calle San Basilio. Nadie sabe dónde está. Me vuelvo y veo al ciego, a unos 100 metros, hablando por su móvil. Luego cuelga y grita mi nombre.

-Dime.

-¿Sabes dónde está el Burger King?

-Joder, a tomar por culo de aquí. Sí que te han indicado bien...

-Allí me esperan...

-Vale, vamos para allá.

Posa su mano sobre mi hombro e iniciamos el peregrinaje hacia el Burger King.

Como está muy lejos, al ciego le da tiempo de hacerme un montón de preguntas. Ya le dije cómo me llamaba. Ahora le cuento qué edad tengo y mi estado civil. También me pregunta mi altura. Y en qué trabajo.

Él se llama Óscar y vende cupones. Se quedó ciego en un accidente de moto. Como su padre era español (su madre, peruana) pudo venirse para acá.

De camino a la hamburguesería, el ciego se va dando contra los espejos retrovisores de los coches aparcados.

-Lo siento –digo-, es la primera vez que guío a un ciego.

Su mano sobre mi hombre se vuelve sensual a cada paso. Me da que es gay. Me resulta bastante obsceno ir con un tipo tocándome el hombro durante veinte minutos.

Llegamos a la calle principal del barrio. Estamos cerca.

-¿Te puedo hacer una pregunta? –el ciego.

-Dime –yo.

-Espera que pase esta gente...

Nos cruzamos con un ruidoso grupo de chavalas.

-Es para que no me oigan...

-...

-¿Cómo llamáis aquí a un muchacho...? –se interrumpe.

Chaperos, pienso. Me gusta mucho contestar preguntas antes de que acaben de ser formuladas. Así, mientras terminan de preguntarme, puedo dedicarme a pensar en mis cosas.

-A ver, un muchacho que tiene el sexo... muy desarrollado.

-...

-¿Cómo lo llamáis en España? En mí país les decimos “aventajados”.

-En España no tienen nombre concreto, me parece.

Grandes pollas. Yo qué sé.

-Ah, vale.

-Oye, ahí está el Burger King...

El Burger King es el único restaurante de franquicia que hay en todo mi distrito. Mi vida sería más placentera si al menos nos pusieran un VIPS. Me gusta mucho el VIPS, las ensaladas y eso. Además que en el VIPS los vasos de la coca cola son muy chulos.

-¿Cómo reconocemos a tu amigo?

-Bueno, es invidente, como yo.

-Genial.

Miro en busca de invidentes. Un tipo acaba de dejar su coche en marcha en mitad de la calle y se baja. Entra y sale del Burger con sus gafas de sol puestas. Sube a su coche y se va. Luego veo a otro señor con gafas de sol; y a otro y a otro. Estoy haciendo ciego a todo el mundo. No localizo a su amigo.

Finalmente viene. Lleva gafas de sol y gorra verde. Ve un poco. De hecho, el ciego al que he guiado también me ha dicho en un momento dado que veía un poco. Eso no me parece nada serio, la verdad.

-Bueno, A., muchas gracias.

Le doy la mano al ciego; y a su amigo ciego, y me voy para mi casa.

6.

Bueno, eso era. Tenía que haber hecho un cuento ajustado, seco, de prosa descriptiva para contar lo del ciego. Pero al final conté lo de las monedas en el vaso y me di cuenta de que no me iba a salir. Las monedas en el vaso no tiene nada que ver con el ciego, así que el texto perdía fuerza desde el principio. En realidad tampoco sé qué hay detrás de lo del ciego. En otros cuentos sí lo veo claro: voy al grano, a la médula de la historia. Pero ayudar a un ciego tampoco me inspira tanto. ¿Caridad? ¿Que parezco un cabronazo pero tengo mi corazoncito? ¿Que el ciego quería follar? ¿Que todos somos ciegos en esta vida pero vemos lo suficiente para contar calderilla? Bah. Paso de retórica.

7.

También quería meter sexo crudo un poco. Todo el mundo se cree que follo un montón y mi amigo o algo Miguel Beige me lo recuerda cada vez que me ve. “Estás muy demacrado, A., qué pasa, ¿no comes?”, y se ríe el gran tipo de Miguel. Me halaga. Le contesto: “Bueno, puede ser todo mentira, lo que escribo”. Y él: “Me da a mí que no...”

Así que contemos algo de sexo. A ver, qué me invento. Ah, por cierto, que he notado últimamente que las chicas mienten un montón sobre su vida sexual. Siempre se tiran el rollo de que follan y han follado mucho, y luego te das cuenta de que nanai. Curiosamente a mí me pone mucho saber que hay otros detrás de ellas, así que no les cuestiono la estrategia. Pero luego me siento un poco engañado.

Bah, no cuento nada de sexo. A ver si hago una novela porno, como anuncié en su día. Una novela de sexo. Tenía algunos títulos: La bestia íntima, por ejemplo. No me gusta. Parece poesía. ¿De qué voy? La bestia íntima: qué puta basura. Otro título (yo tengo títulos muchos así para ir tirando): Mientras sube el tiempo sus escaleras. ¿Qué os parece? También demasié de poético. Por supuesto, es un endecasílabo. Me gustaría titular algo Intimidad, pero ya se me adelantó ese subnormal hindú que no me quiero acordar ni de su nombre. Qué subnormal. Intimidad. Titulón.

Por cierto, tampoco sé cómo titular este post. Como va un poco de todo... Primero iba a ser “Ciego”. Lo de titular los post con una sola palabra expresa, en realidad, cierta frigidez; o mejor: rigidez. Como miedo. Pones sólo una palabra y, zas, quedas bien. Un título de más de tres palabras tiene muchos riesgos.

Según iba escribiendo este texto, se me ocurrió “Irritación”. No sé. Lo curioso es que tú ahora que lo estás leyendo ya sabes cómo se llama, cosa que yo ignoro: aún estoy escribiendo.

Último párrafo. Este texto se va a llamar (se llama para ti), “Mira cómo me hago el interesante hasta la última palabra.” Una mierda. Estoy cansado.