sábado, 10 de noviembre de 2007

Déjate

1.

El billete de avión cuesta 1.600 euros. La ida la realizo con AirFrance; la vuelta, con KLM. Voy a Tokio.


2.

Me toca un asiento de ventanilla, en una fila de sólo dos asientos, la más cercana que hay a los aseos. Mi acompañante fortuito está ya en su sitio. Es una mujer gorda y fea, mal vestida. Se levanta para dejarme pasar.

Saco El diablo en el cuerpo de mi mochila y lo pongo en la rejilla del asiento delantero. Luego coloco la mochila a mis pies. Intento encender la pantalla de televisión, pero aún no está operativa. Por los altavoces se oyen incontables mensajes triplicados; primero los enuncian en francés, luego en japonés, luego en inglés. Mi comprensión va de cero a todo, pasando por un poquito.

El avión inicia la marcha. Cuando los aviones ruedan sobre el suelo, sólo ruedan, como un coche o una bici, me dan ternura. Luego echan a volar y su prepotencia me los vuelve antipáticos.
Este avión ya está despegando. En la pantalla veo cómo se eleva. El punto de vista es la panza del aeroplano. La pista de despegue se hunde bajo nosotros y, entre nubes, entramos en el aire, que es un territorio sin fronteras, apolítico, donde soy feliz mientras duran las películas.

Primero veo La jugla 4.0. Luego veo Harry Potter 5. Luego veo Disturbia. Sirven la comida. Veo 300. Molesto a mi vecina para ir al baño. Uso el baño. Molesto a mi vecina para ocupar mi asiento. Abro el libro. Leo a Radiguet. Cierro el libro. Bajo la persiana de la ventanilla. Todo el mundo intenta dormir. Yo sigo viendo películas.


3.

Esperar tu maleta es como asistir a un reconocimiento de cadáveres. Todos los equipajes, baqueteados y llenos de pegatinas, irrumpen en la cinta transportadora, se aventuran en un circuito cerrado de manos amigas. Algunos aguardan su maleta en la boca de la cinta: son los impacientes. Otros se posicionan en el primer hueco que encuentran, como yo. Otros, curiosamente, esperan apartados, como si su cadáver les diera un poco igual.

La propia maleta tarda siempre mucho. Estresa pensar que la perdieron. Pero también da gusto. Que te pierdan la maleta es una favor que te hacen, porque las cosas que posees dejan de preocuparte por unas horas, mientras las encuentran y te las devuelven. Sin cosas, lo he visto muchas veces (siempre le extravían la maleta a alguien), uno se siente liberado de todas las convenciones sociales: llevo la misma ropa porque me perdieron la maleta, soy invulnerable a los problemas porque mi problema ya es que me perdieron la maleta, trátame con amor que, hostia, me perdieron la puta maleta.

A mí nunca me han perdido la maleta, y mira que tengo teorías en favor de esa tragedia. Aparece. Es azul, la misma de siempre. La tomo por el asa y tiro de ella como del cadáver de un hermano.

4.

El hotel cuesta 20.000 yenes la noche, unos 130 euros. Un joven con chaleco rojo trata de arrebatarme mi maleta. No le dejo.

Me registro. Me dan la llave, una llave de verdad, es decir, metal con filo de sierra. En este hotel todo es como hace cuarenta años. No tienen tarjetas en lugar de llaves. Seguramente el chaleco del botones siempre fue rojo.

Mi habitación está en la planta 30. El ascensor es grande. Tiene una pantalla en la parte superior donde veo imágenes de Tokio. Corre muy rápido. Aún así, reparo en el detalle tan japonés de que dispone de dos botones poco habituales en los elevadores de España. Uno para cerrar la puerta más rápido de lo que su sistema automático dispone; y otro para abrir la puerta en contra de lo que su sistema automático dispone. Es curioso que, cuando sólo hay uno de estos botones, en ascensores españoles por ejemplo, es el botón de cerrar la puerta, nunca el de abrirla.

A lo mejor es al revés, pero de ambas opciones pueden sacarse interesantes conclusiones.


5.

Veo rascacielos desde la ventana de mi habitación. Es una ventana que ocupa todo el frontal. Debajo hay una rinconera también muy larga. La cama es doble, sus patas tienen forma de tallo de copa, igual que las sillas, de plástico, que parecen cócteles abandonados sobre la moqueta. Me gusta.


6.

Coloco algo de ropa en el armario. Enciendo un cigarrillo y trato de no creerme que la vida es maravillosa. Cuando alguien te regala un viaje a Tokio (vamos por los 2.000 euros) es difícil no creer que la vida es maravillosa; muy difícil recordar que hay gente que trabaja 12 horas al día por 1.100 euros al mes y que en África se están muriendo de hambre. La verdad es que, que en África se estén muriendo de hambre, me importa muy poco. De hecho: nada. El concepto de gente, o niños, muriéndose de hambre en África ocupa en mi cerebro una parcela común con los Reyes Magos, el ratoncito Pérez y Auschwitz. Es decir, cosas en las que no creo. Estoy harto de los niños que se mueren de hambre en África. Que se mueran todos de una vez. Ya vale, joder.

Decía. Pensaba. Reflexionaba, con perdón. Que qué fácil es, pienso, venderse. Uno no le dice no a un hotel de cinco estrellas ni a toneladas de dinero. Es imposible. La resistencia está en no olvidar que eso no siempre fue así, que yo he estado aquí al borde de la indigencia y que, seguramente, hay todavía gente aquí al borde de la indigencia. Recordar, siempre, que la vida no es justa o injusta cuando es justa o injusta contigo; que somos muchos y hay muchas realidades; que nadie se merece nada; que yo no me merezco esto; que estoy aquí por la curiosidad de verme agasajado, pero que no pierdo de vista que todo lujo es una coordenada, es decir, tiene su antípoda miserable. Y que cuando uno se instala en el lujo, crea miseria.

7.

A ver el programa. Tengo que comer hoy en la embajada. Luego, por la tarde, tiene lugar el evento al que estoy invitado. Luego, tiempo libre durante tres días.


8.

La embajada española es un complejo con dos edificios principales. Uno, moderno, de construcción reciente, aloja las oficinas, las exposiciones, el maltrato a los ciudadanos. El otro es la residencia del embajador.

La cita era a las dos y yo he llegado a la una y cuarenta y cinco. Le digo mi nombre a un guardia de seguridad, que me deja cruzar la verja. Camino por un enorme patio arbolado. Al fondo, como la casa de Norman Bates, se va perfilando la mansión de nuestro diplomático cimero en Japón.

Llamo al timbre. Llevo una chaqueta de Adolfo Domínguez que me regaló mi lover, unos vaqueros de G-Star y unos zapatos color chocolate de corte deportivo que me gustan mucho. Y una camisa, a rayas, de Sfera.

Me abre la puerta una mujer con un caqui podrido en la mano. Lo lleva en la mano derecha, que mantiene estirada hacia un lado. Le digo mi nombre. Me dice que pase y se pierde por la sala. Enseguida una criada con cofia y traje de criada y andares de criada y voz de criada y arrugas, muy vieja, de criada me incita a firmar en el libro de visitas. Firmo.

La criada me habla en inglés. Me invita a pasar a otra sala. Le pregunto su nombre. Carmencita.

-¿Eres española?

Me dice que es filipina.

En el salón de té (¡por ejemplo!) hay mullidos sofases, turgentes sillones, plata en candelabro y platitos, alfombras persas (¿persas?), ventanales con cortinajes espléndidos, tupidos, sobrios, adjetivables hasta el final del párrafo. Y muchos tiestos de ikebana, “arte floral japonés”.

Vuelve la mujer del caqui podrido. Me levanto porque me senté. Si no me hubiera sentado, también habría tenido que levantarme. Es la mujer del embajador.

-Encantado.

Viste de negro, de un modo muy estrafalario. Sus zapatos están llenos de pinchos, como extraídos de puños americanos; lleva chaqueta de frac, con unos guantes negros cosidos en la solapa. Los pantalones también son de algún tipo de ropa de gala.

Hablamos de mí, de quién soy (ella es la mujer del embajador) y saco mi libro para que vea las cosas que hago para estar en su compañía. Ella coge el libro y enseguida lo deja sobre un velador. Luego, cuando se levanta y se pierde un segundo por los pasillos de la mansión, retomo el libro y lo guardo en mi mochila porque, honestamente, prefiero dárselo a otra persona. A alguien que no tenga un velador donde dejarlo, por ejemplo.


9.

La comida cuenta con la presencia del embajador y su mujer, varios modistos que han venido, como yo, al evento de marras; con una directora de y su ayudante; con el responsable de y su ayudante; con la directora de en Asia y con alguna otra persona que no sé qué dirige, pero seguro que algo de mucho interés.

Los cuchillos, los tenedores, las servilletas, por supuesto las cucharas, ni qué decir tiene que los platos, y las copas también, todo, vamos, lleva el escudo de España grabado, pintado, seregrafiado o directamente marcado a fuego. El menú está ante mis ojos, en una tarjeta prendida sobre un soporte que remata una pinza. Es: Marinado de gambas crudas, compota de tomate y yuzu, helado de aceite de oliva de Arbequina; Secreto de Ibérico, guisado de garbanzos, castañas y gingko, crujiente de shiso y salsa de pimentón; Crema al jazmín, crujiente a las especias, jalea de mandarina; Albariño Alba Rosa 2005; Viña Ardanza 1989; Freixenet Cordón Negro.

Seguimos el menú al pie de la letra.

10.

El instituto Cervantes es nuevo, muy nuevo, super nuevo. Y muy chic. Blanco casi todo, destacan los afanes rojos de los respaldos de las sillas, de algunas estanterías en la biblioteca y de la bandera española, que aunque no la he visto, en algún sitio debe de andar ondeando, tan nuestra.

La charla tiene lugar en un subsótano, en un paraninfo de paredes negras, sedosas, y patio de butacas colorista, lleno de cabezas conectadas a un traductor simultáneo.

En la mesa de ponencias estamos dos españoles y dos japoneses, y el director de la institución, que nos presenta brevemente. Tenemos nuestros nombres delante, en cartelitos blancos. Cuando uno tiene su nombre delante, en cartelitos blancos o de cualquier otro tipo, y se sabe nombrado para un público, es difícil, nuevamente, no creer que el mundo es maravilloso, y que uno tiene cosas muy brillantes que decir.

Hablan, hablo, hablamos. Yo digo lo primero que se me ocurre, que siempre es lo mejor que se me puede ocurrir. En realidad una japonesa nos hace preguntas y las vamos respondiendo, así que no hay posibilidad de discurso previo. Mientras hablo, acaricio con las yemas de los dedos la base del micrófono, y de vez en cuando miro hacia la parte alta del paraninfo, donde no hay caras sino una oscuridad que creo que me entiende.

Digo, entre otras cosas, que España no es un país de vanguardia. La pregunta era: ¿Qué movimientos de vanguardia se están llevando ahora a cabo en España? Algo así. La respuesta: en España no se está llevando a cabo ningún movimiento de vanguardia porque España no es un país a la vanguardia de nada, ni ha sido nunca un país a la vanguardia de nada, porque España es un país de seguidismo intelectual y copia buena, mala o regular, donde nadie hace nada original a no ser que lo haya visto hacer en Francia o Nueva York; en España, el artista, el intelectual y hasta el panadero nacen con un techo profesional no bajo, pero sí mucho más bajo que el techo de un panadero de París o un artista o intelectual de Viena; el techo de que nunca harán nada de vanguardia que le importe nada a nadie fuera de España; en España, primero vemos y luego hacemos como que estamos a la vanguardia; incluso para insultar, para provocar, para sacar coños en las películas, primero tenemos que ver que alguien lo ha hecho fuera, y luego ya entonces sí lo hacemos en España. España es un país que, la verdad, vale poquito. Opino.

Se oyen rumores.

11.

Me pagan 400 euros por decir que España es un país que, la verdad, vale poquito. Luego hay un cóctel.


12.

Tengo una copa de vino en la mano. Aquí no se puede fumar. Deambulo entre la gente buscando tías buenas. Hay unas cuentas.

No hablo con nadie hasta que, de pronto, una chica me asalta. Es rubia, pizpireta, bebe vino.

-¡Oye! Contigo quería yo hablar.

-...

-¡Te he visto en la conferencia!

-Guay. Gracias –bebo del vino, la miro de arriba abajo.

-Oye, ¿cómo se te ocurre decir...?

-Perdona, ¿tú nombre es...?

-Esther. Esther Hernando.

-¿Qué haces en Japón?

-Te lo tengo que decir, por eso quería hablar contigo. ¿Cómo se te ocurre decir, aquí, en el Instituto Cervantes, que España es una mierda?

-Yo no he dicho que España sea una mierda, jo.

-¡¡¡Que no!!! Yo es que lo flipo contigo, tío.

Me río.

-Oye, ¿te pagan por esto? Sería la hostia...

-Sí, claro que me pagan.

-¿Cuánto?

-...

-¿No me lo quieres decir?

Apuro mi copa. La suya está vacía. Se lo digo.

-¡¡¡No me jodas!!! ¿Te pagan ese pastón por esta mierda que has dicho?

-El mundo está super loco, tía. ¿Fumas o qué? ¿Se puede fumar aquí?

-No, qué va. Vamos fuera. Píllame una copa de vino y vamos fuera, anda. Voy a coger mis cosas.

Voy a por el vino. Pienso que he ligado. Aparte de que siempre lo pienso, es que ahora lo parece.

Vuelvo con las dos copas. Esther coge una. Abandonamos el cóctel. Cogemos el ascensor.

Seguimos hablando. ¿De dónde eres? ¿Qué haces entonces en Japón? ¿Hablas japonés?
Salimos del ascensor. Caminamos hacia la puerta principal, donde varios japoneses custodian un detector de metales.

-No pasa nada, tíos, luego metemos las copas.

-De acuerdo, Esther, pero no dejéis las colillas en la puerta –dice uno de los guardias-. Al director no le gusta.

-Tranquilo, tío.

Estamos en la acera, justo detrás del letrero de Instituto Cervantes. Fumamos. No paramos de hablar. Esther es muy simpática. Hay 5 tipos de mujeres. Esther es del tipo 3.

-¿Qué haces esta noche? –ella.

-No tengo plan –yo.

-¿Te vienes de copas? Vamos a ir a un club en Shibuya.

-Vale.