martes, 29 de diciembre de 2009

Contenido

Dos lecturas on line son el origen de esta escritura, también on line. Una lectura es la del artículo de Juan Varela donde reflexiona sobre la década tecnológica que estamos a punto de dejar atrás, con especial atención a la frase: "ha sido la década de la cultura libre, el iPod, las consolas y, sobre todo, de la apropiación de la cultura y el entretenimiento por el público". La otra lectura es la de la noticia que dice: Google y Microsoft pagarán 25 millones de dólares a Twitter por "mostrar sus contenidos".

No entiendo el entusiasmo de Juan Varela, y de tantos otros periodistas, intelectuales o líderes de opinión, por el estado actual de Internet. Desconozco los motivos por los que una planilla virtual del mundo real se ve sin embargo aligerada del componente crítico que seguimos aplicando a su modelo. Internet ha revolucionado nuestra forma de aburrirnos, pero no nuestra forma de conocernos. Seguimos siendo ignorantes o cultos, snobs, racistas, obvios o engreídos, ricos y pobres, talentosos o enchufados, iguales a como éramos.

Cuando me inicié en el mundo de los blogs, se oía mucho la ilusionante amenaza: ahora, oculto en un nick, sin que nadie sepa quién soy, y con la posibilidad de decir en público lo que pienso, sacaré la verdad a la luz. Muchos incautos internautas pensaban que anonimato era sinónimo de lucidez, que por llamarse CasaArdiendo en lugar de Lucía López Lucía López iba a desfondar el paradigma intelectual de Occidente. Lo cierto es que tanto Lucía López como todos los demás enmascarados demostraron sólo una cosa: casi nadie tiene nada que decir.

Nada nuevo, nada nieztscheano, nada que cambie la vida de sus coetáneos.

El hecho de que cualquier persona pueda opinar "en público" gracias a Internet no aporta nada de por sí a nuestro propio conocimiento. Ninguna opinión localizable en la Red supera a las opiniones que podían encontrarse en el siglo XVIII: ningún internauta es más ácido que Jonathan Swift, ni más inteligente que Diderot. Ni siquiera alcanzan mayor difusión que ellos, ni que Xavier de Maistre o cualquier borracho hablando en una taberna de Dover. Es una ilusión consentida impíamente la de que escribir algo on line (como esto que yo ahora escribo) llega a más personas que si uno sale a la plaza y lo grita. La mayoría de los blogs los leen sus 50 amigos, y los visitan 34 despistados más que buscaban cualquier otra cosa en Google. Si existen blogs interesantes no lo hacen de una forma que, socialmente, supere la existencia de personas interesantes, libros interesantes, columnas de periódico interesantes. Intelectualmente, todo sigue igual: no somos mejores.

Es más, es peor: a mí, que soy un internauta medio, nadie de mi entorno (pongamos: 200 personas) nadie puede llegarme un día y hablarme de un blog que no conozca, de una web que no conozca, de un vídeo absurdo que no haya visto, de una noticia que no haya leído, de una situación que me desborde por nueva; de una foto que no tenga ya en la retina; y si, por casualidad, alguna de estas informaciones me resulta nueva, cuando llegue a casa y me conecte encontraré enseguida esa información esperándome en alguno de los cientos de blogs que controlo (en diagonal) gracias a un reader de bitácoras. La verdad desoladora es esta: todo el mundo ve las mismas páginas en Internet, lee las mismas noticias, visiona los mismos vídeos, las mismas series de televisión; la diferencia entre los usos de unos internautas y otros es imperceptible, como la diferencia que había, antes de Internet, entre unos televidentes y otros, entre unos lectores y otros, entre unos consumidores y otros.

Debería hacernos temblar la idea de que Internet represente la libertad absoluta, porque, si fuera así, desde luego que habríamos hecho un uso muy estrecho de esa libertad.

La gran estafa de Internet es la equiparación de webs y usuarios. Las webs son negocios privados: buscan hacer dinero. Su moneda de cambio es el tráfico que generan, el número de registrados que captan. Para lograr esto ofrecen un servicio atractivo, falsamente útil. Las empresas privadas de Internet no ofrecen un servicio atractivo para hacernos felices y mejores, sino para ganar dinero. Sin embargo, los opinadores del asunto obvian este hecho fundacional, y consideran que cualquier start up viene a socorrer nuestro desaliento existencial. Facebook no se creó para que todos fuéramos amigos, sino para que todos fuéramos de Facebook. Twitter no se creó para que todos dijéramos qué estábamos haciendo, sino para que no hiciéramos otra cosa que estar en Twitter. Y, una vez que estamos, una vez que somos de, las empresas privadas nos venden, venden nuestras fotos, venden nuestras frases, venden nuestra voluntaria comparecencia. Y lo hacen sin permiso, sin oposición. Entre aplausos.

Seguramente tú lo entiendes: yo no.

No entiendo que el Gobierno, elegido democráticamente, no pueda cerrar webs, pero que una web pueda cerrarse a sí misma, cancelar perfiles, borrar vídeos, borrar fotos, cambiar su diseño sin que medie el menor control. Vender los contenidos de los usuarios sin que medie el menor control. Resulta pavoroso que los Términos de Uso de cualquier página web sean más respetados por algunos internautas que el Código Civil o la Ley de Propiedad Intelectual. Me recuerdan a esos jóvenes díscolos que rompen cristales, o arañan la carrocería de los coches, que no le hacen caso a sus padres, pero que cuando van al McDonnald recogen los restos de su comida y depositan la bandeja en su sitio, educadísimos. Es como si una norma social nos dijera: si te dejan entrar en este sitio tan guay (hamburguesería, web) harás todo lo que te pidan sin rechistar.

La empresa privada en Internet está gozando de total impunidad, y cuenta encima con el apoyo de internautas avanzados, que equiparan la "libertad del internauta" con "la libertad del empresario internauta", cuando la libertad del internauta se diferencia de la del empresario internauta en algo crucial: no es la libertad de hacerse rico. Se nos evangeliza con el disfrute que podemos alcanzar viendo películas gratis, pero no se tiene en cuenta con suficiente gravedad que la web que aloja esas películas gratis cobra por sus anuncios; se nos evangeliza con el disfrute de escuchar música gratis, pero no se hace hincapié en que el maravilloso iPod cuesta dinero, y no poco. Se colabora en proporcionar a los empresarios de Internet contenido de bajo coste, como mano de obra barata, y no se relaciona ese contenido con las personas que están detrás de él, con su esfuerzo o su dignidad. Al igual que el "voluntariado", que ha conseguido que las Olimpiadas y ONGs tengan a un montón de gente trabajando gratis, mientras sus organizadores y promotores monetizan cada una de sus gestiones.

Internet no va camino de democratizar la sociedad, de hacernos iguales, de hacernos sabios ni de hacernos felices. (¿Qué diferencia hay entre que a día de hoy muchas personas pasen 6 horas al día viendo una serie de ficción en Internet -pues, lo siento, la mayoría de nosotros no se dedica on line a leer a Aristóteles ni a leerse entera la Wikipedia- y esas 6 horas que pasábamos en los noventa delante de la televisión, viendo lo que fuera que echaran? Si aquello era la "caja tonta", ¿esto qué es: mi caja tonta o la caja wikitonta? ¿Internet tan idiota como tú quieras?) De lo que vamos camino es de un cambio de poder empresarial. La pelea de fondo es quién manda en el mundo, si la Standard Oil o Google, si Wal Mart o Facebook. La gente no va a mandar nunca, por mucho que ese slogan, patéticamente, sea el que utiliza Google o Facebook, por mucho que el empresario de Internet practique un look de "soy tu mejor amigo" o "soy tan enrollado como tú". (Cada vez que veo a los dueños de Google en camiseta me acuerdo de los dibujos de El Roto en los que el "empresario" sale gordo, con chistera y puro, y a veces hasta un látigo. Esos son los empresarios que quiero yo, empresarios que no roben la equipación del rival.)

En breves segundos le daré a un botón, aquí abajo, que dice "publish post". A partir de ese momento, este post lo leerán unas 100 personas; a lo mejor lo leen 400.

O 450.

¿Y?

¿Eso era todo? ¿En lugar de contarle mis ideas a mis amigos se las cuento "al mundo"? ¿450 personas son el mundo? ¿Esta es mi participación, mi beneficio, mi oportunidad? ¿Tengo que dar las gracias?

¿En serio?

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domingo, 27 de diciembre de 2009

viernes, 18 de diciembre de 2009

Género y práctica: el cuento y la novela

Me ha resultado muy sugerente, dentro de su amargura, la despedida definitiva del blog Masacre en los jardines, bitácora especializada en el género del cuento. Esta despedida no tiene desperdicio, como suele decirse, y me apetece comentarla, para luego tratar de llegar a algún tipo de pensamiento útil sobre dos géneros literarios siempre a la gresca: el cuento y la novela.

Lo más punky del último post de Masacre en los jardines está en la idea de que, creyendo ellos que favorecían el género del cuento, se han sentido de pronto compinches involuntarios de algunos autores (no se citan) que practican el relato breve de manera (a su juicio) desmañada y pedestre. El clima general que desde, no sé, cinco años atrás, se ha creado en los medios de comunicación>sección Cultura>sección Entrevistas a Escritores>tópico: el cuento NO es un género menor, ha contribuido, entre otras cosas, a dar carta de calidad a numerosos textos mediocres que ahora pueden ampararse bajo ese manto de inmunidad literaria que parece haber caído sobre cualquier pieza breve. Masacre en los jardines, entiendo, ha visto como su buena fe, su auténtica creencia en el género del cuento, se ha diluido en una corriente acrítica de interesados, interesadísimos, arribistas mediáticos, lo que les ha hecho sentir que su labor, no sólo caía en saco roto, sino en bolsillos ajenos.

También me ha revuelto el alma leer en esta despedida el miedo. Lo dicen claramente: habían llegado a una situación de popularidad e influencia dentro de la cual negar calidad a un título recién publicado llevaba aparejado enemistades feroces e inmediatas, circunstancia no sólo incómoda, sino muy contraproducente si, como parece el caso, entre los editores del blog hay autores publicados o por publicar, escritores, en definitiva, que, como todos, necesitan llevarse-bien-con-el-mayor-número-posible-de-personas-del-mundillo.

Finalmente, el "fenómeno blog" ve en este post terminal la enunciación de una denuncia necesaria: la existencia de blogs literarios cuyo único fin es recibir libros gratis, la facilidad con la que ese óbolo de papel genera buenas críticas hacia un libro o sello, y la desvengozada coba que desde una bitácora puede hacerse a un editor para que, a posteriori, vea con buenos ojos el manuscrito que uno le envía.

Ojalá vivas tiempos interesantes.

El motivo de que escriba este texto es paradójico: no soy un defensor del cuento o relato, y, si hablara sin pensar, a humo de pajas, al albor de unas copas, diría, por abreviar, sí, eso: el cuento es un género menor. Cuál no ha sido mi sorpresa cuando en esta despedida, despedida de unos fanáticos del relato, he sentido que estaba de acuerdo con ellos, o ellos conmigo.

Hace tiempo acuñé y pensé, no creo haberla pronunciado nunca, esta jaculatoria: Los principales enemigos del cuento son los que los escriben.

Efectivamente, si a mí, y a muchos (y al público "en general") los cuentos nos parecen mucho menos interesantes que las novelas, se debe, como es casi de cajón, a que los cuentos que hemos leído no nos han gustado, o nos han dejado insatisfechos. Por un lado, tenemos la quizá bienintencionada pero, a la postre, nociva tendencia de los suplementos y revistas literarios de invitar a algunos autores, no siempre (de hecho: casi nunca) cuentistas, a que escriban un relato realmente breve, en un par de días, para un especial de Navidad, o contra el tabaco, o sobre el tema que se le haya ocurrido al redactor jefe. Estos cuentos, sin excepciones, son espantosos. Son de encargo, son raudos, son serviles: el resultado es relleno de suplemento, y descrédito del relato.

Así sucede también con las "antologías" de cuentos: se encargan, muchas veces a novelistas, y, entre las prisas y el desinterés de los propios autores, se acrecienta, de nuevo, el descrédito.

Por no hablar de "los libros de mantenimiento": autores de novela que, para seguir en el candelero mientras fraguan su siguiente obra, sacan unos cuentos, muchas veces conseguidos tras un rastreo polvoriento entre cosas que escribieron hace veinte años, y que no publicarían si no tuvieran necesidad de publicar algo. Resultado: más descrédito.

Finalmente, los libros de cuentos de cuentistas actuales. No todos van a ser Raymond Carver, por lo que, en esa falta de calidad supina, también contribuyen, menos pero lo hacen, a que lectores y discriminadores del cuento (como el que esto escribe) rehúyan de su lectura y de su práctica.

Si admitimos, como es mi caso, que NO LEER es, no sólo legítimo, sino perfectamente compatible con todas las virtudes posibles en un ser humano (inteligencia, amplitud de miras, incluso cultura) no podemos dejar sin legitimidad modos de lectura limitada, como podrían ser: no leer novela negra, no leer nada de la editorial Lengua de trapo; no leer poesía; no leer libros traducidos; no leer novelas publicadas después de 1950; no leer novelas del siglo XVIII; y, por supuesto, no leer cuentos.

Yo casi no leo cuentos, y sólo los escribo por encargo. Sin embargo, creo que hay algunas ideas relativas al cuento frente a la novela que no son discutibles, que no dependen de tu posicionamiento o conocimiento del cuento, y que pueden conducir a reflexiones y enunciados sí discutibles, pero, al menos, realistas.

La ideas no discutibles sobre el cuento y la novela son las siguientes:

1. Un cuento es más fácil de escribir que una novela.
2. Cualquiera puede escribir un cuento; no cualquiera puede escribir una novela.
3. El cuento puede leerse y escribirse de un tirón; una novela no puede escribirse ni leerse de un tirón.
4. Muchos autores empiezan escribiendo cuentos y pasan a la novela; pocos (no conozco ninguno) siguen la trayectoria inversa.
5. Las novelas pueden expurgarse hasta producir un cuento.
y6. La suma de cuentos no equivale a una novela.

1. Cuando digo "facil" no hablo en ningún caso de calidad; hablo de ejecución. Cualquier persona alfabetizada puede escribir, con mayor o menor esfuerzo, 10 páginas. Aunque sean malas, incluso horribles, son; y puestas ya en el plano ontológico, pueden "ser un cuento". No es tan fácil en la novela. El problema, genial, tierno, de la novela es que tienes que escribirla, que da igual lo listo que seas, la cultura que atesores y las páginas del diccionario que domines: para que la novela exista tienes que estar sentado solo ante un teclado durante 500 horas. Sin eso, la novela, tu novela, no existe; y no puede llamarse novela a algo que no existe.

2. De esta circunstancia puramente fabril proceden, a mi juicio, muchas de las perversiones que aquejan al cuento: que es más tentador ser mediocre con un cuento, por ejemplo. Porque el mal trago de verse mediocre pasa en una tarde, mientras que nadie quiere verse mediocre durante los 4 o 12 meses que se tarda en escribir una novela. Por lo tanto, hay una criba natural contra las malas novelas, dado que uno no avanza en su propio libro si no le agrada un poco: el cuento es malo cuando lo terminas, la novela es mala mientras la terminas, por lo que hay más cuentos malos que novelas malas, dado que casi todas las novelas malas, gracias a Dios, están sin acabar.

3. La literatura, en cierto sentido, enfrenta el tiempo de escribir con el tiempo de leer, siendo este último siempre mucho más breve. Sin embargo, dentro del tiempo de leer, aunque es pequeño, cabe el tiempo de escribir: en tres días lees el trabajo de tres años, por ejemplo. De este hecho, también indiscutible, procede, a mi juicio, el valor mayor que le damos algunos a la novela: la novela nos acompaña durante varios días, o durante un día entero, mientras que el cuento es una inyección puntual, al margen de nuestra vida. Así, una novela que lees entre horas de trabajo y horas de trabajo, entre viajes en Metro y charlas telefónicas, consigue filtrarse en ti por varias grietas, manchada, distorsionada por tu vida y por la propia lectura fragmentaria (uno marca el punto de lectura; uno olvida quién era tal personaje; uno vuelve atrás, relee para enterarse de algo que, de pronto, suscita dudas; uno, en definitiva, trabaja la novela).

Del mismo modo, la escritura de una novela filtra la vida del escritor, porque le lleva tanto tiempo, y combate con ella tantos avatares (en mitad de la escritura de la novela, uno se casa, se divorcia, tiene un hijo, muere alguien, muere él mismo -nadie muere en mitad de la escritura de un cuento-, se enamora, se hace viejo...) que, lógicamente, no sólo por su extensión, sino por la variedad de emociones desde las que se escribe, consigue, incluso en la novela más plana, reflejar la complejidad de la vida, sus infinitas capas.

4. Sin embargo, casi todos los novelistas empiezan escribiendo cuentos. Esto se debe en gran medida a la necesidad del aspirante a escritor de foguearse con la palabra y la trama, con los diálogos, con un estilo u otro; con la lectura de sí mismo, también. Si entendemos que muchos cuentos no son sino un campo de pruebas, veremos, nuevamente, un motivo más para que este género esté lleno de no-creyentes y, por tanto, de piezas sin pasión ni respeto por sí mismas.

Hay una tendencia natural a abandonar el cuento en un momento dado y lanzarse a la novela. Una explicación podría ser esta: vanidad. Escribir una novela (y no digamos, verla publicada) se encuentra entre las metas más altas que un aspirante a escritor encuentra en su vocación. Y una vez escrita y publicada, la sensación de haber alcanzado cierto estatus (aunque sea ante uno mismo) impide muchas veces volver al cuento, como (y los ejemplos son tendenciosos: lo comentamos más abajo) como cuando uno emigra de la provincia a la gran ciudad, circunstancia en la cual volver al campo es siempre un fracaso.

También existen escritores que no salen del cuento. No es improbable que algunos de ellos perseveren en ese género por pasión inalienable hacia el relato breve, pero es más probable, a mi juicio, que la práctica algo obsesiva del cuento acabe inhabilitando para escribir novelas. Un consejo que doy alegremente es este: si quieres escribir novelas, no empieces con el cuento, empieza con novelas. No importa si no las acabas: empieza otra. Porque si te empeñas en hacer un buen cuento antes de intentarlo con la novela, te verás, en un momento dado, presa de la inseguridad que da no poder controlar 200 páginas, y te quedarás siempre en la distancia corta. Efectivamente, un cuento puede reescribirse cientos de veces sin un excesivo coste en tiempo e ilusión; un cuento puede controlarse íntegramente, perfeccionarse, incluso ser sometido a cambios mínimos y a la lectura y análisis de lo que esos cambios mínimos provocan en los lectores. Eso en la novela es imposible, y si el autor de cuentos que trata de novelar no supera la sensación habitual de la práctica de la narrativa extensa (esto es: no sé hacia dónde voy, no confío en las 34, 89, 178 páginas que ya llevo escritas, pero aún así y todo tengo que seguir) nunca podrá acabar una novela.

5. Cuando leo cuentos, sobre todo cuentos contemporáneos, muchas veces me he encontrado ante la sensación de no estar ante lo que yo, o mi yo lector inmanente, entiende por un cuento. Dado que este género también sufre los vaivenes de la experimentación, su morfología a día de hoy nada tiene que ver con el cuento contado al calor del fuego, con la narración de una historia cerrada o con la narración de una escena. Así, vemos cuentos que son retratos de un personaje, cuentos que son descripciones, cuentos líricos, piezas breves en suma que parecen partes de novelas que no existen.

Muchas veces, como digo, leo un cuento, y aunque me parezca interesante, no dejo de pensar que abriendo cualquier buena novela y dedicando un rato a la búsqueda, se podrían encontrar 3 o 13 páginas que, extraídas de su continuo narrativo, parecieran un relato independiente. Quizá por eso el cuento, o muchos cuentos, no gustan: hacen pensar que falta todo lo demás, que le falta el resto de la novela.

Un ejemplo, aprovechando que ahora existe el micro-relato. La siguiente pieza de Juan José Arreola se cuenta, al parecer, entre lo más elevado y citado y, supongo, imitado del (sub)género. Dice:


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.
Me gusta. Pero, al mismo tiempo, no concedo a este texto un categoría muy diferente de la que puedo dar a una cita. Por ejemplo:


Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos.
De Pedro Páramo, posiblemente, se pueden sacar 40 o 50 "micro-relatos", y 10 o 15 cuentos.

Excurso contra el micro-relato: considero que la fama actual, aunque ya menos feroz, del, así llamado, micro-relato supone una perversión de la literatura, una forma de ensanchar el club de los escritores, al parecer a base de personas muy perezosas. Escribir una frase, dos frases, tres frases, y dar por concluida una obra resulta, sí, un ingenioso atajo hacia la creación, pero no por ello consigue, al menos en mi caso, hacer pasar gato por liebre, dado que el, así llamado, micro-relato, no alcanza, casi nunca, la categoría de cita brillante, sino que se queda a la altura de los chistes, y ni siquiera de los chistes de Tip y Coll.

Volviendo a Arreola, podemos comprobar cómo su famoso "micro-relato", fácilmente, podría constituirse en parte de una novela. Por ejemplo, como su arranque:


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones. Cuando estaba viva frecuentábamos casas y bares, cines, parques y rinconces románticos. Ahora esos lugares la echan de menos, porque este fantasma fatal sólo es manifiesta en mí, sin descanso.
O in media res:


Pedro me preguntó si tenía enamorada. Le dije que no. Le dije que la mujer que amé se había convertido en fantasma; que yo era el lugar de sus apariciones. Me sonrió. Dijo: ¿Y te da miedo? Contesté: No, los fantasmas nunca dan miedo, lo que da miedo es el escenario. Lo que me da miedo soy yo.
6. El proceso contrario es menos practicable. Por un lado, tenemos el hecho, creo que apreciable, de que muchos libros de cuentos buscan la unidad, esto es, reunir 10 cuentos que, en alguna medida, funcionen en su conjunto, apunten en la misma dirección o, al menos, no parezcan una antología de autores diversos. Este esfuerzo, amén de por motivos estéticos, procede también del intento del género breve de asemejarse a la novela en cuanto a su impacto en el lector. Claramente, uno disfruta más de un libro de cuentos de Borges o Cortázar porque se encuentra en el "universo" de Borges o de Cortázar, en un territorio particular. Sin embargo, la mayoría de los libros de cuentos no alcanzan a formar un universo, y resulta, en mi caso, siempre desalentador, cuando en un libro de relatos aparece el consabido relato de ciencia ficción, tentación al parecer en la que caen todos los cuentistas, que pocas veces nos libran en sus libros de leer una pieza con robots o mundos futuros, 2944 o más allá.

La suma de cuentos no equivale a una novela, no consigue lo que una novela, ese peso. Además, muchas novelas (también cuecen habas en el género), que se venden o etiquetan como tal, no lo son por cuanto se nota demasiado que se ha buscado una estructura que permita contar varias historias independientes. En esa condición molecular está el problema del cuento para elevarse sobre sus límites. Dado que, según ciertas escuelas, los cuentos tienen que ser perfectos, la comunicación entre ellos resulta imposible, en modo alguno similar a la que se da entre secuencias o capítulos de una novela, donde, no sólo es localizable, sino incluso aconsejable que haya algunas y algunos, secuencias, capítulos, flojos, transitorios, menos brillantes, menos importantes, como un lugar de descanso para el lector, que puede seguir leyendo, pero no con la intensidad que procuran las mejores páginas de la novela.

Al margen de estas seis afirmaciones que considero indiscutibles, y que he desarrollado hasta alcanzar afirmaciones que sí lo son, quiero ahora consignar algunas definiciones que mi práctica de la novela y mi no práctica del cuento me han deparado sobre ambos géneros.

Mi definición de novela es la siguiente:

La novela es la disolución de una sinopsis.

Las sinopsis no son literatura y, sin embargo, al igual que los trailers en cine, resultan más atractivas que las novelas a las que se refieren por su condición explícita y alusiva. Por ejemplo: "(título de la novela) cuenta la historia de una mujer que mató a su marido y después fue secuestrada por unos alienígenas que la clonaron 32 veces para casarla con los 33 jefes de las 33 tribus de su planeta. Tuvo hijos con todos y esos hijos iniciaron guerras los unos con los otros hasta que sólo quedó 1 tribu, que trató de averiguar si la matriarca era la humana original secuestrada o uno de sus clones."

Esto es una sinopsis. Una sinopsis que, inopinadamente, podría dar lugar a una gran novela, pero, con más pertinencia, a un espantoso best-seller. La novela disuelve la sinopsis, la tapa, y en el modo en el que se ejecuta esa disolución está la calidad. Seguramente la gran novela que responde a esta sinopsis sería aquella que hiciera imposible al lector contar la novela a otro lector con las mismas palabras que la sinopsis.

Otra definición de novela de mi propia cosecha es:

La novela es trayecto.

Lo importante de una novela, para el lector, es la sensación de estar "en marcha", en dirección a algún sitio. Digo a menudo, cuando no me gusta una novela, que, precisamente, no me lleva a ningún sitio. La novela debe engañar al lector haciéndole creer que está construyéndose algo mayor que lo ya leído, y que si no se sigue leyendo no se verá esa construcción. Esta teoría tiene algo de macguffin, porque, al cabo, importa poco "esa construcción", quién es el asesino o cómo acaban los protagonistas: lo importante es generar el encanto de continuar.

Un cuento, sin embargo (y sé que esto es muy discutible) lleva en su médula la condición de punto de llegada o punto de partida, entre otras cosas, porque tampoco hay sitio para más. Cuando leo un cuento estoy deseando acabarlo, incluso miro más cuantas páginas me quedan para terminarlo que con una novela (entre otras cosas, porque con la novela lo sabes ya sólo por sostenarla con las manos). Asimismo, si un cuento no lo leo entero de un tirón, normalmente no lo leo entero nunca. El cuento me impacienta, como un taxi que he cogido sólo para llegar a algún sitio, no para estar dentro de él.

Ejemplos. Decía más arriba que eran peligrosos, porque también hay un ejemplo que redime al cuento de su supuesta inferioridad. No es infierior, sería el argumento, el cuento a la novela como no es inferior los 100 metros lisos al maratón, y de hecho los 100 metros lisos son la prueba atlética estrella, mucho más atractiva que la distancia algo inane de los 3000 metros o de los 800 metros vallas (si es que existe, que no sé).

El asunto de la extensión, de su exacta delimitación, provoca también problemas a la hora de pensar los géneros. Un cuento tiene 10 páginas, una novela 200. Pero ¿50 páginas es cuento o novela? ¿Y 51? ¿Y 52? Es un tema sobre el que no he pensado ni leído mucho, por lo que no entraré en él, a sabiendas de que podría variar en algún modo mis propios argumentos.

Más ejemplos. El cuento y la novela guardan una relación, desfavorable para el cuento, con el cortometraje y el largometraje, respectivamente. También se defiende que el cortometraje puede estar a la altura del largometraje; también yo, en esa disputa, lo dudo mucho.

Quizá porque el tamaño sí que importa.

Finalmente, considero que el discurso en favor del cuento participa de manera medular del paradigma moral de nuestros días, que huye de la verdad y abraza sin fisuras (casi totalitariamente) la refacción (palabra entendida en su segunda acepción semántica: "Compostura o reparación de lo estropeado.") Se trata de compensar un malestar histórico, sin sopesar en ningún caso los elementos a debate, pues no es otra la intención de este discurso que eliminar el propio debate, silenciar el pensamiento crítico y depurar la estructura superficial de la realidad. Una frase, por tanto, como "el cuento no es inferior a la novela" no triunfa porque hallemos adjunto el menor argumento, sino porque participa de las buenas intenciones, del sueño de un mundo donde no se permite, supercialmente, reconocer la jerarquía profunda que lo da forma. Se busca, en este sentido, equiparar lo moral con lo evidente, siendo ambos en realidad niveles distintos, no equiparables.

Es evidente, por ejemplo, que hay personas más guapas e inteligentes que otras; y es moral que una persona inteligente o guapa no tiene más derechos (pero sí más privilegios) que una persona poco inteligente o poco atractiva. Pero afirmar que "todos somos guapos" es fruto de una buena intención que acaba volviéndose contra nosotros, porque nos aleja del conocimiento.

¿El cuento es un género menor? Para mí, seguramente; pero de lo que no me cabe duda es de que el cuento es, en todo caso, una "práctica menor", del mismo modo no lesivo que puede afirmarse que la comida rápida es una "gastronomía menor" o que fabricar candelabros es un "arte menor" o que el cómic, te pongas como te pongas, no es Miguel Ángel.

No se trata de discriminar o hacer de menos, sino de categorizar para el conocimiento, porque a fin de cuentas es más que probable que yo disfrute mayormente de los comics que de la pintura clásica, que me guste más comer chocolate que caviar, y que ame el candelabro que heredé de mi abuela por encima de toda la capilla Sixtina. Pero eso no me hace confundir los parámetros del saber humano, que no va a variar por mucho que yo trate de imponer mi visión emocional del mundo sobre la visión heredada y, esta es la palabra clave, universal que es, en definitiva, la que nos une a todos.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Control telepático de críticos literarios

A raíz de la concesión a mi novela El estatus del Premio Ojo Crítico, fui convocado a una entrevista en un programa de Radio Nacional de España, un programa llamado Un idioma sin fronteras. Durante la entrevista (telefónica y matutina: aspectos ambos desaconsejables) la locutora quiso leerme lo que "la crítica" había dicho sobre El estatus, dato este que había sacado de la errónea nota de prensa emitida por Ojo Crítico. La locutora leyó lo siguiente: "Intensa como un drama de Beckett, dura como las mejores historias de William Faulkner, esta novela atemporal y deslocalizada, insólitamente aterradora y al mismo tiempo sutil, nos devuelve el goce de la narrativa pura, del personaje complejo y del idioma puesto al servicio de vivir."

Eran palabras de la contracubierta de El estatus. Eran palabras que escribí yo.

¿Qué te parece, estás de acuerdo con "la crítica"?, me preguntó la locutora. Durante un segundo, pensé en desvelar que esas palabras eran, en principio, palabras de la editorial, en modo alguno de "la crítica" (amén de: eran palabras mías), pero me pareció feísimo introducir esa distorsión en la rutinaria labor de la periodista, de modo que opté por un falso y estomagante: Sí, claro, estoy de acuerdo; y pasamos a la siguiente pregunta.

Estaba de acuerdo conmigo mismo, lógicamente.

Últimamente he pensado bastante sobre esta anécdota, y al hilo de algunas lecturas y encuentros con el anecdotario ajeno, he concluido en la pasmosa evidencia (como tantas, obvia para todo el mundo después de que alguien la nombre) de que la crítica, casi siempre, dice de una obra lo que el escritor quiere que diga. Esto, considero, se debe a tres factores: uno de ellos es la amistad entre un escritor y su crítico; otro es la pereza/miedo del crítico ante determinadas sedicentes obras maestras; otro es, sí, la telepatía.

Entre los hechos que han configurado la inclusión de la telepatía dentro de los mecanismos de la crítica literaria ha estado la lectura en diagonal del blog de Javier Marías. En él, como en tantos otros blogs de escritores, se deja constancia, mediante un simple copiar y pegar, de la recepción, internacional sobre todo, que ha tenido la obra de uno; en este caso, de Tu rostro mañana. Los críticos anglosajones, europeos, consideran Tu rostro mañana como una obra cumbre del siglo XXI, un trabajo magistral, un empeño artístico a la altura de Proust y Joyce y Cervantes. Una novela del copón. O sea sé: exactamente lo que Javier Marías quería que dijeran de su libro antes incluso de poner siquiera la primera palabra de la obra.

Otro hecho más, otra pista telepática. Leí en su día Cosas que pasan, del futuro Premio Nobel Luis Goytisolo. En estas memorias ligeras y cortitas, Goytisolo hace auto-crítica, auto-alabanza mejor, de sus obras mejores, y sus palabras, amén de necesariamente egocéntricas, suenan especialmente exactas, como si realmente nadie en el mundo pudiera decir de sus novelas lo que el propio autor dice; como si el único crítico válido fuera uno mismo.

Movido por el infinito aprecio que Luis Goytisolo mostraba por su tetralogía Antagonía, me acerqué a la biblioteca a echarle un ojo. En uno de los volúmenes, no recuerdo cuál, pero sí que la edición era de hace 30 años (aquellos deliciosos libros de la Alfaguara de Jaime Salinas), aparecía la consabida descripción de la obra "por parte de la editorial". Las palabras qué allí encontré, palabras de hace 30 años, sin firma, eran, casi letra a letra, las mismas que ahora se dedicaba Luis Goytisolo a sí mismo, por lo que no es aventurado suponer que entonces fue también él el que las escribió para su propia solapa.

Esto de que los escritores describamos nuestros propios libros no deja de ser un secreto que habría que descerrajar para contribuir de manera definitiva al sentido del humor mundial. Cuántos libros, cuántos, no incluyen entre sus auto-descripciones afirmaciones del tipo: "la mejor novela del año", "el mejor autor de su generación", "uno de los autores más importantes de Europa", "una obra llamada a marcar época", "un título ya fundamental", "un clásico instantáneo"... Etcétera, etcétera.

Resulta gracioso, pero también obvio, que si a uno le obligan o se obliga a escribir su propia cuarta de cubierta, su propia solapa, lo mínimo que va a querer poner es que su novela es una obra maestra. En Lengua de Trapo, confieso, hubo discrepancias serias respecto a que Faulkner y Beckett fueran convocados a acompañar mi último empeño literario, discrepancias que me vi forzado a sofocar con el siguiente argumento: Es que yo pienso en Faulkner cuando escribo, no pienso en Mortaledo y Filemón. Sorry.

Cuando una obra resulta alabada por "la crítica", me da a mí que en un 90% ese halago coincide punto por punto con lo que el propio autor piensa de su obra. Esto se debe a algo tan sencillo como que el autor queda con un crítico y le dice: Jo, yo creo que he cambiado el paradigma estructural de la novela negra española de las últimas cuatro décadas. Y luego el crítico escribe: Fulanito de tal, con esta nueva obra, ha cambiado el paradigma estructural de la novela negra española de las últimas cuatro décadas.

Yo no he vivido aún un caso similar, dado que no tengo amigos que ejerzan la crítica literaria. Pero sí he visto confirmado el poder telepático con El estatus. Desde hacía algún tiempo, valoraba yo de mi propia trayectoria el que, siendo malo o bueno como escritor, al menos no hacía siempre la misma novela, el mismo personaje, la misma voz. Cuál no ha sido mi sorpresa cuando en un post sobre El estatus, su autor hacía constar precisamente este aspecto: Olmos (con perdón) rompe el cliché de que un escritor escribe siempre el mismo libro. Y en el Ojo Crítico: se ha valorado su afán por reinventarse en cada obra. Telepatía pura, interpreto.

Este extraño mecanismo de reconocimiento de la calidad de las obras tiene que ver, en su pico más importante, con algo sumamente delicado para un escritor: la trascendencia y perdurabilidad de su obra. A fin de cuentas, alguien tiene que decidir (las jodidas listas) quién pasa pantalla y quién se queda con el Game Over, y ese alguien, para un escritor, es siempre un ignorante al que le tienes que decir, eh, por si no lo habías notado, esta novela rompe el paradigma estructural de...

Por ello, nada tan alineado con nuestros días absurdos en lo que al Arte se refiere, que este concepto: explicar la obra. Porque me he dado cuenta de que, al igual que sucede con la cocina moderna o "creativa", que no se puede comer, pero se puede explicar durante horas, hay bastantes novelas a día de hoy que no se pueden leer, pero que su autor puede explicarnos epatadoramente, con lo que a lo mejor la novela no nos gusta, pero la explicación de la novela nos encanta.

Sería, cuando menos, espectacular, encontrar una sociedad, un país, una lengua, que editara los libros sin otra marca que su título, todos en idénticos volúmenes sosísimos, sin diseño, sin paratexto, sin autor, sin contexto, solamente el libro, de modo que el lector, todos, entráramos en él, en palabras de Neruda, "como con una espada entre indefensos", y pudiéramos disfrutar o denostar a gusto, sin márketing, sin presión, sin el idiota del autor citando a Faulkner, sin edulcorantes.

Nunca será así, pero pensarlo relaja un poco, cuando nieva.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Ojalá vivas tiempos interesantes, 1 (¿y 1?)

Me ha irritado hoy sumamente una noticia aparecida en la home del diario El País. Se refiere la "noticia" (vivimos en un mundo entre comillas) a un señor de San Diego, de 29 años, que ha alcanzado el éxito gracias a Twitter.

La fantasía informativa que se ha tragado El País es como sigue: X volvió a casa por fracasar (intentó el éxito en Los Ángeles) y se instaló con sus padres. El progenitor, septuagenario, era un hombre brusco y corrosivo, cuyas frases punzantes hacían las delicias de su hijo. X vio entonces la luz, y un mac, seguramente. Lo encendió, abrió una cuenta de Twitter y en ella fue colgando las frases "geniales" de su padre. La cuenta "espontáneamente" ha llegado a tener casi un millón de "seguidores". Ahora van a hacer un libro y una película.

La realidad conspiranoica que propongo es muy otra: Efectivamente, X no pudo salir adelante como GUIONISTA en Los Ángeles. Volvió a casa y, movido por una frase que su padre dijo un día, se le ocurrió crear un personaje, que sería su padre, y escribirle unas frases bastante malas, las verdad, típicas de teleserie de los 90. Seguidamente, comenzó el trabajo duro: marketing himself. Consecuencia: el "éxito".

La función del periodismo, a diferencia de la de Hollywood, no es ofrecer a la gente "sueños"; es ofrecerles la verdad. En esta noticia, El País fabrica un sueño, en una muestra de candidez profesional que me resulta intolerable. Ni una sola vez se llama la atención sobre el hecho de que todo pueda ser una farsa. Parece que los niños perdidos en globos, que no estaban perdidos, pero que toda la prensa MUNDIAL sacó para nuestro absurdo deleite, no han enseñado nada a los profesionales de los medios, que siguen dando pábulo a cualquier historia con mordiente que les llega a las redacciones.

Sospechoso es que mister X trabajara de guionista en Los Ángeles; sospechoso, que Kevin Smith sea su fan; muy sospechoso que mister X afirme "Lo activé creyendo que no lo miraría nadie, y una mañana me desperté y tenía 10.000 seguidores". Sospechoso, mucho, que su padre diera su consentimiento a cambio de "no conceder entrevistas" ni recibir "los beneficios".

Mister X lo tiene todo pensado, considero.

Hay dos aspectos que me interesan de esta fantainformación, como debería llamarse al nuevo género periodístico de los niños perdidos en sus globos. Uno se refiere a cómo los medios siguen apostando por el sistema mediante el relato continuado de cuentos de Cenicientas. Se da a entender que, en este mundo, "pasan cosas bonitas", puras, tiernas, absolutamente humanas, y que se ven planetariamente reconocidas de manera espontánea: se evita así reconocer que todo es control.

La otra se refiere al mundo literario. Desde que determinada escuela de crítica consideró fundamental para la lectura de un libro el conocimiento de la intimidad de su autor, ha proliferado mucho más la calidad de la intimidad del autor que la calidad de los libros. Antoni Casas Ros, Rubén Gallego o James Frey son ejemplos disímiles. Uno, desfigurado en un accidente; otro, criado en orfanatos rusos; otro, loco de atar en una clínica por culpa de las drogas y el alcohol. Todos han recibido la atención de los medios porque lo que contaban en sus libros era "real". Sin embargo, Frey vio investigada su vida, y en la medida en la que lo que contaba no era real al cien por cien, la sensación de sus lectores y de sus avalistas fue la de haber sido estafados.

No deja de ser simpático, también, la posibilidad que en un mundo como en el que vivimos (sociedad del espectáculo) tiene un creador de crearse a sí mismo, de ser su mejor obra, dejando su "obra real" como un mero satélite que le da las vueltas. Muchos encontrarán deliciosamente postmoderna esta idea: estar en casa, no pintando o escribiendo, sino diseñando al que pinta o escribe, y luego pintando y escribiendo (con menor esmero), para resultar en un producto con artista peculiar incorporado.

Sin embargo, me pregunto si no podría uno escribir una novela sobre maltrato de género, y luego encontrar una amiga con poca vergüenza que acepte representar el papel de: mujer maltratada que ha escrito una novela "real" sobre su experiencia, y luego venderla a una editorial mayor e iniciar un marketing ourselves soterrado, para acabar en el "éxito".

Me pregunto qué diría eso de nosotros.

En cuanto el punto de mira se aleja del producto cultural, y se fija en su autor, que a su vez es un producto cultural, pero no reconocido, se produce el efecto pernicioso de estos tiempos tan interesantes que vivimos: reconocimientos para creadores en virtud de lo que son, y no de lo que crean.

Así las cosas, el siguiente paso es que determinados artistas dejen de crear, sin dejar por ello de ser "artistas", lo que sería muy de agradecer.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Suscribo viñetas...

...dado que artículos no hay para suscribir. Se les comió la palabra el gato. O la autocensura.
(update: y suscribo a Quico Alsedo)



El Roto.




Manel Fontdevila.