martes, 19 de enero de 2010

Yo opino igual

¡Mueran los 'heditores'!

Sufrimos un bombardeo de mensajes que predican, con voz epifánica, que Internet libera a la cultura de la tiranía de los editores y otros empresarios. ¿Estamos seguros de que, de ser así, represente un claro progreso?

LUISGÉ MARTÍN 19/01/2010

Aristóteles distinguió hace ya muchos siglos entre la democracia, que es el gobierno del pueblo, y la oclocracia, que es el gobierno de la plebe o, si se prefiere, de la muchedumbre. En la primera, elegimos a los que creemos mejores y delegamos en ellos -bajo vigilancia crítica- para que nos dirijan. En la oclocracia, en cambio, no elegimos a nadie ni delegamos nada: todos opinamos de todo, todos hacemos todo y todos somos sabios en cualquier materia y profesión.

En estos días se repite hasta la saciedad que Internet democratiza la cultura, pero yo creo que lo que va a hacer, si nadie lo remedia, es oclocratizarla, y eso, lejos de parecerme una virtud o un beneficio social, me parece una amenaza apocalíptica.

En el artículo de Javier Calvo Por un libro universal (EL PAÍS, 24 de diciembre de 2009) se repetían algunas de esas ideas recurrentes en las que se predica, con voz epifánica, el advenimiento de una cultura liberada por fin de las cadenas de los editores. ¿Pero esas cadenas tan esclavizadoras son reales?

A las oficinas de una editorial media llegan al cabo del año casi 1.000 manuscritos. En España deben de circular durante ese tiempo más de 5.000 originales diferentes. La inmensa mayoría de ellos son impublicables, como sabe bien cualquiera que los haya ojeado, y lo primero que hace el editor (gastando dinero para ello) es separar el grano de la paja. Luego, de entre todos los granos elige aquellos que tienen más afinidad con su línea editorial: literatura de autor, best sellers, creación experimental... Mi biblioteca, como la de cualquier lector curtido, está llena de libros de las editoriales que publican el tipo de literatura que me interesa. Es decir, me he aprovechado de la labor y del saber hacer de sellos como Anagrama, Seix Barral, Alfaguara o Tusquets, y lo he hecho porque confiaba en el criterio profesional de sus editores.

Pero los editores, además, editan los libros, si se me permite decirlo de un modo tan tautológico. Es decir, les aportan valor añadido: hacen sugerencias, corrigen deslices o erratas, proponen cambios, pulen el estilo... Los autores estamos absolutamente ensimismados en lo que hemos escrito y aquellos amigos a los que pedimos opinión no son capaces siempre, aunque lo intenten, de examinarnos con distancia, de modo que los editores son los únicos que pueden enfrentarse a la obra con competencia y desapego a la vez.

Lo que se nos propone ahora es la desaparición del editor. La extensión del modelo de edición tradicional al e-book, se nos dice, es "perjudicial para el autor y el lector". ¿Es beneficioso, entonces, que en vez de 150 novedades anuales clasificadas por sellos editoriales definidos haya en la Red 5.000 textos sin depurar? ¿Es beneficioso que José Saramago y mi prima Paqui (que es casi analfabeta pero se divierte contando historias) estén en pie de igualdad? ¿Es beneficioso que los textos tengan faltas de ortografía, incoherencias narrativas y redundancias? Y aún peor: ¿es beneficioso que desaparezcan esos libros de no ficción que impulsan las propias editoriales, encargándoselos a autores? ¿Quién se ocupará de traducir una novela a otro idioma, de adelantar el dinero que supone ese trabajo?

En la mayoría de los comentarios que predican el nuevo Edén digital se huele el incienso de la España católica: ganar dinero es malo, es pecado; el editor, avaro, insaciable, no lee novelas, sino cuentas de resultados.

Yo, en cambio, he conocido a muchos editores preocupados sólo por llegar a final de año, por mantener puestos de trabajo y por poder editar libros arriesgados aunque su rentabilidad fuera dudosa. Claro que se han hecho algunas fortunas con la edición: ¿y qué? Pero lo peor es que los mismos que abominan del editor mercader nos aseguran sin empacho que una de las soluciones para que el autor tenga ingresos es introducir publicidad en el propio libro. "Cuando una mañana Gregorio Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama de Ikea convertido en un monstruoso bicho". ¿Es de eso de lo que hablamos? ¿O de que al cambiar de capítulo en Ana Karenina salte en la pantalla del e-book un banner con un anuncio de agencias matrimoniales? No sé si es que me he hecho demasiado viejo para entender los códigos morales de la post-postmodernidad -o lo que sea esto-, pero reconozco que me escandaliza ver el desparpajo con que se mezcla la ética de Fidel Castro con la de Esperanza Aguirre. Por un lado se sataniza al editor empresario y por otro se recomienda poner un anuncio de Coca-Cola en mitad de una novela para defender así la independencia autoral y la libertad del lector. Antes había "visiones del mundo"; ahora, al parecer, sólo hay ángulos ciegos.

El otro asunto que me desconcierta es el del papel que se le asigna al autor en el nuevo mundo e-editorial. Dado que el editor debe desaparecer, se propone que el autor se comporte como un empresario de sí mismo y asuma el desarrollo informático y administrativo, la gestión comercial y la promoción de sus libros.

Es decir, que además de escribir bien, a partir de ahora para ser autor habrá que tener ánimo empresarial, adquirir conocimientos de márketing, elaborar banners y páginas web, dedicar tiempo a infectar viralmente la Red con nuestros productos, preparar performances y poseer algo de dinero para la inversión informática y los viajes promocionales. Los autores, por tanto, no sólo no cobraríamos, poco o mucho, sino que pagaríamos para escribir. Todo ello con la esperanza vaga de que se produjera un retorno de la inversión que nos permitiese al menos comer. Ese retorno no vendría del pago -barato o caro- de los lectores, que se considera impertinente, sino de algún tipo de publicidad como los ya mencionados.

¿Puede alguien imaginar a Kafka, a Dostoievsky o a Scott Fitzgerald en estas lides? Los autores, sin llegar al tópico romántico, suelen ser seres inadaptados, neuróticos y con una cierta incapacidad para las cosas terrenales. Hubo incluso que inventar la figura del agente literario para que se ocupara de sus asuntos. Y ahora pretendemos que compongan la melodía, dirijan la orquesta y toquen todos los instrumentos. A lo peor alguien como Saramago decidía abandonar la literatura, abrumado por esos deberes mundanos (no olvidemos que hay autores que no soportan ni las giras promocionales), pero mi prima Paqui, en cambio, saldría literariamente reforzada, pues es formidable en las relaciones públicas y en la promoción personal.

Saramago y mi prima Paqui pueden convivir en la Red, por supuesto, pero está en juego el tipo de literatura triunfante, el estilo de libro que queremos para el futuro. Con el e-book desaparecerá aproximadamente un 75% del coste actual del libro -papel e impresión, distribución, venta minorista y gastos de financiación de los invendidos-, de modo que el precio podría abaratarse enormemente sin empeorar la calidad y sin poner a la literatura en manos de Repsol o de Nokia. La distribución, por otra parte, sería universal y perpetua: un libro estaría disponible en Lima y en Tokio, hoy y dentro de 20 años, posibilitando así la difusión ilimitada de los autores, simplificando al máximo la logística de las editoriales y permitiendo a cualquier lector tener acceso a títulos hoy inencontrables. Y técnicas de comunicación digital como la de regalar el primer capítulo de una novela, ahora todavía en pañales, podrían suponer una nueva revolución en los costes de publicidad y una indiscutible garantía para el lector indeciso. ¿Nos parece poco paraíso?

No nos engañemos: lo que peligra con un sistema en el que no haya editores ni haya venta no son los beneficios de los accionistas ni los privilegios de unos pocos, sino la dignidad del libro y de la cultura que transmite. Oclocracia o democracia, that is the question.

Luisgé Martín es escritor; su última novela es Las manos cortadas (Alfaguara)

viernes, 15 de enero de 2010

Quimera / Mercurio

Boletín de autobombo

La revista Quimera incluye en su número de este mes una rechinante entrevista que me hizo hace algún tiempo Karina Sainz. Gracias.

La revista Mercurio, por su parte, publica una reseña de El estatus. Copio abajo. Gracias.

PUERTAS CERRADAS, PUERTAS ABIERTAS

ALEJANDRO LUQUE

Media docena de personajes y el espacio cerrado de un bloque de viviendas son los elementos con los que Alberto Olmos (Segovia, 1975) ha elaborado El estatus, una de esas contadas novelas llamadas a destacar en el panorama narrativo hispano por su curioso planteamiento y hábil desarrollo. Las protagonistas, Clara y Clarita, madre e hija, dejan el campo para mudarse a un piso en la gran urbe, a la espera de noticias del padre de familia, un Godot que ya se demora más de la cuenta. A su alrededor van dándose a conocer figuras como la criada Patricia, el portero mudo Jesualdo o el asistente Ichvolz. El clima pacífico, más bien anodino de la casa, ira enturbiándose paulatinamente, a medida que pasan los días enclaustrados, van tensándose las relaciones entre unos y otros, y se ponen de manifiesto los secretos y medias verdades que casi todos manejan. La narración cobra no poca intensidad con la entrada de inquietantes sospechas, invisibles amenazas y ruidos de procedencia indefinida, que vienen a sumarse a la sorda lucha por conquistar posiciones ventajosas que libran los habitantes de la casa. La vuelta de tuerca que se guarda Alberto Olmos, y tal vez el principal hallazgo de esta obra, son los diálogos de madre e hija intercalados en la historia, como si estuvieran viéndose a sí mismas, repasando y comentando su propia peripecia desde algún ignoto tiempo y lugar. “Esas somos nosotras”, se reconocen al inicio de la novela, y así logra el autor dinamizar el relato, matizarlo, completarlo y al fin redondearlo de un modo muy plausible.

jueves, 14 de enero de 2010

35 en punto

Cuando tenía 32 años me di cuenta de que no había estado atento: habían pasado los años como ejercicios de matemáticas en una pizarra. No es 24, es 26; no es 28, es 31. La clase continuaba con normalidad.

Con el 32 en el encerado vi que la edad no se escribe con tiza, sino con sangre. El 32 era rojo, dominical, día de fiesta para pensar un poco la vida. No sé por qué 32.

Me vi viejo, mayor. De pronto comprendí los años que había vivido desde la última vez que comprendí los años que había vivido. Creo que con 16 o 17 supe que iba a morir, no como los malos en las películas, sino como las películas mismas en mi memoria, como el perro de la casa y las abuelas. Supe que iba a morir con pavor. Estaba tumbado en la cama, miraba el techo y me dije: voy a morir. Pavor.

Luego seguí viviendo.

Como si nada. No es 16, es 22.

Con 23 años, quizá por acabar la carrera, también me di cuenta de que había vivido. La facultad, ese infierno, quedaba atrás; el trabajo, ese infierno, quedaba delante. Puse un pie en un infierno nuevo.

Con 32 me dio duro: me di cuenta de mi edad al darme cuenta de que personas con diez años menos eran iguales a mí. Mismas pretensiones, mismos problemas, misma copa en el bar y mismas chicas con las que follar. Dice un amigo que todas las ideas las tiene uno antes de los 30, y que luego se vive de ese almacén de provisiones intelectuales. Yo voy más allá: todo lo aprende uno en ese periodo, todo lo funde uno en ese periodo, toda tu aportación al mundo la haces con 20 años. Después no aportas nada, y te conviertes en un pelmazo.

Tener 32 (y no sé por qué 32 y no 33 o 30) fue asumir que no eres el último en llegar, el más joven de la empresa o el más joven del catálogo de una editorial. Ni el más joven de la filmoteca. Ni el más joven del autobús. Percibir esto es como percibirse rodeado: creías ir a dar caza pero de pronto te sientes tú la presa. El mundo no se acababa contigo, sino que acabará sin ti en un nuevo comienzo de los que aún no acabaron de nacer.

Comprendí entonces, 32, que mi vida iba a ser de digestiones bruscas. Que algunos números de la pizarra saldrían en sangre, que no en tiza, rojos de desasosiego. Quizá con 39 vuelva a pasarme; con 45. Con 78. Me daré cuenta, de pronto, de que pasó el tiempo.

Hoy cumplo 35 años, número de tiza, en la metáfora escolar. No me dice nada 35, 35 años. Nada. La tiza es tonta.

Sin embargo sé que me atragantaré de tiza dentro de unos años, si antes no me atraganto de tierra. Morir.

Porque morir, ese fin de curso, esa última lección, dejará un número temblando en la pizarra, quiza trazado en ceniza. Siendo optimistas, 89, por ejemplo.

Nadie me avisará de que no habrá 90 ni 120, moriré con 89, siendo, sí, optimistas; y si pude darme cuenta de lo que pasó a los 16, a los 23 y a los 32; y si pude darme cuenta de lo que pasó a, estimemos, a los 39, a los 51 y a los 68 (el tiempo pasó, a trompicones soy otro) y si mientras, a los 11, 35, 43, 67, no me enteré de nada por la inopia de la tiza, me pregunto para cuando muera, 89, si alguna vez me enteraré de que he muerto, si hay un momento en el que lo sabes, allá en la muerte, una oportunidad de digerirlo, y si es también un número, y cuál, más o menos, raíz cuadrada de qué otro número o cadáver, solución de qué infinito, cero patatero o máximo exponente, y si no me convendría por una vez suspender las matemáticas.

viernes, 8 de enero de 2010

Un héroe de nuestro tiempo

Una camiseta tiene la culpa de todo. Mi irritación mediática estaba bajo control hasta que vi las mangas cortas, negras. Fue entonces cuando me decidí a escribir este post, previsiblemente reo de impopularidad.

El tema.

He seguido, cómo no hacerlo, la aventura del director de una Organización No Gubernamental que ha sido detenido en la cumbre sobre "cambio climático" celebrada en Copenhague. La policía lo llevó preso después de que el director susodicho tratara, junto a otros tres "activistas", de entrar en una cena de gala ofrecida a los mandatarios cimeros de nuestro planeta. Los cuatro portaban carteles con un eslogan de 4 o 5 palabras, meritorio resumen de lo que presupongo un argumento mucho más extenso sobre la incompetencia política y la dejación de responsabilidades medioambientales.

La "acción" se inscribe dentro de la rutinaria estrategia de esta ONG de conseguir hueco en los medios de comunicación mediante llamativas gamberradas cercanas al marketing de guerrilla. En la televisión he visto un resumen de las "acciones" llevadas a cabo durante los últimos años. Todas incluyen una primera fase de "colarse" en lugar prohibido y una segunda fase de despliegue de pancartas. Finalmente, decía el reportaje, los ecologistas suelen ser simplemente expulsados del lugar, libres de cargos o, como mucho, pasar un día en prisión preventiva.

La "acción" de Copenhague, en ese sentido, decía el reportaje, constituye una excepción. El director de esta ONG llevaba casi 20 días en prisión.

No soy ecologista. Mi interés en la preservación de la naturaleza es muy escaso y me limito a no tirar envueltas de chocolatina por la calle y a poner la basura en su contenedor adecuado. Me da igual si el planeta Tierra desaparece. Me dan igual todos los animales y todas las plantas. No me creo el cambio climático. Desaparecieron los dinosaurios y no creo que fuera por dejar el grifo abierto. Los seres humanos me parecen menos simpáticos que los dinosaurios.

Mi primer contacto con esta ONG, o el primero que ahora quiero recordar, data de 1990. Fui a un campamento en los Pirineos. Allí había un chico que tenía una camiseta de esta ONG. Se veía bien grande el nombre de la Organización en la parte delantera. Me daba mucha envidia su camiseta y traté de cambiársela por mi cantimplora. No quiso.

El motivo de que quisiera esa camiseta era que, en televisión, salía el nombre de esa ONG en unas lanchas motoras. Las lanchas, años 90, se acercaban a los barcos cazaballenas y a los petroleros. Los petroleros se "defendían" dejando caer sobre las lanchas bidones de petróleo. Cuando acertaban, las lanchas botaban violentamente y era todo heroico y épico y descomunal. Uno, 15 años, quería subirse a esas lanchas y tener enemigos malvados.

En breve cumpliré 35 años. Ahora veo las acciones de esta ONG de otra manera. Contaré cómo he visto la última.

Cuando me entero de que el director susodicho ha sido detenido, me irrito. No ha sido "detenido", pienso, ha sido "detenido por cometer un delito". El delito: allanamiento y falsificación de documentos. Se ha tratado de entrar en un lugar donde se halla la plana mayor del poder mundial, personas a las que lógicamente muchos querrían hacer volar por los aires. La detención era matemática.

Se informa seguidamente de que esta detención se debe a la defensa del cambio climático. Me irrito y pienso: En Copenhague no están todos los dirigentes mundiales jugando al golf ni reunidos para acabar con culturas minoritarias: están reunidos precisamente para tratar el tema del Cambio Climático. El director susodicho, me irrito, va a una cumbre sobre Cambio Climático a defender que se haga algo contra el Cambio Climático. Se ha hecho una Cumbre Mundial, por dios santo, ¿le parece poco?

Si no le hubieran detenido, pienso también, si poniéndonos surrealistas le hubieran dejado acercarse al presidente de Estados Unidos y mostrarle su cartel, el director hubiera tenido que hacer otra cosa para ser detenido. Si, poniéndonos dadaístas, la seguridad del evento/cena hubiera tratado a los "activistas" de esta ONG como a hombres de aire, dejándolos entrar y salir sin hacerles ni caso, entonces... ¿qué?

Enseñar carteles a la gente cuando cena rara vez les hace entrar en razón, creo.

Así las cosas, la policía hizo no sólo lo que tenía que hacer, sino lo que el director susodicho esperaba que hiciera. El director debería darles las gracias a los policías, porque a partir de la detención, la "acción" es un "éxito". Sin detención, no hay acción.

Mientras el director susodicho y sus colaboradores estaban en prisión, hemos ido conociendo algunos detalles más. Los detenidos consideran que se les trata "como perros", por ejemplo. Dado que la cárcel está en Dinamarca, una de las naciones más civilizados del mundo, y no en el Congo ni en la dictadura del general Franco, me pregunto a qué se refieren exactamente con esa apreciación. ¿No les daban galletas para el desayuno?

Me irrita el victimismo que desprenden las informaciones que van saliendo, la apropiación que se hace de situaciones históricas donde a la gente la metían en la cárcel por cosas serias, y con consecuencias serias. Me irrita ver fabricar ante mis ojos héroes de plástico.

El reportaje de televisión aumentó mi irritación. De pronto, no vi las acciones consecutivas de esta ONG como originales performances, fundamentadas denuncias o peculiares noticias. Lo único que vi fue el nombre de la ONG en todas partes. En los carteles que despliegan, en la ropa que llevan; al fondo, cuando hacen una declaración. Pensé: en el cartel escriben, con espacio limitado dado el tamaño exigible a la letra de la proclama, breves frases de denuncia, pero tienen espacio, aún, para poner el nombre de la ONG. ¿Por qué ponen el nombre de la ONG? ¿Por qué firman sus "acciones"? ¿Cómo se llamaba aquel ciudadano chino que enfrentó 4 tanques entre la sangre y el fuego de Tian`anmen?

Volví a la actualidad, al director susodicho. Volví con esa mirada como de cuento de Cortázar: sólo veré una cosa, sólo veré el nombre de la ONG. Lo vi por todas partes. En los carteles que trataban de introducir en la cena de gala, en las concentraciones de los ciudadanos que exigían la liberación, en las fotos de archivo del director de la ONG.

Pensé en escribir este texto. Pensé: para qué: insultos, desprecio, decepción, mi libro en la basura (supongo que la de papel y cartón), mi nombre alineado con lo que en estos momentos estará diciendo (ni idea de lo que estará diciendo) la prensa de derechas... ¿Para qué?

Pero hoy hizo un frío tremendo. A lo mejor 5º grados. Nevó. He salido a la ciudad a ver a unos amigos y he sufrido muchísimo el viento racheado y el aguanieve y el malhumor ambiental. Y cuando he vuelto a casa y he mirado los periódicos on line he visto a un señor en camiseta, en el aeropuerto de Barajas, y he pensado: ya.

El señor era el director susodicho; la camiseta, una promocional de su ONG. En blanco sobre negro se puede leer el nombre de la ONG. Alrededor del director, todo el mundo viste abrigos, bufandas y gorros.

Ya.

La ONG ecologista de la que hablo es una de las pocas (si no la única) que no cobra del Estado. Me parece bien, admirable. La ONG de la que hablo se mantiene gracias a la donación de sus afiliados, que son como accionistas de los activistas, como inversores de una empresa de carteles y camisetas. Su satisfacción como tales inversores es ver esos carteles y lucir esas camisetas. Cuando ven en la televisión y en el periódico un cartel de su ONG se sienten felices, y poniéndose su camiseta de la ONG comparten un poco de la heroicidad noticiada. Además, muchas más personas, como yo con 15 años, se harán accionistas de esta ONG, movidos por el romanticismo de "detenciones", "cárceles", "trato de perros" y bidones que caen sobre las lanchas.

El director susodicho ha ido a Copenhague a que le detengan y que su ONG salga en los medios. Cuando ha vuelto, las felicitaciones que ha recibido, el entusiasmo que le ha rodeado, no parten de la sensación de que haya hecho algo decente, útil o minimamente solidario; parten de que se ha hecho famoso, y de que ser famoso es lo único que la gente respeta.

La fama es la verdad de nuestro tiempo.

martes, 5 de enero de 2010

Poética para cosmonautas

Acabo de recibir la nueva edición de Poética para cosmonautas, big bang de todo ese universo que está montando Riot Cinema.

Diseña el mono volumen Javier Arce; patrocina Javier Pinto; yo hago el prólogo; el logotipo es de Laszlo Kovacs; a modo de epílogo/ presentación figura una reseña de Agustín Fernández Mallo.

Gabriela Lendo, Daniel Castro, Alberto R. Torices, María Morán y Diego S. Garrocho completan la tribulación.

La obra es de Henry Pierrot, residente a día de hoy en Ho Chi Minh (antigua Saigón).

...existe una misión estúpida,
en algún lugar, para ti.

Muchas gracias.