lunes, 17 de mayo de 2010

Del año de "El estatus"

Un amable escritor al que no conozco en persona me escribió no hace mucho un mail. En él me informaba de que, durante un viaje en AVE, había escuchado en Radio Renfe una pieza dedicada a El estatus. "Aunque seas a veces un poco cascarrabias", concluía, "tengo la impresión de que, en el fondo, estas cosas te hacen cierta ilusión."

Me la hacen, como es lógico. Sobre todo, como sucede con El estatus, cuando la novela lleva publicada un año, y ha recibido atención sostenida hasta el día de hoy.

Esta atención ha sido sumamente positiva. Dentro del arco mediático al que puedo acceder, o al que estoy acostumbrado a acceder, la novela de Clara madre y Clara hija ha aparecido en más medios, revistas y blogs que cualquiera mía anterior; también ha recibido críticas más entusiastas. Por otro lado, el entorno crítico no mediático (amigos, lectores anónimos) me ha hecho llegar su satisfacción, goce, interés o respeto por la obra en modo y número claramente superiores a los vistos por mí en libros precedentes. El premio Ojo Crítico que recibió El estatus en noviembre de 2009 constituye además una sanción muy apreciable de la calidad literaria de la novela. Finalmente, parece que la van a traducir al portugués.

Digo todo esto porque El estatus lo escribí en 2004.

Desde 1996 (A bordo del naufragio) he escrito una novela al año.En 1997 escribí Así de loco te puedes volver. En 1998, escribí otra; en 1999, otra; en el año 2000, otra; en el 2001...

Esto da cierta idea, por un lado, de la constancia de mi propósito creativo, y, por otro, de los rechazos editoriales que debo haber sufrido. Curiosamente, desde que volví a publicar, en 2006, me he visto liberado, o simplemente sin inspiración, para continuar con la rutina de escribir una novela al año. Lo último que he escrito de largo alcance fue la serie de los ceros y los unos que apareció en este blog entre el 1 de diciembre de 2008 y el 13 de febrero de 2009.

Ahora no estoy escribiendo nada, como suele decirse cuando se está escribiendo algo.

Resulta tierno echar la vista atrás y darse cuenta, en cierto sentido, de la generosidad de mi propia vocación. Debido a la inocencia, a la falta de experiencia y hasta, quizá, de seguridad en mí mismo, nunca he movido agotadoramente un manuscrito. De hecho, casi todas las novelas que me han publicado me las ha publicado el primer o segundo sello al que se las he enviado. En cuanto recibía más de dos o tres rechazos (y entre ellos cuento el rechazo bufo de no ganar un premio) decidía guardar la novela y ponerme a escribir otra. Si "bien está lo que bien acaba", y no es acabar mal haber publicado 4 novelas en Lengua de Trapo, no deja de ser jugoso reflexionar sobre qué hubiera sucedido si alguna de esas novelas mías aún inéditas se hubiera beneficiado de una mayor diligencia postal por mi parte y hubiera acabado publicada a mitad de camino, en ese "desierto de lo inédito" que figura entre mi debut con Anagrama y mi maduración con Lengua de Trapo.

Estos días, he abierto el archivo DSALP, la novela que escribí en 1999, con 24 años. Se trata de un texto de 66.000 palabras, dispuesto en un sólo párrafo. Leer lo que yo escribía hace la friolera (perdón por el cliché) de 12 años está resultando demoledor. La rabia, la ambición, la increíble falta de modestia, la brutalidad de los pasajes ahí recreados y, sobre todo, la inadmisible riqueza de vocabulario de aquel joven me acogotan un poco. Siente uno algo parecido, frente a sí mismo hace 12 años, que ante algún veinteañero actual que debuta dando la impresión de saberlo todo, o, al menos, mucho más que tú.

Hay algunas palabras en DSALP que no sé qué significan.

Esta perspectiva del tiempo es muy grata, porque si con una obra que ha concluido uno apenas hace unos meses se siente siempre la sospecha de estar leyéndola, revisándola, con cierta manga ancha, connivencia estética y simpatía, con lo escrito hace más de uno o dos años, la lectura es absolutamente objetiva, y la satisfacción muy grande, cuando uno acaba el libro y vuelve a la portada y ve que el autor es uno mismo.

La historia de El estatus es la siguiente. La escribí, como digo más arriba, en 2004, en Japón. Tardé ocho meses, un tiempo superior, aún hoy, al de la escritura de cualquiera de mis otros libros. Como todas mis novelas hasta El talento de los demás, su redacción fue llevada a cabo bajo la premisa: ¿último intento? Este nuevo empeño, sin embargo, conllevó un propósito novedoso: voy a hacer una novela impecable. Esto quería decir que no iba a hablar de mí, que no me iba a divertir en la composición, que no iba a incluir pasajes presentistas ni biográficos, que iba a ser, por una vez, profesional.

Su escritura fue la más ardua que recuerdo porque, como dice Normal Mailer, "estaba escribiendo en contra de mi propia vocación". No me interesaba la historia, no disfrutaba con el estilo y no sabía por qué estaba escribiendo eso. No me llama la atención crear personajes, ni contar historias en términos de planteamiento-nudo-desenlace; mi vocación pendula entre dos extremos: la metáfora y la idea. Me gusta hallar expresiones como "el cuerpo polémico de la adolescencia" (Tatami) e ideas como "todos tenemos talento, pero sólo unos pocos consiguen saber en qué" (El talento). Lo único que me interesa de la literatura es la música.

El estatus volvió mi pasión una profesión, y yo no quiero ser un escritor profesional, un trabajador, sino un niño que gana dinero con sus juegos. Ser escritor, pensaba, pienso, es dilatar la inmadurez por medio del arte, porque si de currar se trata, siempre es más rentable y más fácil hacerse albañil o dentista, ir a una oficina, esas cosas.

Pero por entonces mis juegos de niño que escribe no parecían tener mucho futuro. Así que El estatus.

Cuando acabé la novela, la leí. No recuerdo si me gustó o no. Se la envié por mail a una amiga en España, y también a un reciente amigo, en Argentina. Mi amiga la leyó entera y me dio su impresión: no le había gustado mucho; era demasiado fría. Le gustaba el final, era muy original, pero el conjunto le resultaba poco apasionado, falto de vida. El otro lector me dijo que no había pasado de la página 26, que por qué estaba ambientada en Austria (o donde sea, Alberto), que le aburría enormemente.

Consideré que había sido castigado, precisamente, por traicionar mi vocación, por escribir sin divertirme. Aún así, envié la novela a dos editoriales. Podría dar los nombres pero siento que quizá resulte algo recriminatorio citarlas, cuando en realidad no tengo especial resentimiento por su proceder de entonces. Una editorial me contestó: rechazo. La otra ni siquiera dio respuesta a mi envío.

Así que ahí acabó la vida de El estatus. Empecé a escribir El talento de los demás.

Cuatro años más tarde, ya publicadas Trenes hacia Tokio y El talento de los demás, me vi cara a cara con el editor que nunca contestó a mi envío. Como parecía simpatizar conmigo, saqué a colación, a modo de anécdota, que una vez le envié algo y que no me hizo ni caso. Quería levantar ese secreto porque, pensaba, si por curiosidad o prevención el editor hurgaba en sus archivos, en sus mails, y veía mi nombre, y constataba su desatención hacia mi manuscrito años ha, podía pensar que yo le tenía guardada una, que albergaba una heridita, que no era todo transparente.

Por motivos casi genéticos, me gusta que todo sea transparente.

El editor me preguntó por el título de mi manuscrito. Se lo dije. Luego me pidió leerlo.

Rebusqué en archivos y mails y encontré Elestatus.doc. Se lo envié. Lo leyó en un tiempo considerablemente breve y me propuso publicarlo. Yo estaba encantado de publicar con este editor, seguramente el mejor editor de España; sin duda, el personaje en funciones ejecutivas más inteligente, independiente y encantador de toda la industria literaria nacional.

Como digo, no soy muy hábil, nunca lo fui, en mis relaciones con editores. Me vi entonces en una situación donde a buen seguro me hubiera venido bien una agente, es decir, una persona lista. La situación era: mi actual editorial quería también El estatus. Así que tenía que decidirme.

El resultado puede verse en la librería. El editor que no la publicó dijo: "Soy demasiado mayor para andar metiéndome en tonterías de le publicas tú le publico yo". No dijo eso exactamente, dijo algo parecido. (A este editor le molesta mucho que pongan palabras imprecisas en su boca.)

También dijo, y esto es casi literal: "Estoy seguro de que El estatus va a tener una buena acogida." Puede considerarse que acertó.

¿Cuándo releí yo El estatus? Estaba tan inseguro sobre esta obra "antigua" que esperé hasta el último momento, hasta las galeradas de Lengua de Trapo. Recuerdo que, en una fiesta, alguien me preguntó si iba a publicar algo nuevo. Le dije que iba a publicar un libro llamado El estatus, y añadí: "Es una puta mierda".

Lo pensaba realmente. Rechazo de una editorial, silencio de otra; una amiga que no le gusta, un amigo que ni siquiera es capaz de acabársela... Además, apenas recordaba de qué iba, ni cómo era su estilo ni qué quise decir con ella. El hecho de que dos editoriales hubieran pujado por el manuscrito (pujado, no tanto) no me daba ninguna seguridad.

Como todos los buenos escritores, soy una persona insegura.

Finalmente, me llegó el pdf de El estatus, editado con el primor que Fernando Varela siempre pone en mis libros. Lo leí.

Del mismo modo que he sido sincero con lo que le dije a un señor en una fiesta sobre El estatus, lo seré con lo que le dije a Fernando Valera cuando acabé de leer El estatus. Le llamé por teléfono: "Fernando, es una puta obra maestra."

"Me has hecho padre", contestó.

Hablar de la propia obra, en estos términos, es indecoroso, soy consciente. Es curioso, y lo digo sin ironía, que El estatus, escrito por cualquier otro autor, sería la típica obra que no me interesaría nada. Una historia de madre e hija en casa solitaria donde hay algo así como fantasmas. ¡Qué coñazo! ¡Qué tópico! Si no fuera mía, sólo hubiera caído en la tentación de leerla al hilo de algún post que hubiera encontrado hablando bien de ella, y del premio Ojo Crítico, al que siempre estoy atento (los he leído casi todos).

Pero, ya leído, en este caso, por obligación (no podía publicar algo sin saber siquiera de qué iba), me resultó admirable. ¡Sé que es patético que lo diga! Como con DSALP (1999), me sorprendió ver lo bien que escribía yo antes.

También uno mira fotos antiguas y se sorprende de lo guapo que era... antes.

Ahora se cumple un año de su publicación, y he querido celebrarlo dejando por escrito, para mí mismo, los avatares de su llegada a puerto editorial.

Entiendo también que a algunas personas este relato puede servirles de estímulo.

Todo llega.

martes, 4 de mayo de 2010

Mark and the market

Hace tiempo ubiqué en el margen de este blog la letra de una canción de Eels, titulada Agony. Traducida al castellano, decía algo tan sombrío como esto: ¿Voy a estar bien? No, no voy a estar bien. Nada está bien ahora. No decía mucho más la letra, sólo veo edad, rabia y angustia, no parecía necesario decir mucho más.

Mark Oliver Everett, alma y voz de Eels, ha escrito una autobiografía bajo el título Cosas que los nietos deberían saber, y en ella da cuenta de una existencia jalonada por las muertes y los discos, que son como vidas creadas para no morir y sólo dar vueltas hasta la eternidad. A mí me gustan mucho.

Recuerdo que un amigo, hace muchos años, me habló de la pose de Mark Oliver Everett: va de perdedor, se hace el acabado, es un agonías...

Supongo que este amigo no sabía, como yo tampoco lo sabía, que Mark Everett era el último miembro de su familia, tras el suicidio de su hermana, y la muerte de sus padres, él de forma prematura, ella de cáncer, modalidad quimiotenebrosa. Tampoco sabríamos ninguno que una prima de Mark Oliver Everett murió en accidente de avión (para ser más espectaculares: el avión del 11 de septiembre que se estrelló contra el Pentágono; su marido iba con ella), ni que un miembro de la banda fue encontrado muerto en el hotel, cuando estaban de gira. Además, diversas caseras, amigos, vecinos y conocidos laborales del cantante de Eels han ido muriendo casi a sus pies, con puntualidad estudiada, como si una funeraria le pidiera a Mark muertos al mismo ritmo que la discográfica le pide los discos.

La vida de E., como se hace llamar (también Milkyman), ha dado para muchas canciones, y no son buenas porque al hablar de hermanas muertas tenga efectivamente una hermana muerta, sino porque son buenas. Porque Mark es un gran artista. Que además lo parezca, y que ese parecerlo pueda confundirse con algún tipo de pose, es inevitable en un mundo donde tantos creadores entienden que sus coetáneos son todos imbéciles y que pueden colarles sus patéticos productos culturales (libros, discos, pintura, películas) si los envuelven con el celofán falso de una personalidad borderline.

Mark es así, y en su autobiografía no traza el retrato de una estrella de la música alternativa, sino el de una persona sin glamour, sin caprichos, sin altanería. Por ello, nos ofrece una visión tan realista sobre dar conciertos como esta: "sufro constantemente catarros de tanto sudar en el escenario y pelarme de frío en el autobús", "me paso medio año ronco y pierdo registro y potencia vocal".

Porque no en vano, su imagen de la auténtica estrella de la música difiere considerablemente de la que se proyecta desde los medios de comunicación: "Lo que me encanta de John Lennon (y de Elvis Prestley, ya que estamos) es que era gente muy insegura, y eso para mí es lo que los hace artistas absolutamente humanos. (...) Pon cualquier disco de Elvis, incluso uno de los peores (especialmente uno de los peores) y oirás cómo cada inflexión rezuma inseguridad. Eso es algo que los artistas de hoy ya no transmiten. Están ocupadísimos dándoselas de duros."

De duros, de modernos, de torturados, de punks, de...

Mark Oliver vivió en Virginia hasta los 18 años. Después fue a Los Ángeles, donde desempeñó numerosos oficios miserables. Su oportunidad le llegó cuando conoció a un productor y le puso en la mano una cinta de casette de esas que llevaba siempre consigo con su trabajo dentro. El productor le sacó un par de discos, firmados como Mark Oliver Everett. Después surgió el proyecto Eels y su primer disco, Beautiful Freaks, alcanzó los primeros puestos en las listas independientes y fue el niño mimado de la MTV. Mark descubrió el éxito absoluto. Hablamos de los años 90, cuando todavía alguien se creía que "alternativo" era "alternativo" y bandas como Nirvana zozobraban en la contradicción de estar contra el sistema siendo millonarios y apareciendo en portadas de Rolling Stone.

Mark tardó algo más en ver las ruedas dentadas del sistema. Su segundo disco con Eels, Electroshock blues, fue muy bien recibido por los ejecutivos de su discográfica, y sólo con el siguiente trabajo, Daisies of the galaxy, tuvo que enfrentarse al dilema moral, que es de lo que va todo este post.

Si antes, con Novocaine for the soul, había resultado vagamente excéntrico por negarse a que esa canción acompañara un spot de Volkswagen, ahora ese tipo de remilgos contra el mercado se veían como una sandez y un escollo para seguir contando con él en cualquier discográfica. Mark estaba en esto por la música; los demás, por la pasta.

Daisies of the galaxy era poco comercial, así que pensaron en vitaminarla con un single nuevo de E. que era más marchoso. Mark se esforzó en reescribir su disco, pero la canción no encajaba de ninguna manera. Aceptó finalmente ponerla como bonus track, pero con diez segundos de silencio entre el bonus track y el último corte del disco; después llamó por teléfono para pedir que fueron 20 segundos de silencio entre su disco y la caja registradora.

Al mismo tiempo, ese single marchoso resultó ideal para los productores de una película sobre univesitarios zumbados, y propusieron incorporarla a la banda sonora del filme y hacer además un videoclip en el que saldría el propio E. Mark se negó. La discográfica le amenazó con que su carrera musical acabaría ahí mismo si no aceptaba, de modo que el cantante de Eels se vio haciendo el payaso en la pista principal del capitalismo, justo al lado de los leones.

"Sé que no era lo que quería hacer como artista en aquel momento y es algo de lo que todavía me arrepiento."

Eels no renegaba de ganar dinero vendiendo sus canciones a los productos audiovisuales que normalmente emplean este tipo de absorción del talento ajeno, como el cine. Pero Mark quería que su canción fuera sonido de algo serio, como American Beauty o El final de la violencia. Sin embargo, en sus propias palabras, "había empezado a aportar canciones a cualquier película en la que apareciese un monstruo verde." Como El grinch.

Para su siguiente disco, Mark conoció el infierno más temido por un artista: que no te dejen serlo. Nadie quería editar Souljacker. "Me fui reuniendo con diferentes managers para supervisar la publicación del disco". No fue bien. "Creí que me volvería loco. (...) Después de perder a mi familia, la música era para mí más importante que nunca. Era ahora mi familia. Había puesto mi vida entera en ella."

Aquí conviene reflexionar sobre cómo un artista que con su primer disco como Eels logró el éxito absoluto y, por tanto, hacer ganar dinero a varios cientos de personas (quizá miles: conciertos, películas, discográfica), estaba ahora a punto de ver negado su derecho fundamental de crear porque lo que ahora creaba no iba a dar, no dinero, sino tanto dinero como antes. Me irrita considerablemente la falta de respeto que puede llegar a tenerse por las pesonas que han conseguido concluir (y, por tanto, legar) una obra buena alguna vez en sus vidas.

"Para entonces, las cosas estaban tan jodidas en el negocio de la música que un artista de los grandes como Johnny Cash tenía que grabar versiones de canciones de jovenzuelos de moda para tener algún tipo de relevancia y atraer a nuevos oyentes."

Finalmente, Souljacker vio la luz. Y el resultado fue irónico: "La revista Time lo escogió como el mejor disco de rock del año hasta la fecha. (...) Me sentí muy bien (...) y eso sin contar la cantidad de veces que nos han levantado la portada del disco en otras portadas, e incluso en un videojuego muy popular. Vamos, que me da igual. A tomar todos por culo."

Blinking lights and other revelations costó aún más esfuerzo verlo publicado. Después, Shootenanny! y sus siguientes LPs aparecieron (es mi impresión) con muchísima menos publicidad que los anteriores. A día de hoy, en España, Eels goza de cierta popularidad recalentada, gracias, entre otras cosas, a la publicación de este libro.

Como es lógico suponer, he proyectado constantemente mi propio panorama creativo sobre la experiencia, mucho más amplia en todos los sentidos, de Mark Oliver Everett. Un libro como un disco, un escritor como un cantante, una editorial como una discográfica. Ahora resulta cada vez más habitual ver a los escritores como estrellas de la música, con su look, su pose, su videoclip y su leyenda espuria. Sin duda, eso favorece las ventas, y, por tanto, las editoriales verán con buenos ojos a todo autor que aporte, con su manuscrito, un buen puñado de ideas promocionales.

No me inspira demasiada confianza la obra de un autor que, paralelamente, tiene que pensar también en qué hacer para que esa obra se venda. Desde luego, yo soy incapaz de alcanzar esa condición de pluriempleado, y admiraré a quien, haciéndolo todo, lo haga todo bien, sobre todo su novela. Sin embargo, no hay forma humana de que yo algún día me dedique a tareas que no atañen directamente a la escritura, lo cual no significa que mis novelas vayan a ser mejores, como creo que estoy dejando claro.

Es una cuestión identitaria. Como canta el propio Mark: "No salgo mucho de casa, no me gusta estar rodeado de gente, me pone nervioso, me hace sentir raro, no me gusta ir a espectáculos tampoco, es mejor que me quede en casa, hay quien piensa que eso significa que odio a la gente, pero no es del todo cierto."

Por eso nunca entenderé la admiración hacia J.D. Salinger por parte de algunos autores que, al contrario que Jerome David, quieren salir en todas las fotos. A no ser que lo que en verdad admiren de Salinger no sea su apuesta por vivir una vida normal, lejos de los medios (es absurdo entender esto como "reclusión" o "vida de incógnito": las cajeras de los supermercados, los conductores de autobús, los ofinistas también viven de incógnito), sino su imagen de marca, verdaderamente exitosa si lo pensamos un poco.

"Uno de mis pasatiempos favoritos consiste en imaginar cuánto tiempo pasará entre que muera y encuentren mi cuerpo."

No mucho, espero.