viernes, 12 de febrero de 2010

Teatro

Durante el último mes he asistido a cuatro representaciones teatrales. Cierta curiosidad, ligeros compromisos con alguno de los actores, regalos de cumpleaños y la portada que El Cultural dedicó a Tom Stoppard han tenido la culpa. La obras fueron: Drácula, Glengarry Glen Rose, El corazón, la boca, los hechos y la vida y Realidad. No tengo intención de ir al teatro nunca más.

Mi relación con el teatro, como la de tantos otros, se remonta a los montajes navideños que se preparaban en la escuela. Uno siempre hacía de pastorcillo, con la cazadora vaquera puesta del revés, para que el forro, oh imaginación escénica, simulara un chaleco bucólico. Luego, hubo algunas representaciones más, por motivos que mi memoria no acaba de rescatar, pero supongo que tenían que ver con concursos interprovinciales de teatro o festivales de estudiantes de EGB. Finalmente, en el origen, el teatro fue una cosa que nos llevaban a ver a veces, y que siempre era de Lorca, con mujeres que daban gritos, mientras los niños comían pipas, que era un poco más entretenido.

Todo lo que rodea al teatro, para mí, para tantos otros, remite al concepto de obligación. Tus padres estaban obligados a ir a verte al colegio, bajo la amenaza emocional de devenir pésimos progenitores, y tú mismo estabas obligado a llenar teatros con tus granos y tus pipas, bajo la amenaza de dejar en la indigencia a los profesionales de ese arte milenario.

Cuando llegué a Madrid, el teatro me estaba esperando. En la universidad gusta mucho, sobre todo a las estudiantes, y la que te gustaba a ti siempre andaba sobre unas tablas, declamando a Buero Vallejo o a Bertolt Brech. Vi algunas obras, claro, obligado de amor (oh). Lisístrita, por ejemplo, con todas esas mujeres esquivas; alguien que estaba debajo de un almendro, también. Y la de Buero Vallejo, que no recuerdo cómo se titulaba, pero que creo que iba de suecos amargados, nórdicos en todo caso.

Durante la Universidad, y después, acudí a algunas representaciones "serias". Luces de bohemia y La vida es sueño. Recuerdo Calígula, de Albert Camus, con Luis Merlo en el papel protagonista. Recuerdo que Merlo rompía un espejo con un taburete, y que eso me impresionó bastante, porque nunca había pagado por ver a la gente romper espejos. Pensé que, cada vez que hacían la obra, cada día de hecho, Merlo quebraba un espejo, y quién sabe si no acababa semanalmente con un taburete. Pensé si los que estábamos allí en el teatro dábamos para pagar tantos espejos, y no tantos taburetes.

Luego vi Arte, en su primera representación. Recuerdo que la comenté con una chica, amiga de un amigo. Le dije que me parecía una estupidez armar una obra en torno a algo tan anodino como un cuadro en blanco, que a lo mejor no estaba tan en blanco. La chica me dijo que la obra no iba de eso. Yo, incauto aún ante la retórica snob, le pregunté de qué iba. Por supuesto la chica no me lo dijo.

También vi, en su día, una obra de Josep María Flotats haciendo de judío. No recuerdo nada de la obra, salvo que, justo antes de que se iniciara, Cayetana Guillén Cuervo entró en el patio de butacas con una abrigo espectacular, blanco o rojo, o ambos, y se sentó en las primeras filas. Ahí entendí que el teatro daba mucha importancia a llegar tarde y vestir bien, o, en su defecto, a localizar entre los espectadores a las Cayetanas varias, tardías y coquetas.

Mi problema con el teatro, como el de tantos otros, tiene algo que ver con la competencia de las demás artes. Hay libros que me han marcado, películas de cuyo visionado he salido tóxico de emoción, drogado; canciones que me hacen llorar o que me ponen los pelos de punta. Poco más. No sé muy bien qué tengo que sentir en una exposición, por ejemplo. Fotografías, esculturas, pinturas: las miro y aún cuando me gustan (Juan Muñoz, por ejemplo; García Alix, por ejemplo) no dejan en mí un poso que me sirva.

El teatro tampoco. Sólo Calígula, de toda la lista anterior, me alimentó un poco, y no porque me sorprendiera pagar por ver romper espejos. Había en el texto frases bastante violentas, recuerdo. Calígula era un hijo de puta muy interesante.

(También, nobleza obliga, vi mi propia novela, Tatami, vuelta teatro, y debo decir que su recuerdo, muy digno, me resulta cada vez más grato, sobre todo después de confrontar su representación con las que he ido padeciendo.)

De las cuatro obras que he visto estos días, sólo Glengarry Glen Rose me ha gustado. Su autor, David Mamet, vio esta obra llevada al cine, y yo vi ese cine llevadero, hace años, y me gustó mucho, sobre todo la famosa escena de Alec Baldwin humillando a sus subordinados. Curiosamente, en la adaptación teatral madrileña, esa escena fue eliminada.

Antes vi Drácula. Me aburrió mucho. Según yo lo veo, la adaptación no fue otra cosa que darle a cada actor un ejemplar de la obra de Bram Stoker y encargarles la lectura de las líneas de diálogo de un personaje en concreto. Los actores leyeron esas líneas ante nosotros (sin el libro en las manos, menos mal) y nosotros asumimos que a)sabían leer, b)tenían buena memoria (sin el libro en las manos) y c)nosotros también la teníamos. Nos sabemos Drácula entero todos, aunque sólo sea por los cromos de los Phoskitos, y ver esa historia recalentada sobre un escenario no puede en ningún caso revivir su nervio narrativo, su originalidad ni sus resonancias atávicas.

Con Drácula entendí, quise entender, el teatro de "vanguardia". Realmente hubiera preferido ver a una mujer haciéndose incisiones con un vidrio roto en un muslo, o a un tipo vomitando, antes que a un grupo de personas disfrazadas y leyendo en voz alta (sin el libro).

De Drácula pasamos a El corazón, la boca, los hechos y la vida, en la Sala Triángulo, no muy lejos (Centro Dramático Nacional sito en Lavapiés). (Eso de decir dónde es la obra de teatro tiene su miga: nadie dice que leyó tal libro en el metro o vio tal película en tal cine: es irrelevante; sin embargo, en el teatro, que es un acto social de cierto snobismo, parece imprescindible anexar al título de la obra y al nombre de su autor, el nombre del teatro donde lo hemos ido a ver.) La obra era de David Fernández. Iba de Bach.

Iba de Bach un poco, así como por ensalmo. Consistió en el tal David saliendo a escena con todas los gadgets que tiene en su casa: ipod, iphone, playstation portable, wii, portátil, violonchelo eléctrico y teléfono móvil. Al final de la obra, llamó a su padre.

Antes hizo malabarismos con un LED. En él aparecían mensajes y el actor y autor los movía por el escenario, simulaba que salían de su boca, de su culo; se metía con la ministra de Cultura, González Sinde, daba instrucciones al público para que accionaran los mandos de la wii... y más cosas que no recuerdo.

David Fernández cantó ópera, danzó, gesticuló lo indecible, tocó el chelo, rapeó y se bajó los pantalones. Todo consecutivamente sin que uno llegara a entender la razón última del salpicón de habilidades, aparte de demostrar quizá la inscripción de esas habilidades en su Currículum Vitae.

Drácula no me gustó nada, pero me sería complicado calibrar si esta obra me gustó menos, un poco menos o, quizá, un poquito más.

En todo caso, encontré en ella (siempre saca uno provecho de todo) cierta similitud con algunas novelas actuales (en realidad: con algunas novelas de todos los tiempos). Se trata, a mi juicio, de disfrazar la incapacidad de elaborar un discurso artístico mediante una supuesta ruptura del propio concepto clásico de discurso artístico. Todo vale, a condición de que el material utilizado en las obra resulte clamorosamente contemporáneo. La herida de no tener nada que decir viene suturada por la costura del No hace falta tener nada que decir, sólo la desvergüenza de subirse a un escenario y encender algunos ordenadores.

Fue irritante y aleccionador. Bueno, de hecho, ni siquiera fue irritante.

Después de ver Glengarry pensé que me gustó únicamente esta obra porque en ella había algo que no tenían las demás: literatura. Algunos monólogos de los personajes eran brillantes, graciosos o iluminadores. Esto me llevó a pensar en por qué el teatro, el drama, se cuenta entre lo géneros literarios, y no, por ejemplo, el cine. Quizá, pensé, o quiero pensar ahora como si lo pensase entonces, sólo puede ser teatro aquello que es también literatura. O a mí sólo me gustará un teatro eminentemente literario. Porque entiendo que el teatro puede prescindir de la palabra, y ser otra cosa, del mismo modo que el cine (aquí disiento de Fernando Fernán Gómez, que afirmaba que el cine que le gustaba era el que tenía, precisamente, literatura) que más me atrae es el cine "de imágenes", aquel que, siguiendo a Billy Wilder, trata de seguir al dictado el mandamiento "cómo contarlo sólo con imágenes", y no abusa de la voz en off o de los diálogos. De ahí, entiendo, que a día de hoy el cine asiático sea el más estimulante del mundo.

Sin embargo, un teatro que no establece su cimiento en la palabra, ya sea dialógica, ya en forma de monólogos o imprecaciones al público, siempre será para mí no-teatro, y, por tanto, la entrada donde dice Teatro constituirá una suerte de engaño, dado que si quisiera ver mimo, danza, circo o boxeo o rap, hubiera ido a verlos, como de hecho voy, en el último caso.

La mezcla de géneros, expresiones y disciplinas es loable como exploración de nuevas formas artísticas, pero del mismo modo que cuando toma uno una copa con ginebra algo de ginebra tiene que haber en la copa, en el "teatro", bajo mi inocente punto de vista, siempre debería haber algo de literatura.

Y en estas llega el imparable (unstoppable) Stoppard.

Me hace gracia que, cuando se muere una gran figura creativa, o, como es el caso, cuando alguien simplemente lo decide, todos incorporamos, por culpa de los medios, esa figura creativa a nuestro iconostasio artístico o enciclopédico, a pesar de que nunca habíamos oído hablar de ella, y además sin tomarnos la molestia de esperar a que esa figura nos demuestre su condición canónica. Quiero decir que yo fui a ver la obra de Tom Stoppard como sí ya supiera que era "uno de los grandes dramaturgos de la segunda mitad del siglo XX", etiqueta que recibí de El Cultural, y no, como era el caso, sin saber quién era y esperando a saberlo para considerarlo "uno de los grandes..." etcétera.

Realidad, la obra que vi, resultó tan mediocre, tan insulsa, tan torpe y tan ridícula que debería uno encontrarse por la calle a varias decenas de personas con la cara roja de vergüenza, indeleblemente roja, como castigo menor por sucumbir a la tentación de, deprisa y corriendo, crear genios vivos para no otra cosa que poder darles la mano y sentirse parte de la Historia.

Hace tiempo que un par de matrimonios tomando ginfizz en sus espaciosas casas y preguntándose si no le estará siendo infiel su cónyuge dejó de tener el más mínimo interés. Y hace mucho más tiempo que Woody Allen consiguió la medalla de oro del "humor inteligente". Lo que nos da Realidad es una sucesión de tópicos dañinos para el paladar a medio camino entre Escenas de matrimonio (de José Luis Moreno) y cualquier comedia romántica de Sandra Bullock.

Nuevamente, entiende uno que, casi como salto al vacío, salten a las salas personas que gritan y se echan chocolate por sobre la cabeza, o que follan delante de los espectadores o se tuercen un tobillo dándole patadas a un yunque. Cualquier cosa para que el teatro no muera de muermo.

Pero yo ya no tendré nada más que decir sobre este tema, mañana.