martes, 15 de junio de 2010

Now you´re under control

Lo inminente nos anula, nos devora en el vacío, nos une también en el ansia colectiva, nos excita. Los prolegómenos de un concierto son la inminencia que prefiero. Apiñados, nerviosos, entre silbidos y gritos, entre empujones, los espectadores de un concierto queremos ver venir la música, su mensajero humano, el rey del ruido. Hay una tensión deliciosa, entonces. Hay miedo y felicidad, pavor a la dicha, impaciencia por abrir los regalos. Algo va a suceder y cuenta contigo. Algo único. El momento de la tribu.

Rage against the machine tocaba a las doce y media, y han pasado ya diez minutos. Diez minutos de placer, de sadomaso psicológico. No nos importa un latigazo más, un minuto, otro más, un minuto, incluso otro más, cinco minutos, pero la espera empieza a doler cuando uno ya conoce todos los recovecos de su dolor.

Se ilumina la pantalla central: hay gritos y escándalo, el tren ha alcanzado la cima de la montaña rusa y pronto todo será vértigo y gloria. En la pantalla aparece una cuenta atrás. Leemos 10, 9, 8, leemos 7, 6, 5, leemos finalmente 4, 3, 2 y 1.

Y leemos Movistar.

Entran los cuatro componentes de Rage againts the machine y empieza el concierto. Ahora, y durante todo el show, una estrella roja de cinco puntas ocupa entera la pantalla principal del escenario.

Rock in Río.

Fui a Rock in Río el 11 de junio porque, como suele decirse con dramatismo desmedido, no quería morirme sin ver tocar a Rage against the machine. Su música es el odio que prefiero. Conocía vagamente las estomagantes características de este festival, pero uno no es de los que les sabe mal el gintonic por tomarlo en vaso largo, y no en vaso ancho o en copa de balón, y se creía inmune al envoltorio de la vida. Se equivocaba, uno.

El festival nos recibe con un lema bajo su nombre: Por un mundo mejor. Así, sin más. Por un mundo mejor. No se especifica si mejor para unos o para otros, mejor en esto o en aquello, cuánto mejor o cuándo mejor. Simplemente, Rock in Río, por un mundo mejor.

Las instalaciones son fastuosas y apropiadas; los escenarios imponentes; la organización impecable. Llegamos cuando empezaba a tocar Cypres Hill, con puntualidad sospechosa. Tenían fuerza y ganas, sin embargo; se fumaron un porro colosal a medio concierto, fueron simpáticos y endiablados, perro loco, how i just could kill a man, latin lingo. Parecía un concierto normal, finalmente.

Cuando acabó dimos una vuelta por la, así llamada, "ciudad del rock". Empezaron las suspicacias. Hay jabón en los baños, hay familias enteras en el césped; hay césped, pero es de plástico. Hay un stand de pinturas Bruguer, otro de Seat, otro de Movistar, otro de El corte inglés. Hay lavadoras LG. Hay un Burger y Telepizza. Zapatillas Victoria.

Hay papeleras por todas partes.

Volvemos al escenario principal. Protección civil en las pantallas gigantes. Primero habla una mujer y luego un hombre, ambos uniformados. Nos informan, sonrientes, afables, vocalizando a la perfección, de que nada malo puede sucedernos. Todo está previsto (sic).

Todo está previsto.

Tomamos 3 litros de cerveza para darnos cuenta de que sólo puede beberse cerveza o cocacola. O agua. Nos miramos aterrados.

Esto parece Un mundo feliz, digo.

Esto parece El show de Truman, dice mi amigo.

Esto parece el Nausicaa con música en directo, nos dice un amigo de mi amigo, al que nos hemos encontrado entre estupor y temblores.

Acudimos finalmente a ver a Rage against the machine. De camino, vemos a una mujer con un bebé en brazos. Me dan escalofríos.

Cuando termina, acudo a los baños por primera vez. Efectivamente hay jabón líquido, azul, en dispensadores de plástico. Me lavo las manos y le digo a mi amigo: Sólo falta un negro que nos ofrezca toallas blancas.

En un rincón, vemos a dos tipos metiéndose rayas de cocaína. Con todas las letras: rayas de cocaína. Es lo más auténtico que he visto en todo el festival.

Damos otra larga vuelta. En el escenario de música electrónica hay cinco gogós. Los hombres las miran con indefensión y las mujeres las ignoran con beligerancia; es lo segundo más auténtico que he visto en todo el festival.

Mi amigo y yo no dejamos de sopesar este evento, este sistema, este mundo por venir. Un mundo perfecto, sin borrachos, sin drogadictos, sin peleas, sin gentuza, sin maldad, sin delirio. Sin pasión. Es el aburrimiento como forma de vida. Todo está previsto.

No he ido a muchos festivales, pero en este me doy cuenta de por qué me gustan. Echo de menos la catarsis, lo dionisíaco, el confín de la carne. Echo de menos el exceso, esa vía reputada de conocimiento. El sano arte de violentarse.

Me gusta ver a la gente borracha y drogada, haciendo el ridículo, devastando un espacio y dejando la caligrafía del detritus, la firma de sus vómitos. Me gusta la música cuando tiene que ver con la caverna, si no me iría a escuchar a Mozart al Auditorio. Me gusta partirme por la mitad con todos los venenos bonitos.

Nada de eso es posible en Rock in Río, un festival familiar, familiar como poner la mesa los domingos. Familiar como fingir familias los domingos. ¿Me pasas el pan?, y así.

Esta verdad no tiene fisuras, esta programación no es hackeable. Sabemos que es todo una inmensa gilipollez, una máquina de hacer dinero, pero es imposible encontrar su punto débil, porque la simpleza no lleva nada detrás, salvo más simpleza, una impostura que propende al infinito y niega siempre lo complejo, el doblez donde anida el mal.

No creo que haya una imagen más espeluznante del infierno que un lugar donde todo el mundo sea buena persona. Cuando una persona se enfada, odia, envidia, mete la pata o comete una maldad, es cuando a mí me dan ganas de abrazarla. Es cuando esa persona es de mi raza.

La raza de Rock in Río, la raza en cadena que está construyendo este nuevo mundo mejor, me da miedo. Y asco. Y miedo, otra vez, muy grande.

Uno lucha porque no le silencien la sangre. Uno va en la dirección contraria para no volverse loco.

Hay que romper algunas cosas. Hay que matar a estos muertos. Hay que vivir y violar. Pronto.