lunes, 14 de noviembre de 2011

Algo sano

No he leído el artículo que Ignacio Echevarría me dedicó -valga la inmodestia- hace dos semanas en el suplemento literario El Cultural. Conozco su título, he leído su sumario, he leído un par de frases sueltas aquí y allá y varias personas me han comentado de qué trata y cómo me trata y qué dice exactamente o viene a decir en definitiva.

Por tanto, no puede decirse que esto sea una respuesta, pues poco puede contestar uno a quien no ha leído, o sólo en diagonal y así como echando hacia tras la cabeza, precavido. Tampoco era una respuesta un post anterior a este, abortado, que llegó a tener ocho folios, y que sólo buscaba explicar lo obvio, cuando uno ya debería de saber que lo obvio es mejor no tratar de explicarlo.

Uno quiere ser leído. Lo obvio.

Desesperado, o casi, por haber escrito ocho folios y no haber explicado ni la O de lo obvio, y sí haberme enredado en los jardines de mi propio pensamiento, desistí de contestar sin contestar (sin leer) a Ignacio Echevarría, y dejarlo estar, y pasar página; fue justo entonces cuando entendí todo el asunto.

Porque era un asunto de clases sociales.

Propongo la hipótesis de que hay dos puntos de partida en el quehacer literario, y que esos dos puntos de partida enderezan dos varas de medir diferentes para las cosas que pasan con los libros.

Es el primero de esos puntos de partida aquel donde la actitud y el discurso que observamos en un autor vendrán siempre encomendados a “la costumbre”. En el segundo, sin embargo, será “la ruptura” la que aliente todas las acciones y posicionamientos del autor.

La costumbre remite casi exclusivamente a clases sociales elevadas, y a su práctica pretérita del privilegio; por su parte, la ruptura nos habla de entornos familiares no necesariamente míseros, pero sí indiscutiblemente ágrafos e inexpertos.

Dados un ambiente y unas expectativas sociales donde la comisión del hecho literario se toma como una opción más, quien deviene escritor no lleva a cabo un acto de rebeldía, sino que consuma apenas un capricho, pues el futuro escritor se ha limitado a elegir una posibilidad en concreto de entre todas las que se le brindan. Así, tanto su obra escrita como sus manifestaciones y decisiones profesionales (como escritor) irán siempre a favor del sistema en que naturalmente se ha integrado (el literario), sistema que repite minuciosamente el orden social del que procede (privilegiadamente) el nuevo escritor. Sólo recreativamente este nuevo escritor propone con su obra o con su condición de artista una impugnación del sistema social, pues en realidad su función en el sistema literario no es tanto conculcar los principios propios de su clase –a pesar de que eso es lo que se esfuerza en aparentar- como trasladarlos a dicho sistema.

En el lado opuesto nos encontramos al autor que, para serlo, ha de quebrantar el orden social donde ha nacido, pues ser escritor en ese su entorno no sólo no es natural ni viene facilitado por los lazos sociales de su familia, sino que se ve como una extravagancia en el mejor de los casos, y como una insensatez siempre. Ser escritor no es una opción ni un derecho ni una posibilidad, como no lo es tampoco ser actor o director de cine, ni casi siquiera ser director de ninguna otra cosa. Aquí el nuevo escritor ha de romper con su destino, transgredir, continuamente contrariar, en esa aspiración de desclasarse que le han sugerido las biografías de determinados escritores, y que conforman para él su estirpe literaria.

Hablo, claro está, de la leyenda, de buhardillas y vagabundos, de hambre, de horas nocturnas haciendo crecer una novela, de poemas escritos en la cárcel, de cuentos escritos en servilletas, de elegir ser aún más pobre para poder ser aún más escritor, de manuscritos rechazados y de venas abiertas, de cambiar de ciudad, de volver a intentarlo.

Hablo, en definitiva, de respeto. El escritor que quiere serlo partiendo de la nada y de la incomprensión, y que se apoya en un pasado legendario para darse esperanzas, contrae con ese pasado, con ese catálogo de héroes de la escritura, una filiación inquebrantable, pues siente la herencia latente de su ejemplo, su condición vacante, su halo, del que nunca llega a creerse digno del todo.

Mientras que el autor que ha partido del sacrificio para ser escritor se impone una trayectoria literaria constantemente corregida por el respeto, el autor que entiende la labor creativa como connatural a su estatus guía sus pasos por una indisimulada exigencia de derechos, prebendas y loas, materializadas principalmente en becas y viajes y charlas, que demanda y disfruta a costa del erario público sin considerar en ningún caso qué méritos acumula para ser agasajado por la sociedad. 

Así las cosas, resulta inevitable que estos dos tipos de escritores se encuentren y, obviamente, no se comprendan. El escritor acostumbrado se muestra particularmente cómodo en todo lo que la labor de escribir tiene de no escribir, mientras que el escritor rupturista se inquieta al ver que ser escritor incluye tantas cosas ajenas a escribir, y luego se horroriza al comprobar que el sistema literario no le ha salvado, como inconscientemente deseaba, sino que supone, este sistema, una traslación exacta de la estratificación social de la que pretendía alejarse.

La inquietud y el horror los nota el escritor rupturista en que todo su respeto por los escritores es absolutamente aniquilado dentro del orden literario, pues dentro de ese orden “ser escritor” carece por completo de miticidad (incluso, de mérito) y basta un gesto (una beca, un galardón) para ridiculizar el hambre de César Vallejo o las horas de miseria de Henry Miller o Francisco Umbral. Basta un cóctel para reírse a carcajadas de Fernando Pessoa. Basta un festival para deslegitimar la prisión de Dostoievski y la prisión de Jean Genet.

Mientras que el escritor hecho a sí mismo no llega nunca a sentirse completamente escritor –le pesa el respeto- asiste, lacerado, al delirio literario de decenas de jóvenes que se autodenominan “escritores” sin haber publicado nada y, tantas veces, sin haber siquiera escrito. Asiste, lacerado, al abaratamiento de la palabra que él creía bañada en oro (ESCRITOR), y que resulta en realidad una pieza de peltre saldada en cada esquina con minúsculas y a cuerpo 7: escritor.

Y es entonces, abrumado por la inmensa farsa de la literatura, que se apuntala en falsos prestigios y en una suerte de autocomplaciente mediocridad, cuando el escritor que cree en escribir como César Vallejo creyó en escribir se propone encontrar un lugar en la literatura que aún merezca su respeto y le devuelva al origen, y entiende enseguida que la única esperanza para un escritor que quiere escribir al margen de un sistema que corrompe implacablemente su propia materia prima es recordarse constantemente que tiene que haber más lectores que cócteles, más lectores que becas y más lectores que premios, que escribir y leer son todo lo que la literatura necesita para ser literatura, y que si él está escribiendo ya sólo falta alguien que esté leyendo y que vaya a leer lo que él está escribiendo cuando lo termine, por lo que decide hacer lo contrario de lo que hacen casi todos los escritores de su generación, y en lugar de afirmar constantemente lo inteligente que se cree que es y lo arriesgado que se cree que es y lo superior al resto de los mortales que se cree que es, y el desprecio que siente por todos los lectores del mundo, piensa que ha llegado la hora de que los escritores empiecen a decir algo humilde y bonito, algo sano. Quiero ser leído.

Y entonces va y lo dice.