domingo, 6 de febrero de 2011

Derecho a destrozar la vida de la gente

Leo estos días la extensa novela de Haruki Murakami 1Q84. En ella aparece un personaje femenino de nombre Aomame y de profesión asesina. La obra se inicia con la comisión de un trabajo por parte de Aomame. La mujer acude a un hotel, se cuela en la habitación de un tipo y le clava un punzón en la nuca.

Este asesinato de encargo se desarrolla a lo largo de unas 20 páginas. Aparte de otras técnicas de "relleno" narrativo, en el que Murakami es experto, se dedican muchas páginas a contarnos que el hombre que va a morir, que está muriendo y que, finalmente ha muerto, es un grandísimo hijo de puta. Que pegaba a su mujer, que pegaba a su hija, que pegaba con palos de golf a otra mujer, o a la misma, o a la hija; que destrozaba rostros y estaba siempre enfadado y era tremendamente antipático y sucio y fumador.

La técnica, como habrán adivinado, es la misma que la de Steig Larsson en Los hombres que no amaban a las mujeres. Consiste en legitimar la crueldad (no ya la violencia, sino la crueldad, que es "el placer en la violencia") mediante el retrato de la víctima como alguien despreciable y cuya muerte, por tanto, no debe darnos pena ni sernos empática. También se busca en esta forma de composición narrativa que el lector confunda la crueldad con la legítima venganza, y la violencia con un acto de justicia.

Dejar al lector sin reacción moral posible es, seguramente, la esencia del best-seller.

Me permito apuntar que quizá fue también la esencia del nazismo. El Holocausto puede interpretarse como una ficción (Historia) donde el narrador (Hitler) evita a los lectores (alemanes) la responsabilidad de la lectura (el delito).

Los lectores creen que sólo pasan páginas inocentemente cuando, en verdad, colaboran sin saberlo en la construcción del relato.

Como todos sabéis, hace unos días Nacho Vigalondo ha hecho algo terrible: escribir 5 palabras.

Que la escritura de 5 palabras te arruine la vida era algo que creíamos circunscrito al siglo XX y a sus dictaduras paranoides. Desde el poema de Ossip Mandelstam en el que criticaba a Stalin, y que le supuso una larga temporada en Siberia, a La broma, de Milan Kundera, donde una simple nota jocosa sobre el gobierno llevaba al protagonista a un campo de trabajo, la relación de la escritura con el castigo permitía ya reflexiones escalofriantes sobre los límites de la libertad de expresión, sobre quién pone esos límites y sobre el derecho que se arrogan algunos prebostes para destrozar la vida de alguien si combina palabras en contra del Discurso dominante.

Repitamos la frase que escribió Vigalondo en su Twitter: El Holocausto fue un montaje.

La frase, obviamente, no participa de ninguna intención literaria, pero puede analizarse como si de literatura se tratara para observar las diferencias entre este tipo de aserto, de estética, de propuesta verbal, y lo que encontramos en las novelas arriba citadas y en el Discurso dominante, tanto de las dictaduras como de los tiempos que nos ha tocado vivir.

La frase de Vigalondo, vista, como digo, desde el punto de vista literario (retórica: intención) sería buena literatura, o, más exactamente, literatura honesta. Su lectura no deja margen a la excusa, no permite echar mano de subterfugios morales ni de comodines intelectuales. Uno lee y se ve abocado a juzgar por sí mismo. Como si en las novelas citadas más arriba la asesina matara caprichosamente y el lector hubiera de decidir si quiere disfrutar de la ficción criminal o si quiere juzgar la ficción criminal. En este sentido, American Psycho es una obra maestra comparada con Los hombres que no amaban a las mujeres.

La reacciones ante la lectura de la frase El Holocausto fue un montaje sólo pueden ser dos: la risa o la condena. El contexto no literario de la sentencia no inhabilita al lector para elegir una de las dos reacciones. Si la frase apareciera en la entrevista a un historiador, o fuera un epígrafe de un libro de Historia, nos hallaríamos efectivamente ante un dilema de carácter político, en el que jugarían un papel importante la propia ideología del lector y sus conocimientos sobre la Historia del siglo XX, en concreto sobre la Historia del nazismo.

Sin embargo, el contexto de la frase es claramente permisivo. Salvo que nos decantemos finalmente por un mundo donde cada palabra, y cada combinación posible de palabras, haya de venir regulada por un infinito libro de arena lingüístico, que delimite férreamente qué se puede decir y qué no, y donde se especifique como prohibido el hecho mismo de pronunciar algunas palabras y el hecho mismo de juntar según qué palabras en según qué cláusulas, vivimos aún, gracias a dios, en una sociedad donde la expresión verbal encuentra campos de desarrollo libérrimo que fundamentan, en definitiva, la comunicación, el perspectivismo y el conocimiento.

Denomino esta expresión verbal libérrima como "exploración de significados".

Explorar un significado es convocar combinaciones anómalas de palabras que sugieren otras combinaciones de palabras y que concluyen en realidades verbales inéditas. La gran literatura es exactamente eso, la capacidad del lenguaje para provocar en nuestra mente ideas (más lenguaje) que la visión rutinaria de la vida, y el Dirscuso social dominante (ambos necesarios para la convivencia) no posibilitan.

Es decir, no es lo mismo incluir en la Constitución (Discurso de convivencia) la expresión Los niños pueden ser violados por sus padres que incluirlo en: 1)una charla de bar, 2)una obra literaria, 3)la letra de una canción, 4)el diálogo de una película, 5)Twitter, 6)un blog, etcétera.

Los espacios antecitados son espacios "permisivos" con la exploración de significados. Contrariamente a lo que piensan los estamentos de poder, afirmar que Los niños pueden ser violados por sus padres o que El Holocausto fue un montaje no impugna el Discurso de la convivencia, sino que lo refuerza al dar cabida en el diálogo a otras opciones cuya observación por parte del ciudadano le permite discriminar lo justo de lo injusto, el sentido común de la sinrazón y el bien del mal.

Esto es posible sólo si convenimos en que los ciudadanos son personas adultas. Si creemos que un ciudadano, al oír El Holocausto fue un montaje, va a creer inmediatamente que el Holocausto fue un montaje podemos dar por terminada toda esta argumentación (cosa que me vendría muy bien, pues tengo otros asuntos de los que ocuparme).

Lo que no refuerza el Discurso de la convivencia es la censura, el miedo y la coacción. Si prohibimos un libro damos a entender que ese libro puede estar diciendo algo que adultos formados y en su sano juicio pueden considerar solvente. Si el jugador de tenis número 1 del mundo se negara sistemáticamente a jugar con el número 1000 habría que pensar si acaso tiene miedo de que le gane.

El resultado último de todo este guirigay es la instauración de un derecho tácito: el Derecho a destrozar la vida de la gente.

Uno no puede decir determinadas palabras, pero otro sí puede destrozarle la vida si las dice.

Mi ejemplo favorito, por cercano y porque lo viví en directo, es el de Hernán Migoya. Un tipo escribe un libro que apenas iba a caer en manos de 2.000 personas y en el que dice todas las burradas que le apetece sobre las mujeres. De inmediato, una serie de personas se considera legitimada para arremeter contra el autor en modos y maneras que ponen en peligro su vida, que socavan su prestigio social, que manchan su nombre, que pueden forzarle al suicidio o la depresión clínica: y lo hacen como si tuvieran derecho a ello, con toda la fuerza de la que disponen, con placer en causar el mal, sin absolutamente ningún límite en su ataque masivo y desproporcionado contra un ciudadano casi anónimo y sin posibilidad de defenderse contra el "sistema". Y venden esa violencia como un acto de justicia, y venden esa crueldad como una venganza legítima. Y la sociedad los ampara porque el relato ha conseguido llevarnos a todos hacia el goce del linchamiento, hacia el delirio colectivo que da por bueno el dolor de un individuo si todos nos creemos en posesión de la verdad.

Lo más fascinante en cuanto a escritura se refiere es la necesidad de un enemigo. Tenía intención de hacer un post titulado exactamente así, pero el asunto Vigalondo ha conseguido reunir en un sólo punto muchas de las ideas que, como habrán visto en la historia de este blog, llevo tiempo comentando (posts anteriores como Lo de Juan Malherido o La inteligencia del amo.)

La idea es esta: sólo es repugnante para los odiadores de la palabra la palabra dicha por alguien que: a)está vivo y b)vive en el propio país. A nadie le importan las barbaridades que se publican firmadas por Bret Easton Ellis, Fernando Vallejo o Jaime Bayly. A nadie le importan las reediciones de Celine o Bukowsky o Sade. A nadie le importa que Plataforma, de Michel Houllebecq, haga apología de la pederastia.

Sólo importa si el autor vive en Barcelona y lo podemos linchar.

No importa que el libro de Hernán Migoya, por seguir con el ejemplo, venda diez veces menos que Plataforma. Tampoco importa que se reedite infinitamente La sonata a Kreutzer, de Tolstoi, la novela más machista de la historia. No importa, en definitiva, si la idea condenable es especialmente lesiva o especialmente difundida o especialmente peligrosa; sólo importa si su autor está disponible para la crucifixión.

Ahora que tantos novelistas cursis y sin nada que decir se dedican grandilocuentemente a hacer novelas sobre EL MAL (así con mayúsculas) sería bueno que entendiéramos que el mal en nuestros días se oculta bajo un manto de buenas intenciones.

Y que cuentan con nosotros para que les dejemos hacer daño.