miércoles, 11 de diciembre de 2013

raudo # 78

Recordar para narrar -para desfigurar- aquel día, lunes, no hace mucho, en que iba en el tren en dirección a Sol y empezó a sonar un pitido molesto, quizá procedente del baño público del vagón colindante -de su puerta mal cerrada, mal abierta, mal tratada-, pitido que se impuso sobre el pasaje numeroso, al punto que algunos -una chica muy guapa, noté- se cambiaban de asiento, se iban hacia el fondo -el fondo doble: puede ser hacia la cabecera, puede ser hacia la cola- del tren, por no oírlo más, el pitido cadencioso, picajoso, nada grave, nada que a mí me afectara demasiado, con los cascos, con mi lectura, las rodillas apretadas y reunidas con otras rodillas en el hueco entre los asientos enfrentados, mirar un poco la estación que cae, el viajero que entra, el que sale, seguir leyendo y oyendo -más que escuchando- mi propia música desatendida, volver la vista, un segundo, hacia una piernas en medias negras, falda corta de volantes, morada, seguir leyendo (y todo lo demás) hasta que Sol cartelea por las ventanas y salgo, en masa y en manada, fluyendo con mansedumbre de rebaño, hacia unas escaleras mecánicas, de las tantas que hay en Sol, de las tantas que ha de utilizar uno para tocar techo y suelo, ver el cielo, ver la falda morada, de volantes, las piernas negras, por la licra -¿será licra?, será seda; será algo, materiales de la estética-, delante de mí, a unos escalones por delante, y mirarlas ahora (entonces) -mirar las piernas, mirar la falda- con una mayor intención, pero no excesiva, casi solamente inevitable: las escaleras, su pendiente, los ojos, su simple apertura y recepción de lo real, y nuevas escaleras mecánicas, y nueva mecánica de la mirada: uno ve o mira muchas veces sin tanta premeditación, unas piernas, un culo, unas rastas, un abrigo desflecado, lo que te ponga delante el mundo y el aburrimiento de andar el mundo, y, sin querer tampoco, pero por una competencia de peatones y de pasos, voy dando alcance -o me van dejando dar alcance- a las falda violeta y sus volantes y sus piernas de seda o licra -o quién sabe-, hasta que, en un descansillo, el que se haya entre la segunda escalera mecánica y la tercera escalera mecánica, la mujer -que ya ha crecido indumentaria, pues lleva abrigo rojo, de paño, y es pelirroja, y tendrá 30 o 30 y muchos años- camina más o menos a mi lado, un poco por delante aún, de modo que tomamos las escalera mecánica al mismo tiempo, ella -hay dos escaleras mecánicas paralelas que suben y dos que bajan- la de la derecha, yo la de la izquierda, y ahora, en mi ascender automático, nada tengo que mirar más arriba, y miro los dientes de los escalones engrasados y engrasarse contra otros dientes metálicos, desaparecer en lo alto, algunos zapatos, nada muy excitante, así que vuelvo la cabeza, hacia mi derecha, indolente y sin saber por qué -quizá me llaman, me convocan; quizá uno sabe que lo miran- y ella me está mirando, falda violeta, violenta, volantes, medias y abrigo rojo de paño, pelirroja, con mirada inocente y sabia, con ojos de Hola, con una serenidad devastadora, y bajo la vista, yo, bajo las manos, bajo un peldaño y me quedo atrás, cohibido por la sinceridad de la comunicación, y no levanto la vista mientras la escalera me levanta hasta la calle, ni tampoco cuando la siguiente escalera, la cuarta, me levanta hasta la calle, sólo sigo siendo subido hacia la calle, con una mirada en la memoria y no sé, no miro, si  también en el cuerpo, activa, hasta dar en los torniquetes -así llamados- de salida, y tirar mi billete inútil en una papelera concreta -la papelera de siempre- y tomar otra escalera mecánica, la última y definitiva, aún sonrojado por la mirada de una mujer pelirroja, peligrosa, y hasta cuando llego a la calle noto que ando deprisa, que huyo -y hasta pienso chistes para llegar a casa: vengo huyendo de una mujer guapa y joven, no te creas-, hasta andando por mi calle tengo la sensación de acoso, de sofoco, de violencia violeta, paño rojo, pelo rojo; cuando meto la llave en la cerradura del portal también; antes de entrar -antes de abrir-, vuelvo la cabeza, miro hacia el final curvo y oscuro y promisorio de la calle, y no sé lo que veo.